viernes, 5 de marzo de 2010

POR TU CULPA




Alberto Segura dormía plácidamente junto a su mujer cuando una pareja de la guardia civil entró en su dormitorio. Se despertó de pronto y al hacerlo no se fijó en que acababa de amanecer, ni siquiera en que era domingo. Tan sólo fue capaz de fijarse en aquel hombre, el más alto, el que se había parado a los pies de su cama. Y fue entonces cuando volvió a su memoria un pelo rizado, un bigote y una voz bronca. El hombre que permanecía quieto a los pies de su cama, no hablaba pero tampoco dejaba de mirarle. Amalia, su mujer, pegó un grito, y él, al escucharlo, se incorporó de un salto. De pronto se sintió incómodo con su pijama a rayas, la barba poblada y ese aliento que intuía hediondo. Sospechaba que tenía mal aspecto, y en un principio eso le preocupó bastante. Pero al observar al hombre detenidamente se dio cuenta de que no había agresividad en su expresión. De todas formas y a pesar de su falta de agresividad, estaba seguro de que no lo aprobaba, de que no aprobaba su aspecto, de que jamás lo aprobaría.
El pasado volvió a su memoria con tanta fuerza que se sintió de nuevo aquel niño. Todo había sucedido muchos años antes, antes incluso de que Amalia y él se casaran. Fue cuando al enviudar su madre, decidió comprar un gabán y un tricornio de guardia civil para colgarlos en el perchero de la entrada.
-De esta forma disuadiremos a posibles ladrones- había dicho ella- No se atreverán a robar a un guardia civil.
Él era todavía un niño, y poco a poco ese gabán y tricornio se envolvieron en fantasías infantiles. Así fue como aquellas prendas se rellenaron de pelo rizado, de bigote, y de voz grave.
Alberto llegó a odiar a ese padre imaginario que se introducía entre el gabán y bajo el tricornio para comportarse de forma autoritaria e intransigente. Y cuando dejó de estudiar para ocupar un oscuro puesto de mozo en una empresa, él se deshacía en insultos ante ese padre opresivo que siempre lo había dominado.
-Nunca me dejaste hacer aquello que yo realmente quería -le decía al gabán que colgaba del perchero-. Dejé de estudiar por culpa tuya. Claro, es fácil apoyar a un hijo que deja de estudiar. Un ahorro ¿verdad? No me obligaste y ahora tengo un negro porvenir por tu culpa.
Así fue como Alberto pasaba las tardes, sentado en la entrada de su casa mientras su madre se afanaba tratando de salir adelante con la exigua paga que le quedaba de viudedad.
Ella nunca conoció la relación de su hijo con el gabán de guardia civil que colgaba del perchero, pero trató de proporcionarle una vida decente. Por eso, aquella mañana en la que Alberto vio al guardia civil en su dormitorio, se le despertaron todos aquellos resentimientos dormidos, y se desahogó con aquel número que lo miraba. Una infinidad de reproches fueron saliendo de su boca mientras se ponía las zapatillas y se cubría con la bata.
-Jamás te comportaste como un verdadero padre conmigo -decía mientras se señalaba con el puño cerrado-. Ni una palabra amable, ni un cuento por las noches. Nada. Tan sólo rigurosidad y malos modos.
-Pero oiga, usted me está confundiendo -dijo el guardia civil mientras miraba de reojo al compañero absolutamente desconcertado.
Alberto se paseaba de un lado para otro de la habitación mientras su mujer lo miraba atónita.
-No, eso es muy fácil decirlo. No traemos hijos al mundo para abandonarlos. ¿Yo acaso te pedí nacer?
-Pues… -dijo el hombre rendido.
-Mi madre trabajó como una burra para sacarme adelante y ¿tú? ¿Dónde te encontrabas?
-¿Yo? -preguntó el guardia intentando comprender.
-No podía hacer nada. Era joven y no iba a ponerme a ayudarla. Tenía mis problemas.
-…
-Me casé -dijo señalando a su mujer que los miraba-. Y ni a la boda viniste. ¿Conoces a tus nietos? No, yo era poco para ti. Y ella también ¿No es cierto?
-Pero…
-No insistas ni trates de justificarte, porque aquí me tienes ahora, hecho un desgraciado, con un sueldo que no da más que para sobrevivir, con un porvenir frustrado. Y toda la culpa la tuviste tú. Tú y solo tú -dijo cayendo desfallecido en el silloncito azul que había al lado de la cama. Luego se tapó la cara con las manos y sollozó.
Su mujer aprovechó ese momento para preguntar:
-¿Qué es lo que está pasando aquí?
-Que su marido está fatal -dijo el guardia.
-¿Pero ustedes que hacen entrando en una casa sin llamar?
-Unos vecinos han encontrado a una anciana deambulando por la calle, iba descalza y en camisón. Nos dijeron que vivía aquí. Su puerta estaba abierta y...
-Madre ¿cómo se ha levantado tan temprano? -preguntó la mujer dirigiéndose a la anciana.
-¿Es familiar suyo, verdad?
- Si, es mi suegra, tiene Alzheimer.
Alberto seguía sentado en el sillón insultando en susurros al guardia civil que lo miraba de reojo.
-Un mal padre, eso es lo que fuiste.
-Hombre, tranquilícese -decía el guardia mientras preguntaba intrigado -¿Y a éste que le pasa?
-No lo sé, es la primera vez que lo veo tan mal. ¿Pero es que usted no lo conocía de antes?
-No. Además, cómo voy a ser su padre si soy mucho más joven.
-Siempre fuiste más joven, y más guapo, y más listo.
-Pero...
-Coartaste mi libertad y hoy no soy nada por tu culpa.
-Llama a un médico que la ha tomado conmigo -dijo el guardia a su compañero mientras trataba de calmar a Alberto.
La anciana se acercó a su hijo y lo abrazó, pero Alberto no dejaba de mirar cargado de rencor a ese guardia civil que tan culpable había sido de todas las desgracias de su vida

3 comentarios:

Unknown dijo...

muy bueno, Carmen. Te mueves como pez en al agua en este campo.
Se nota que es es el tipo de narración que más te gusta :-)
besos

leo dijo...

Madre mía. Un guardia civil al pie de la cama. Es una visión lo bastante pavorosa como para despertar incluso los traumas que no tienes. ;-)
Besissssssss, reina.

carmen dijo...

Tienes razón, Angel. Para mí el mundo es surrealista. No lo puedo evitar.
Leo, a eso se le llama un buen despertar.
Bessis