miércoles, 25 de junio de 2008

LA CRUEL Y DESPIADADA M30



(imagen: Rafel Olbisnki)


Tengo miedo a la M30. Sí, quizás parezca un poco absurdo pero sueño con ella por las noches. Son pesadillas que alteran mi descanso.
Todo empezó cuando comenzaron esas obras que nos iban a dejar Madrid hecho un pincel. Las hicieron todas a la vez. Era mejor así porque se terminarían para las elecciones municipales y autonómicas, olvidaríamos los malos ratos pasados, y babearíamos ante lo bonito y útil que nos habían dejado Madrid y sus emes correspondientes. Pero sobre todo, les volvieramos a votar.
No contaron con mi rencor, con mi incapacidad para olvidar esas dos rayas; una amarilla y otra blanca, que me encontraba en el suelo cada vez que cogía la eme sin saber a cual debía obedecer. Me jugaba la vida continuamente. Una era recta, la otra curva, una discontinua, la otra continua, una se iluminaba por las noches, la otra al atardecer. Todavía lo recuerdo; los coches serpenteaban en busca de la raya verdadera, la raya a seguir. La que no empotrara un vehículo contra el otro. Los conductores rezaban para que el carril que seguían fuese el correcto, para que los coches que les que les precediesen estuvieran también en lo cierto, la verdad, para que la divinidad les aportara un sexto sentido y guiara su vehículo por el buen camino, que pasara pronto ese cáliz.
Muy duro, fue muy duro, sí señor.
Hoy todo ha terminado. Tal y como nos vaticinaron en la propaganda electoral, con lo bonito que ha quedado todo, lo mejor es olvidar. El fin justifica los accidentes y todo ese rollo.
Pues bien, ha pasado mucho tiempo desde aquello, y todavía continúo jugándome la vida cada vez que me adentro en la cruel y despiadada M30.
Si vengo desde la Avenida del Manzanares a Ventas, me siento tentada de pedir la extremaunción, porque en cuanto sales del túnel tienes tan solo unos metros para atravesar tres carriles, colocarte en el lateral derecho y poder salir al Puente de Ventas. No puedes despistarte. Si no lo haces en un tiempo récord y casi sin mirar, te sales de ruta y ya no puedes llegar a tu destino. Sí, podrías ir al tanatorio, eso es verdad, pero supondría un desvío inútil si todavía no te has pegado la toña, claro. Porque si ya te la has pegado, ahorraría muchos tramites, eso es cierto.
Acabo de emprender esa trágica tarea. Vengo de la M30. Por eso estoy tan alterada. Me ha pitado un Mercedes que venía por detrás a toda pastilla. El conductor de un autobús me ha sacado los cuernos. A ver qué culpa tengo yo. Y un camionero me ha llamado una cosa muy fea. Pero yo he atravesado los tres carriles en tiempo y hora, y estoy en casa. Hoy me he salvado. Y mientras me preparo una tila, lo digo y lo repito.
Qué miedo le tengo a la M30.

jueves, 19 de junio de 2008

LIBRITOS


El sábado estuve en la fiesta de Enrique Páez. Pretendía ser una fiesta sorpresa que le organizaba Bea. Una fiesta de despedida. Dejaba el taller después de quince años para dedicarse a escribir. No lo consiguió, quiero decir, lo de la sorpresa. Enrique se puso farruco. Que no voy a Madrid, mujer. Que hoy precisamente no me apetece. Y Bea dale que te pego. Pero hombre, que ha sido “un pronto”, que necesito ir a Madrid urgentemente. Hasta que no le quedó más remedio que confesarlo todo. Y entonces sí, Entonces Enrique se subió al coche ilusionado y pasó el viaje leyendo las cartas que sus antiguos alumnos le habíamos escrito.
Habían sido quince años de taller. Quince años de luchas, de frustraciones y cañitas, de Karaokes y Clamores. Por supuesto que fui a despedirme, cómo no. Enrique cambió mi vida, me dio herramientas y personajes para superar los malos momentos. Me enseñó a decir de otra forma, a leer de otra forma, a no conformarme con cualquier cosa. No es poco lo que me enseñó en su taller de escritura.
Lo considero un maestro porque supo mostrar, estar a nuestro lado cuando dábamos nuestros primeros pasos, con sumo respeto. Pero sobre todo, porque ha sabido disfrutar de nuestros logros como si fuesen suyos. Y aunque eso resulte de Perogrullo no siempre es así.
¿Alguien ha visto la envidia en su estado puro? ¿Indignados porque su compañero o alumno haya ganado un premio o haya publicado una novela? Yo sí. Los hay de varios pelajes: Los silenciosos. “Ah, yo eso no lo sé. No me he enterado”. Los despectivos. “¿Tú? Dios mío. A dónde vamos a llegar”. Los hay de muchos tipos. Pero los que se llevan la palma, los mejores, son los minimalistas. Si, ya me he enterado de que publicaste un librito. Reconozco que esos hasta dan un poco de pena por su falta de pudorcito.
Pero, después de todo, debemos estar preparados para estar a lado de las personas que merecen la pena.
Nada importa, si es por dar mi apoyo este gran maestro que lo deja todo para dedicarse a escribir… libritos, no. “Librazos”.

sábado, 14 de junio de 2008

CONSULTAS

(imagen: Rafal Olbinski)



Le conté al cardiólogo lo estresada que había salido de la meditación y me recomendó ejercicio.
- Haga ejercicio durante veinte minutos todos los días.
Me apunté a un gimnasio, al de la esquina de mi calle. Solo fui cuatro días y lo único que utilicé fue la máquina andadora a la mínima potencia y la bicicleta estática a paso paseo. Bueno, pues aun así, el último día le cogí ritmo y emoción al asunto, y me excedí. Ahora tengo un desgarro infinitesimal en el músculo intercostal interno que me ha dejado un poco Ivan Illich, y otro poco atontolinada.
Fui al traumatólogo, dijo que me veía algo hipocondríaca. Me sentó tan mal su incomprensión que lo dejé con la palabra en la boca y me fui al otorrino. Le conté que cuando menos me lo esperaba se me ponía el cielo en el suelo y la pared en la oreja, le expliqué que todo eso me liaba una barbaridad, que es algo así como emborracharse con agua de solares. El otorrino, un hombre con tupé y lunar en la corbata, dijo que él me veía divinamente pero que por descartar me hiciera una radiografía de oídos y otra de cervicales.
El neurólogo me recetó unas gotas para el estrés, las cuales, según me contó unos segundos antes de cerrarme la puerta en las narices, se recetaban también para la epilepsia, pero que eso no tenía la menor importancia.
El reumatólogo estuvo mucho más cordial, y me pidió unas radiografías de muñeca.
-Quién me dice a mí que no tiene usted una artritis.
He visitado a muchos, un largo peregrinar por las consultas. Pero el que de verdad me ha comprendido, ha sido el dentista. Nada más decirle que en cuanto tomaban sopinstan de ave se me enrabiaban las encías, dijo que podía ser sensibilidad, que se había dado cuenta de que apretaba mucho los dientes.
-Usted lo que pasa es que está nerviosa –ha dicho, con esa sabiduría que da la experiencia-. ¿Yo de usted visitaría a un cardiólogo? Y el cardiólogo ha insistido:
-Haga ejercicio durante veinte minutos, todos los días.

martes, 10 de junio de 2008

DISGUSTOS

imagen: RAFEL OLBINSKI




Cuando me intervinieron me dijo el cardiólogo que no debía coger disgustos. Nada, nada, insistió, y ahora a no enfadarse por nada ni con nadie. Y se quedó el tío tan pancho, como si te acabara de aconsejar no revolcarte en el suelo, o no masticar chicle. Mi madre siempre lo decía. Hija, que los disgustos no se cogen, se dan. Ella lo sabía bien, y tenía un gran dominio al respecto. A mi me los daba continuamente y yo me acostumbré a recibirlos. No es fácil cambiar de golpe, cuando ya has aprendido a recoger todos y cada uno de los guantes que te echan. La verdad, es complicado. Por eso acudí con mi amiga Marta a un centro de relajación. Aprenda a ser uno con el universo, decía el prospecto. Identifíquese con la naturaleza. Todo eso ponía.
Un grupo de gente en pie rodeaba a la profesora que nos hizo abrir las piernas y afianzarlas al suelo. Luego nos pidió que cerráramos los ojos y nos dejáramos ir. Balancearos, dejad que vuestro cuerpo fluya. Si os apetece levantar los brazos o las piernas, no lo impidáis con la mente. Ella es vuestra enemiga. Luego puso una música suave con sonido al fondo de pájaros y de agua, y nos pidió que nos abandonáramos. Yo me abandoné. Mi cuerpo se balanceaba y me fui olvidando de todo. Estaba bien, hasta que se me ocurrió abrir un ojo. Fue solo uno, pero nunca debí hacerlo. Creo que si no lo hubiese abierto, la sesión hubiera sido un éxito, y yo hubiera salido de allí relajada y feliz. Pero no, tuve que abrirlo.
Mi compañera de enfrente hacía el molinete con los brazos, la de la derecha soltaba sonidos extraños por la boca, y el de la izquierda se tiró al suelo, porque según nos explicó después, le llamaba la tierra, o la moqueta, no recuerdo bien. Me aturullé, me puse tensa, y se acabó la relajación. Me sentí mal. Inapropiada, apuntó Marta. Ella dice que tengo tendencia a sentirme inapropiada, como fuera de lugar en todas partes, y quizá tenga razón. Pero lo peor fue cuando cada uno explicó sus experiencias, que si he visto una luz de colores en los halógenos, que si he escuchado voces de otro mundo, que si una mano me empujaba.
Salí corriendo, Marta me siguió, quería que le explicara mis sensaciones, pero a mí se me había secado la garganta y no podía hablar. ¿Nunca más me vas a dirigir la palabra? preguntó angustiada. Pero es que no sabía qué decirle.
La verdad, después de todo, creo que va a ser mejor cogerme disgustos.

domingo, 8 de junio de 2008

LA FERIA DEL LIBRO


El domingo fui a dar una vuelta por la feria del libro. Me encantan los libros, no solo me gusta leerlos, eso es el último paso de una larga trayectoria que comienza con mirarlos. Toda una expectativa. Es una especie de fetichismo, los toco, los abro, leo su contraportada, y si nadie me viera, hasta creo que los olería. Prometen tanto. Si el libro es realmente bueno, dejará un poso en mí, incluso puede que hasta logre variar mis planteamientos vitales. Solo hay que abrirlos, dejarse llevar. Disfruto con su textura, los dibujos de sus tapas, la contraportada. Todo un mundo de expectativas se abre ante mí. Me gustan en las librerías, por supuesto, pero la feria del libro tiene un algo adicional, quizás sea la luz, el paseo, la primavera, sus colores. Dispuestos y alineados para abrirme puertas a mundos distintos, a otras circunstancias, épocas, lugares. Todo eso.
Pero siempre, todos los años, antes o después, llega la desilusión. Los micrófonos anuncian los autores que van afirmar. Observo una gran cola, gente que espera. Una paciencia infinita. ¿Quién firma?, pregunto. XXX, de gran hermano, me responde una señora que se protege del sol con una visera plateada. Ah, ¿pero es que escribe? Pues algo habrá escrito si firma libros, digo yo. Claro, claro. ¿Y usted lo va a comprar? Por supuesto. Pero si no sabe lo que ha escrito. Y qué más da, me contesta un poco mosca. Decido marcharme, salir de allí cuanto antes. He perdido la ilusión por los libros, su textura, sus tapas, su contenido. Me alejo del paseo de coches y me refugio en el estanque, junto a las barcas.
Pero no importa demasiado, estoy segura de que se me pasará y volveré. Me ocurre todos los años.