viernes, 17 de abril de 2015

LAS CADENAS





Ayer por la mañana recibí un WhatsApp  en el que me decían que si rezo una novena a San Pancracio, se me pasarán todos los males y se cumplirán todos mis deseos, pero que luego lo debo reenviar a 10 personas, y que de nos ser así, multiplicarán mis desgracias al mil por uno.
Por la tarde noté un ojo borroso y me fui a urgencias. En el Hospital me dijeron que tenía un derrame interno, que podría ser grave por si se me desprendía la retina, y me recomendaban reposo absoluto. Bueno, pues fue salir del hospital y caer cual rana en plena calzada. No solo me preocupó que habría sido de mi ojo ante tamaño trompazo, sino que no se me acercara nadie. Deduje, como ya he colgado en otra entrada, que estaría la calle hasta la bandera, ya que según estudios psicológicos muy cotejados, cuanta más gente haya a tu alrededor, menos te atienden. Por fin se acercó un grupo de tres ancianos, pero para mí sorpresa, no lo hicieron para socorrerme sino para contarme cómo se habían caído ellos  en diferentes etapas de su vida. Me apoyé en un coche y traté de incorporarme, mientras uno me señalaba, estirando el brazo y haciendo crecer su dedo índice hasta alcanzar dimensiones extraordinarias, una esquina para que me hiciera una idea del lugar exacto de su último percance. Intenté andar y  poco a poco  lo logré, cosa que regocijó una barbaridad a los ancianos. Después de lo cual me despedí y los dejé ilusionadísimos contándose sus desgracias y la ubicación de las mismas.
Decidí regresar en un taxi a casa porque lo que me seguía preocupando no era haberme roto el hueso del pie, ni haberme llenado de heridas la rodilla, sino que se me hubiera desprendido la retina, esa que andaba renqueante con el derrame de las narices. En cuanto el taxista vio mi pantalón desgarrado y mi cojera, se le soltó la lengua y me contó con todo lujo de detalles, que su cuñado, ya ve usted,  había fallecido de un infarto encima de un plato de fideos. “Es que no somos nada.”
La verdad, no veía la hora de llegar a casa. Desde entonces estoy encerrada e inmóvil. No he salido de casa, ni siquiera para que me venden el tobillo.

¿Será por no haber reenviado el correo en tiempo y hora? ¿Habrá sido San Pancracio por lo de la novena? ¿Por qué no dejaran de una vez de mandar esos correos tan apocalípticos?

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