Esta
mañana, cuando salía del cajero, se me ha acercado una señora para preguntarme
si me importaría sacarle dinero también a ella, que no se aclaraba, que no
tenía a quién acudir. En fin, me ha
extrañado su incondicional confianza, pero se la veía perdida, o por lo menos
eso es lo que aparentaba.
Era
una mujer comunicativa, eso es la verdad. Me ha confesado su edad, los hijos
que tenía, los nietos, dónde vivía y lo sola que estaba. No me ha contado dónde
guardaba las joyas porque yo no soy de mucho preguntar, pero estoy segura de
que si la dejo hablar me hace un exhaustivo plano. Luego me ha explicado que se
armaba un lío con eso de sacar dinero del cajero, sabe usted.
He
metido la tarjeta que con tanta confianza me había entregado, y cuando le he
propuesto que pusiera su número secreto, me lo ha recitado de tirón. Oye, una
memoria de elefante. Tan ingenua me ha parecido que he recelado; que si quién
será esta señora, que si la habrá contratado una banda de delincuentes revienta
cajeros para timar a los que nos acerquemos, que si a lo mejor es el jefe de la
banda disfrazado de viejecita. He mirado hacia todos los lados y cualquier
persona que pasaba me parecía sospechosa. Ha pasado un niño arrastrando una
cartera en la que cabía un cuchillo jamonero, un portero uniformado con las
bayetas entre las que podía esconder un puñal de hoja corta. Una chica con
pantalones demasiado anchos como para guardar un revolver del nueve largo. La
inocente anciana esperaba impaciente mientras yo preparaba mi huida atajando
por el callejón. Pero como una no está para ponerse a pensar delante de una casta
anciana, le he preguntado que cuánto quería sacar y me ha contado que se arreglaba
con cuarenta euros, porque en casa tengo mil más, pero en el altillo de mi
armario, y me da miedo subirme a la escalera. Ya sabe, los huesos a mi edad no
perdonan. Como viene mi hijo mañana, ya me los bajará él ¿sabe usted?
¿Quiere
realizar otra operación? me ha preguntado el cajero, ya tan mosca como yo. La
anciana me ha dicho que no, que para qué. Ni tampoco quiero resguardo, es un
incordio.
Pues
tenga su tarjeta, su dinero y su corazón en bandolera, que yo me las piro por si
su la banda anda merodeando.
Pero
no había banda, solo una mujer mayor, parlanchina, inocente y sola.
Menudo
peligro.