domingo, 11 de septiembre de 2016

AGRESORES INCONTINENTES


                                          

  imagen: Chema Madoz

 
 
 
Una cualidad que tienen los agresores psicológicos es que no se cortan para soltarte alguna inconveniencia. Nunca tuve muy claro si nacieron así, si es que alguien les dijo que resultaban graciosísimos, o lo aprendieron en el duro devenir de la existencia.

Como esa especia se caracteriza porque suelen pillar desprevenida a la víctima; mientras reaccionas, comprendes la magnitud del insulto, tratas de contestar de forma elegante para no liarte a bofetadas, y asimilas “el vapuleo”, el agresor ya se ha marchado dejándote hecha un guiñapo.

Suelen ser cordiales, sacan su aguijón sin previo aviso, sin siquiera un leve movimiento de cejas que avise del inminente disparo a quemarropa. No hay tiempo para la reacción, y logran que pases una buena parte de tu valioso tiempo buscando la respuesta inteligente para dejar  noqueado al agresor. Te conformas con una, la guay, pero esa, cuando por fin ha hecho un huequecito en tu mente, ha transcurrido tanto tiempo que ya ni pega.

No es que seas lenta en respuesta, es que no estás preparada para la guerra de guerrillas.

Tengo una tía a la que inexplicablemente la familia quiere y admira,  a pesar de saber  todos que los va a poner “a caer de un burro” en cuanto  crucen con ella dos palabras, les hace gracia o se les sube el síndrome de Estocolmo al flequillo, no lo sé, pero en cuanto se acercan a darle un abrazo, reciben la correspondiente bofetada.

Yo, en cuanto la veo aparecer, me coloco la faca en la liga y la espero. Pero se me deben afilar los diente, el semblante, la mirada, y vete tú a saber qué, pero me quedo con ganas de atacar, porque no me insulta. Una vez me dijeron que se me ponía cara de tigresa a punto de embestida, y que quizá por eso lo dejaba estar.

 Ya sé que ante ese tipo de personas  hay que mantener la calma y la elegancia, pero mi padre que era un visceral de la vida, aseguraba que cuando alguien te insulta, se abre la veda, que  a partir de ese momento puedes responder todo lo que te apetezca. A mi madre se la llevaban los demonios. “Pero, hombre, ¿cómo enseñas eso a la niña? ¿No te das cuenta de que pierdes la razón porque tus respuestas son desproporcionadas?

 Y la verdad es que lo eran.

En una boda se acercó una prima que tenía por costumbre llamarle gordo (afrenta que desataba en él los más bajos instintos que ser humano pudiese albergar). Dicen que en cuanto le dijo: “Cada día estás más gordo” Él la miró fijamente a los ojos y le contestó: “Pues que sepas que tú eres una maleducada, y una birria completa, y lo fuiste siempre” Tuvieron que venir algunos familiares a poner calma y su prima salió gloriosa de aquel trance, ya que se deshizo en lamentos y victimismos trasnochados. Mi madre le regañó, y él hizo huelga de hambre durante una temporadita. Bueno, para qué exagerar, unas horas.

No puedo evitar recordar a mi padre siempre que alguien me suelta alguna impertinencia. Hasta me compré un libro sobre asertividad que decía que además de aprender a decir no, las respuestas a las agresiones deben ser comedidas y ajustadas al ataque.

Lo que me sigo preguntando todavía, es por qué los bajitos se vanaglorian en llamar gigantes a los altos, los gordos en  insultar a los delgados, los zafios a los educados, los incultos a los  cultos, los chabacanos a los elegantes, los que suspenden todas en llamar empollones a los que sacan sobresalientes…, mientras los agredidos callan y soportan estoicamente. Seguramente  por no hacer sangre, o a lo mejor por pena.  

Aunque si lo piensa uno bien, un poco de lastimita, si dan, la verdad.

 

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