Los tópicos cada día proliferan más. Cómo dijo alguien,
el que crea la primera metáfora es un
genio, el que la copia es un imbécil. Me sabe mal decir eso porque yo soy la
primera que me dejo llevar por los tópicos cuando no me viene algo a la cabeza.
“Venirse arriba o abajo”, es una expresión que me gustó la primera vez que la
escuché, me pareció original. “Tener la cabeza bien amueblada” por el contrario,
la encuentro un poco enrevesada, como
cursi. Lo de “te lo tienes que mirar” me repatea. Porque vamos a ver: ¿Me estás
diciendo acaso que estoy desequilibrada? ¿que solo un psiquiatra o psicólogo
podrá curar mi desvarío y que yo no te cojo por la solapa y te suelto cuatro
insultos bien elaborados porque soy mema? Pues sí, eso mismo te quiere decir
antes de soltar una sonora carcajada para humillarte.
Todos esos
tópicos me recuerdan a los piropos que tenías que escuchar en tiempo de piropos.
Eran tan repetitivos y nauseabundos que no llegabas a entender por qué no te
liabas a bolsazos. Y no lo hacías porque te diese vergüenza, sino porque no
tenías las tablas que se adquieren cuando ya nadie te requiebra, y te deja una
sensación de postgraduada en respuesta, que te amilana. Es como cuando te pasas
horas pensando en lo que le deberías haber dicho al que te insultó
sibilinamente. Una frustración, porque cuando encuentras la respuesta adecuada,
ya ni pega ni el idiota está a mano. Quizá
por eso mi tía Adelaida no me dejaba ir al cine sola con mis amigas. Decía qué
le mosqueaba tanto señor mayor viendo Peter Pan, que a esos en su pueblo se les
llamaba pervertidos, en vez de decirles que se “lo tenían que mirar”, porque
cada época tiene su forma de designar.
Una tarde se sentó a mi lado un hombre mayor y
Adelaida me dijo que me cambiara por ella, hecho que al hombre le hizo “venirse
arriba”. Quizá pensó que lo que Adelaida quería era ligar y le toco la pierna.
Adelaida, en vez de insinuarle que se “lo hiciese mirar”, le preguntó a voz en
grito; qué hacía esa mano encima de su muslo. Fue tan contundente que las luces
de la sala se encendieron y el hombre salió corriendo, supongo que porque “se vino abajo”, aunque lo
más seguro fuese que corriera para evitar que le aplicaran la ley de vagos y
maleantes que en esa época estaba muy en boga.
¿Es que no te
gusta que te digan piropos?, me preguntó un compañero de clase cuando lo
fulminé con la mirada. Pues hombre, como gustarme, me gusta, pero que lo hagas
rodeados de amigos, en medio del campus
y muertos de risa, no tanto. Y como tópico urbano, machista y bravucón, nada.
Menos mal que las mujeres vamos cogiendo tablas
conforme crecemos. Lo malo es que cuando estamos preparadas para contestar
hemos crecido tanto que ya no nos dice
piropos ni el loro de la esquina.
Mi amiga Clara liga por la voz. La tiene suave y
cantarina. La piropea por teléfono hasta el del taller de coches. “Cuando vaya
a recogerlo se va a llevar un chasco”, dice ella muerta de risa. Concepción, sin embargo, engatusa con el photoshop
en facebook. Carolina, que es más auténtica y sale a correr con zapatillas Nike
y cinta en la frente, se topó con un exhibicionista en el parque. Dice que se
quedó con su cara. ¿Solo con su cara? le pregunté intrigada. Pues sí, tenía
interés en saber qué aspecto tenía. ¿Cuánto tiempo le mantuviste la mirada?, le
pregunté. El suficiente para que “se viniera abajo” y se marchara.
Algo así era impensable en nuestra infancia. Solo la
inocencia nos hacía tomar medidas contundentes como la que tomamos en la parada
del autobús del colegio con uno que se apostaba tras una palmera y hacía gestos
raros. Un día lo rodeamos intrigadas. El hombre, al ver que tanta niña se
acercaba ilusionada a ver qué le pasaba, salió corriendo y no regresó jamás. Y
es que la educación sexual de la época tenía sus ventajas, y como más tontas no
podíamos ser, adoptábamos soluciones la mar de creativas. Algunas veces la
memez se mezcla con la excelsa inteligencia y te deja “la cabeza tan bien
amueblada” que acaba sorprendiendo al más retorcido.