domingo, 25 de mayo de 2014

ALMUDENA Y EL WHATSAPP

El whatsapp se ha convertido en un fenómeno de masas. Si no lo tienes es mejor que te metas en una cueva y esperes a que alguien te eche comida. Pasarán mil cosas de las que no te enterarás y te perderás fiestas, consejos, risas y cotilleos. No sabrás que el novio de Micaela es pelirrojo y bebe cerveza, ni que el de Miranda tiene barba y fuma como un carretero. Cuando menos lo esperes te incluirán en un grupo y recibirás pitidos continuos hasta que al “último mohicano” le de por apagar la luz e irse a la cama, hecho que coincidirá con el despertar del primero del día siguiente, porque lo mejor del whats es que enlaza a unos con otros. Pasarás las noches escuchando silbidos de esos que te soltaban los albañiles allá por los años de maricastañas, me refiero a antes de que te pocharas y te volvieras invisible y sorda. A mi me viene bien el whats porque tengo tendencia a perderme en los aparcamientos y, cuando más desesperada estoy, hago fotos del coche “en el semisótano 2, zona amarilla, numero 300”, y las mando por whats a mis amigos, más que todo por si son capaces de ubicarme al regresar. Donde más fotos hago es en el Corte Inglés de San Chinarro porque es un poco esotérico. Bajas dos plantas para aparcar y subes cinco para salir del aparcamiento. He intentado recorrerlo a pie para ver dónde está el misterio y todavía no lo he logrado esclarecer. Pero volviendo al wahts, también están los que te quieren, los que no han salido el sábado, o los que te cuentan la peli que están viendo en la tele a tiempo real. Luego están los emoticones que resuelven una barbaridad. Cuando me iban a operar del corazón una amiga me mandó un emoticón que lloraba mucho. No sabe nadie, en un momento como ese, lo que consuela un emoticón llorando. Te sientes, cómo te diría yo, como si ya no te operaras, es un calor y una paz inenarrable. Cuando su marido la abandonó yo le envié una gitana bailando sevillanas. Ella no lo entendió, ni yo tampoco, pero ya no somos amigas. Sin embargo si pienso en le caso de mi prima Almudena, pues casi que lo prefiero. Son mejor unas cuantas frases hechas y miles de besos envasados a su voz chillona contando lo inteligentes que son sus hijos. Cuando me llama se cierra el mundo. Echó las cortinas y la escucho mientras se queman las judías, se espachurra la tortilla, se florece la ropa en la lavadora y se adormecen los niños en el sofá. Ella habla sin parar, va de una conversación a otra y opina de todo. No hay fin. Sus nietos, sus hijos, su perro y hasta su portero son “Honoris causa” y un poco “Eminencias”. Algunas veces me siento culpable por no llamarla. Pero no encuentro momento. Y así pasa una día y otro, y un mes y otro, sin cogerle el teléfono. Luego me entero de que le ha pasado algo y me entra la culpa. Por lo menos, si ella tuviera wahts, la cosa sería más llevadera. Estoy segura de que buscando, buscando, lograríamos encontrar algún emoticón vestido de “Honoris causa” y, la pobre, se desahogaría. No estaría mal, sobre todo ahora que he aprendido a silenciar los silbiditos. ¿No existirá un término medio? Con lo bien que iba todo antes del whats y de mi prima Almudena.

viernes, 23 de mayo de 2014

EL PROGRAMA PADRE Y LA LAVADORA





Mi tío Luis, cuando llegaba la época de Renta, ni se duchaba, ni se afeitaba. Extendía los justificantes encima de la mesa del comedor y hasta que la terminaba no podía molestarle nadie. Era un auténtico naufrago tributario. Durante esa temporada no quería ni verme, porque todo lo que le sonara a Hacienda le ponía de los nervios. Yo estaba segura de que pagaba más de lo que debía, pero jamás me permitió entrar en su santuario/comedor para que le echara una mano. Y él, con lápiz en ristre y goterones de sudor cayéndole por el bigote, rellenaba apartado tras apartado con meticulosidad de amanuense.
Ahora eso no es necesario, tenemos el programa PADRE, un programa hecho a las nuevas tecnologías y muy parecido a las lavadoras. Se mete la ropa blanca, de color o muy sucia y te abandonas a su santo criterio. Si luego te sale con manchas, teñida o a lunares, te aguantas porque no es fácil meterte dentro a husmear. No está programado para eso. Te resultará engorroso saber en qué momento del proceso se te ha colado el gazapo, y eso crea mucha ansiedad.
“A ver”, te pregunta el programa, “Quiere bajar los datos disponibles”. Y tú, que lo último que quieres es enfrentarte al PADRE, dices que no faltaría más. Luego haces algunos arreglitos que el programa no contempla, le das a la tecla y, por arte de birlibirloque, sale la cuota a ingresar. Es en ese instante cuando te llevas el soponcio del siglo. Vuelves a repasar punto por punto. Descubres que se te ha olvidado meter las desgravaciones autonómicas, que mira que te lo avisan en la parte de abajo de la página. No has dividido los ingresos y gastos por inmuebles arrendados y mil detalles de esos. Por fin vuelves a darle a la tecla y ves que la cantidad a ingresar es la misma, como si los arreglos no sirvieran para nada, o no hubieras dado al botón de reconsiderar. Entonces es cuando yo adopto la actitud de mi tío Luis y despliego justificantes, calculadora y demás arreos para empezar de cero.
Y como no quiero estresarme, suelo hacer la declaración por tramos, una vez terminados los ingresos de Trabajo Personal y analizadas todas y cada una de sus causas y resúmenes, guardo la declaración y repongo energías hasta el día siguiente o tres días más tarde, depende. Eso es lo que me ha hecho descubrir que de forma excepcional, para este año, el pasado y el que viene, nos han puesto un gravamen complementario con objeto de reducir el déficit. A mi me sale un pastón la bromita. No sé a los demás que, como han metido la declaración en la lavadora sin encomendarse a nadie, solo se sorprenderán de su elevada cuota a pagar. Como le ha pasado a mi asistenta que, la pobre, no da crédito y se pasa la vida pidiendo hora en la Agencia a ver si algún alma cándida consigue rebajársela. Y es que desconoce que nos encontramos en periodo de excepción durante tres años, quizá más, por lo del déficit. Saber que no solo hemos pagado las deudas del despilfarro con recortes y despidos, sino que además en el centrifugado largo del programa PADRE nos han colado otro gol, pues, la verdad, mosquea.

jueves, 22 de mayo de 2014

ENTRAR SIEMPRE




El cardiólogo me dice que no me meta en líos ni me lleve disgustos, y lo dice como si acabara de descubrir el crece pelos, con afabilidad, sonriente, como lo dice él todo. La enfermera me acompaña a la salida y me da golpecitos en la espalda. “Ya ha escuchado al doctor, nada de disgustos”
Subo al vagón del metro y encuentro a tres ancianos aporreando la puerta para salir. “No abren” grita uno. “Es que ya se han cerrado”, digo yo. Es evidente que no saben abrir la puerta y no pueden bajar. El resto de viajeros se mantienen en silencio. Yo intervengo. “Salgan en la próxima parada”. “Nos perderíamos”, gritan y continúan aporreando. Me levanto y les digo que hay un botoncito para hablar que… Ellos le dan al primero que ven, que, mira tú por donde, es la alarma. Se detiene el tren. Los pasajeros continúan en silencio y como si la cosa no fuese con ellos. Intento ayudar. Las puertas se abren y los ancianos salen despavoridos. El pitido de la alarma se vuelve ensordecedor y el tren permanece detenido. Llega por fin un tío vestido de naranja y pregunta qué ha pasado. No se escucha ni el zumbido de una mosca. Yo le explico que unos ancianos no podían salir en su estación y que han dado al botón equivocado… Se me encara. ¿Y por eso rompen el dispositivo? No, oiga, ellos no lo han roto, ha sido… ¿Y si ahora yo desalojo el vagón qué pasa aquí? De pronto un hombre grita: “Me han robado la cartera” Una mujer dice: “Tengo el bolso abierto”. El hombre de naranja me pide que lo acompañe. Pero, si yo… “Usted me acompaña, vamos que si me acompaña”
El tren sigue su curso, el cacheo ha sido inútil.
Salgo a la calle con el corazón disparado.
Regreso al cardiólogo. “¿Pero no le dije que no se llevara disgustos ni se metiera en líos? “Llama a una ambulancia, Felisa, que a esta no hay quién la cambie.

jueves, 15 de mayo de 2014

MALDITOS FUNCIONARIOS








En cierta ocasión nos invitaron a tomar una copa/cena en casa de unos amigo y, mientras el resto de invitados disfrutaba de lo lindo, el anfitrión me pidió que si no tenía inconveniente en revisar, así, por encima, su declaración sobre la renta.
Me pasó a su despacho y me mostró el impreso. Mientras a lo lejos escuchaba las risas y la amena conversación del resto de invitados, yo desbrozaba los diferentes apartados descubriendo que no le habían computado dos desgravaciones importantes que rebajaban bastante el resultado a ingresar. Tardé un buen rato en deshacer el entuerto del asesor, que por cierto, le cobraba una pasta y en negro, según me contó el anfitrión. Y mientras se deshacía en muestras de agradecimiento, entró en el despacho mi marido, abrigo en mano, y me dijo que nos marchábamos. Por lo que se ve, mientras yo sudaba la gota gorda para rebajar la cuota a ingresar del supuesto amigo, su mujer, entre cervezas y verdejo despotricaba de los funcionarios; vagos, con empleo permanente, innecesarios y chupópteros…
Menos mal que antes de marcharme me dio tiempo a borrar en el ordenador la declaración que le acababa de hacer, y decirle que teniendo en cuenta que los funcionarios éramos todos unos inútiles, lo mejor era no fiarse demasiado.
Me llamó varias veces, no porque le importara mi amistad, sino porque no sabía cómo rebajar su cuota.
Este hecho tan triste, esta actitud tan torpe, se repite con demasiada frecuencia en nuestra sociedad. No importa que unos políticos hayan saqueado las cajas de ahorro, no importa que estemos pagando con nuestra salud, nuestra educación, nuestro dinero y nuestros empleos, el rescate a las cajas de ahorros. Lo importante es que los funcionarios no se pueden quedar en el paro. No importa que haya enchufados en las administraciones a montones, no importa los miles de asesores contratados a dedo, los aforados, los sueldos y sobresueldos que se disfrutan los parlamentarios, las pensiones permanentes. No importan las obras innecesarias, no importan los aeropuertos, ni el dinero negro de empresarios y profesionales que va de aquí para allá. Solo importa que hay funcionarios que tiene el empleo permanente. No importa la oposición que tuvieron que sacar, la competición feroz que tuvieron que sufrir para cobrar un sueldo muy inferior al que se cobra en la calle por el mismo trabajo, un sueldo ridículo durante tantos años. Importa que no los pueden echar. No importa que paguen hasta el último euro de impuestos mientras escuchan el dentista, al fontanero, al albañil exigir el dinero en negro. No importa que los ingresos de este país están sufragados por empleados y funcionarios. Lo que importa es que no los puedan echar.
¿Qué sería de las viudas, parados, pensionistas y enfermos si no hubiera empleados y funcionarios pagando hasta el último euro de impuestos y cotizaciones?

miércoles, 14 de mayo de 2014

A VOLEO






En COU teníamos un profesor de latín que había escrito un libro infumable. Se titulaba “Brevísima recopilación de sintaxis latina”. Para nosotros, simplemente “la brevísima”. Y así como todos los que te van a soltar un rollo terrible, lo preceden de un “para no cansarte”. La brevísima solo tenía de breve su aspiración. Era tan incomprensible y larga que nos superaba.
El autor se llamaba don Froilán y nos obligaba estudiárnosla como si fuera “El Tractatus” de Wittgenstein. No podíamos entenderla, ni memorizarla, ni tragárnosla, por lo que se sucedían generaciones y generaciones de chuletas sobre ese enrevesado texto. Unos, los más virtuosos, hacían las copias a base de pequeños rollos de papel escritos en diminuta letra. En ellos cabía la obra entera con puntos y comas. El artilugio se desplegaba con ligeros empujoncitos del dedo índice y pulgar, y algunos ejemplares constituían verdaderas obra de arte. Si querías comprobar el amor incondicional de un compañero o compañera, solo tenías que pedirle que te copiara la brevísima para el examen. “Anda, venga, que no me da tiempo”.
Don Froilán que no veía muy bien, debía saber que había gato encerrado en nuestras brillante exposiciones e ideó un sistema para dejar fuera de combate a dos terceras partes de los alumnos. Consistía en lo siguiente: al cuarto de hora de comenzar el examen elevaba un dedo y, sin señalar a nadie en concreto, tan solo a una zona del aula, gritaba furibundo: “Uzte, uzte, uzte”. A partir de ese momento, los cuadernos, los rollos diminutos, los apuntes y hasta los libros escondidos bajo el pupitre, saltaban por los aires. Él aprovechaba el desconcierto para echar del examen a todos los descontrolados del lateral derecho. Al rato se dirigía al izquierdo, y por fin, al medio campo. Hasta que terminaba el examen y solo una tercera parte conseguían aprobar. No es que esos no copiaran, es que por su zona, o no había pasado el dedo acusador, o tenían los nervios de acero.
Aquello era un examen echado a suertes.
La historia de don Froilán ha venido a mi memoria por las noticias. No hace falta señalar a nadie en concreto, cualquier cosa que ocurra; una multa, un tropiezo, una presentación, una fiesta, lo que sea, hace aparecer por arte de magia, historias de trapicheos, obras engordadas, festejos inexistentes, concesiones de farolas, basuras o cursos inventados. Tan solo hace falta decir como don Froilán: “Uzted, uzted, usted”. Sin señalar a nadie, a voleo, para que salgan corruptelas por doquier.
Por lo menos don Froilán se quitaba a unos cuantos alumnos a base de señalar el vacío, pero estos tienen los nervios de acero y aseguran sin despeinarse que son inocentes, que ponen la mano en el fuego los unos por los otros y viceversa. Y pasa tiempo y más tiempo, y nosotros cada día con más presuntos y menos culpables mientras nos desangramos vivos.

miércoles, 7 de mayo de 2014

REDES Y MÁS REDES SOCIALES





Me he encontrado a mi vecino Vicente en el ascensor. Me crea ansiedad encontrármelo porque unas veces te cierra la puerta en las narices y otras se te come a besos. Una no sabe nunca dónde ubicarse. Hoy ha sido uno de esos días en los que no he podido evitarlo. Me ha dicho que iba al veinticuatro, y como mi edificio solo tiene doce pisos, al llegar al mío, me he despedido deseándole mucha suerte. Ha puesto el pie en la puerta y ha impedido su cierre. Luego me ha mirado fijamente y he pensado que la bromita me iba a costar cara. Se ha mantenido unos minutos con los ojos enfurecidos y clavados en mi nariz, pero de pronto ha cambiado su actitud y, con una sonrisa fuera de lugar, me ha pedido que le hiciera la declaración de la Renta. Como de entre todos los actos que de él me esperaba, era el más suave, le he dicho que sí, hombre, que en cuanto me trajera los papeles se la hacía. Y ha sido en ese momento cuando me ha contado que tenía una minusvalía del sesenta y cinco por ciento y que eso desgrava mucho. Le he felicitado, más que todo por lo contento que me lo ha contado. Pero enseguida se ha venido abajo y me ha explicado que su vida es un infierno, que se encuentra cepillos de dientes de Pokemón en su cuarto de baño y que no tiene ni idea de dónde pueden haber salido, también bandejas de coliflor, que odia. Dice que algunas veces se encuentra colgando del perchero de la entrada un batín de seda escarlata, y otras un uniforme de guardia civil. Me cuenta que le manda mensajes constantemente una tal Puri, y que no solo le dice que le quiere, sino que le llama Armando. “No sabes lo difícil que es vivir dos vidas. Y todo empezó en las redes sociales”, me ha dicho hecho polvo antes de emprender la subida al hipotético piso veinticuatro en busca de su certificado.
Me quedo preocupada pues desde hace un tiempo yo presento los mismos síntomas que Vicente.
El martes abrí Facebook y descubrí que había organizado un evento al que había invitado a un montón de gente que no conocía de nada. Quise borrar la invitación y no me lo permitió el programa por haber olvidado mi contraseña. “marianita” repetí una y otra vez, pero Facebook acabó anulando mi clave. “¿La quiere recuperar?”, preguntó solicito el programa. “Pues bueno”. “Dígame el nombre de su perro”. “Pero si no he tenido perro en mi vida”. “Ah, pues se siente”.
En Likedin me salieron ofertas de empleo para contorsionista y magia blanca. En twitter me propusieron okupar una casa abandonada en Patones de arriba a las siete treinta del sábado 22 con los de siempre. Intenté borrar todas mis cuentas en redes sociales pero ni mi contraseña "marianita", ni mi desesperado intento por recordar el nombre de un perro han obtenido resultado.
Acaba de entrar Vicente con el justificante de minusvalía, va envuelto en una capa de seda escarlata y sonríe. Se lo he contado todo y después de intentar varias veces darme de baja, me ha convencido de que lo mejor es que consiga otro certificado de minusvalía por personalidad múltiple. Dice que él empezó como yo y que ahora, mira tú por dónde, tiene desgravación fiscal.
Está convencido que con mis síntomas no va a haber problema.
Le ha salido la declaración a devolver y me ha invitado a Patones de arriba para celebrarlo. Dice que solo hay que subir hasta el piso veinticuatro, ponerse un uniforme de guardia civil y crear un nuevo evento en Facebook.
“¿Y lo del perro?”, le pregunto. “No te preocupes, también desgrava”.