domingo, 31 de agosto de 2008

PARÍS Y PEPE


foto: Elena Artigues (lleymab)



Todo se complicó aquel martes en el que Pepe se tuvo que marchar a París para acudir a una reunión de trabajo.
Me levanté temprano y fui metiendo en la maleta su ropa de vestir, la muda, el cepillo de dientes, la espuma de afeitar. Procuraba que no le faltara nada. Él se despertó como de costumbre, con el tiempo justo para tomar el desayuno y salir corriendo hacia el aeropuerto.
-Adiós cariño. Llama nada más llegar para que yo sepa que todo ha ido bien.
Un ronquido salió de su garganta dándome a entender que me había entendido.
El resto de la mañana lo empleé en llevar a los niños al colegio, arreglar la casa y preparar la comida. Fue al ir a cortar los filetes cuando me di cuenta de que los cuchillos no cortaban bien. Pensé aprovechar que Pepe estaba de viaje para acercarme al mercado central, que aunque se encuentra lejos de casa, hay un afilador de cuchillos que los deja nuevos. El cielo estaba oscuro y caía sobre Madrid una lluvia persistente. Me encontraba con el carro de la compra en una mano y el paraguas desplegado en la otra, cuando de pronto vi a Pepe con Maripaz, la vecina del segundo derecha. Se acercaron a una cabina de teléfonos. Ella se quedó en la puerta y él introdujo unas monedas. En ése instante sonó mi móvil.
-Hola, soy yo -escuché decir a Pepe -Ya estoy en París. Aquí hace un tiempo excelente y el sol pega con fuerza.
-Ya -contesté desconcertada -¿Y la reunión?
-Ahora mismo. Te dejo porque me está esperando Sebastián para entrar. Un beso.
-Adiós -musité mientras veía como Pepe cogía a Maripaz con fuerza y la besaba en la boca.
De pronto, me sentí desconcertada. No comprendía de qué forma me había trasladado a París, ni porqué me encontraba en el centro de la ciudad con el carro de la compra en una mano y un paraguas desplegado en la otra. Al fin y al cabo un sol persistente caía con fuerza sobre la ciudad. Por lo menos eso es lo que me había dicho Pepe.
Las tarjetas de crédito, el dinero y el carnet de identidad me los había dejado en España. No conocía a nadie en París, ni siquiera tenía suficientes euros para pagarme un hotel y descansar. Pero lo realmente trágico, era que no conocía del francés más que algunas frases sueltas. Cerré el paraguas para que el sol siguiera empapando mis ropas, y me senté en un banco a pensar. Saqué el monedero que llevaba en el bolsillo y comprobé que todos mis bienes se reducían a veinte euros. Eso no me permitiría pagarme un hotel decente, pero por lo menos podría comer algo
Me acerqué al mercado y al frutero le dije sonriendo.
-Bonjour.
Él me miró extrañado y contestó.
-Hola.
-Vous parlais français?
-No, señora.
Me quedé helada porque no podíamos entendernos en francés. Salí de allí desolada y hambrienta. Comencé a buscar alguna oficina bancaria que estuviera abierta a esas horas. Vi por fin una oficina del Banco de Bilbao abierta y me dispuse a entrar. Estaba ilusionada al ver que tenían sucursal en París. Para evitar que se rieran de mí, le enseñé al empleado el billete de veinte euros y le dije que si tenía más, pero con señas. Él me miró encogiéndose de hombros.
-¿Qué quiere? – preguntó incómodo.
No se lo podía explicar, no hablaba francés.
Salí a la calle de nuevo, y como seguía cayendo el sol de forma persistente, dejé cerrado el paraguas y caminé por calles encharcadas de luz.
Deambulé por París con mi carro de la compra vacío, mis cuchillos afilados, y mi paraguas colgado del brazo, sin tener a donde ir y sin que nadie comprendiese mi francés.
Me prometí a mi misma que cuando todo esto acabara y me volviera a encontrar en Madrid, no ayudaría a un extranjero aunque lo viera medio muerto en la calle, porque eso no eran formas. Pasé la tarde en un paseo, sentada en un banco, aterida de frío y soledad, aunque lucía ese sol que me estaba produciendo un constipado tremendo. Porque en París cuando luce el sol te empapa la ropa y te deja completamente mojada. Cosas de los franceses.
Anochecía ya, cuando decidí acercarme a la cabina dónde había visto a Pepe. Quería que me aclarara todo ese embrollo. Al fin lo volví a ver abrazado a ese Sebastián tan parecido a Maripaz. Ellos charlaba despreocupadamente, ajenos a la situación tan desesperada en la que me habían puesto. Y eso yo no lo podía perdonar. Sigilosa me escondí en una portería y esperé a que se acercaran. Fue al verlo tan alegre cuando no me pude contener. Cogí el afilado cuchillo y se lo hundí a Pepe en el pecho, con una fuerza inmensa. Con toda la fuerza que dan el hambre y la emigración.
Lo dejé desplomado en la acera mientras chorreaban de luz los desagües. Maripaz emitía gritos histéricos en español pero no la debían entender. Unos gendarmes me esposaron y me llevaron a una comisaría. Allí un señor con bigote negro se empeñó en decirme que no estaba en París, que seguía en Madrid, y que a mí qué me pasaba.
-No puede ser -le dije-. Pepe jamás me habría engañado. Pepe eso no lo hace.

domingo, 24 de agosto de 2008

INAPROPIADA


Me siento inapropiada, como fuera de la norma, y me pregunto si eso será síntoma de enfermedad o falta de algún elemento químico que me permita entrar en el engranaje humano y disfrutar de las mismas cosas.
Lo he confirmado esta semana, cuando se produjo el accidente aéreo en Barajas. No me parece mal que la prensa informe, comunique los heridos y los muertos, que se pregunten por el fallo y las responsabilidades, que alarguen la información hasta la saciedad. Incluso comprendo que nos narren las historias personales, el dolor individualizado, todo eso. Pero lo que no comprendo ni comprenderé jamás, es ese afán por mostrar a los familiares en el momento de llegar a Barajas, en ese instante en el que no saben todavía si su ser querido ha resultado herido o muerto. La llegada a Ifema, el llanto, los abrazos, el desconcierto y la desesperanza. Ni siquiera por respeto al dolor y a la intimidad las cámaras dejan de grabar.
Recuerdo otro incidente, la imagen del padre de Miguel Ángel Blanco cuando llegaba a su domicilio sin saber todavía que habían secuestrado a su hijo, recuerdo cómo las cámaras se le echaban encima para preguntarle, para conocer su reacción de primera mano. Él no daba crédito a todo ese barullo de gente que rodeaba su casa, no entendía, no sabía. Pero nosotros sí, nosotros, espectadores de la tragedia, sí sabíamos lo ocurrido, y lo veíamos trabucarse, preguntar.
¿Qué información es esa? qué placer puede suponer ver derrumbarse a un hombre, qué induce a los medios de comunicación a enseñárnoslo una y otra vez, a no respetar su intimidad, su dolor, su derecho a sentir libremente, a abrazarse a quién ellos quieran, sin que España entera lo tenga que constatar.
Si nos lo muestran, es porque vende, y si vende, es porque le gusta a la mayoría, y si le gusta a la mayoría, yo estoy enferma o soy inapropiada.