jueves, 18 de junio de 2009

Escritores contra escritores


Creo que los que escribimos no deberíamos opinar sobre otros escritores, así, en general. Es difícil, ya lo sé. Nuestros gustos y nuestras opiniones parecen bajadas del cielo, y contundentes, y magnificas, pero… Es que a veces se nos ve tanto el plumero, nos ponemos tan fantásticos y tan evidentes, que sería mejor que dejáramos las opiniones para nuestros amigos, nuestra familia, nuestro pequeño círculo de confidencias. Mira, Pepe, a mi es que “El niño del pijama a rayas”, me parece, cómo te diría yo, sobre valorado. Y Pepe se sube las gafas y dice que es una obra maestra, y tú entras en esa vorágine en la que lo que menos importa es el niño y su pijama, sino tu sesuda y doctrinal opinión, avalada por miles y miles de novelas leídas y cotejadas con grandes hombres del panorama literario. Vale, es tu derecho, como lo es el criticar el humor o el esoterismo. Pero subirte a un podio y decir que tu hablas de literatura con mayúsculas, pues qué quieres que te diga, da un poco de risa. Es como si dijeras: “Yo soy la literatura con mayúsculas, a ver si os enteráis escritores de pacotilla”.
No hay nada que despierte más mi prevención que un escritor opinando sobre otros en televisión, en la radio, o en un medio de comunicación. Y si para colmo generaliza, ya es que me muero de risa. No hay buenos narradores en España, ni buenos novelistas, ni buenos cuentistas, dice el mayúsculo. Toma ya. Siempre que escucho eso en boca de algún escritor siento como si a su alrededor se hubiera formado un gran espacio vacío, un cráter de santidad, un agujero negro de aislamiento. Es como si bajara con una barba blanca portando las tablas de la ley. Con el peso de la verdad cargado a sus espaldas. Una cosa tremenda, en serio. Luego lo sueño y todo.
El caso es que como ellos son narradores, o cuentistas, o novelistas, pues dejan muy claro su extrema superioridad respecto al entorno. Y ese escritor al que se le acaba de caer el Espíritu Santo en la coronilla, opina y sentencia. Nada, oye, malísimos. Luego bebe un sorbo de su vaso y se repantinga en su sillón ante el entrevistador.
Por qué no dejamos las opiniones para nuestros blogs, nuestros amigos, nuestro entorno más cercano, y a los críticos que hagan su trabajo, que para eso cobran. Aunque no estemos de acuerdo. Por lo menos, ellos no escriben y no aprovechan las críticas para echarse botafumeiro.











domingo, 14 de junio de 2009

FERIA DEL LIBRO







Ayer firmé en la feria del libro y estuvo muy bien. Bien por los amigos que se acercaron y estuvieron conmigo en la caseta, por las sorpresas que me llevé, porque últimamente me agarro con fuerza a lo que me gusta, y me agarré fuerte al momento. Mal por las ausencias que no esperaba y que ni se dignaron a contestarme. Bien por el cariño de los que sí me escribieron a pesar de no poder venir, de los que sí me recordaron, de los que sí me apoyaron. Bien porque mi corazón aguanta, bien porque me voy de viaje dentro de unos días, porque por fin me ha dado permiso el médico para zascandilear por San Petersbusgo. Bien por mi amiga Charo, compañera de colegio, que se enteró y compró tres libros para que se los dedicara a otras amigas de entonces. Bien por mencionarme que un día jugué al baloncesto y fui pívot, y que llevaba una camiseta amarilla con un siete a la espalda. Y bien por recordarme que aprovechaba los descansos para ir a comprar pastelitos de nata. Mal por el calor bochornoso, por tener e María Teresa Campos en la caseta de al lado. Bien por la cervecita de después, bien por los espontáneos que compraron el libro sin conocerme. Mal por los que ya no están y siempre me apoyaron. Bien por mis compañeras de trabajo que sufrieron el calor sin despeinarse. Bien por mi tertulia de ahora. Mal por la de antes. Bien por los mensajes de apoyo, bien por mis hijos, por los amigos de mis hijos, los amigos de mis amigos, mis compañeros de clase de novela, de relato.
Y bien, muy bien por la editorial, por darme esa oportunidad de saber que no estoy sola.

miércoles, 3 de junio de 2009

ESTADOS DE ÁNIMO




Unas horas antes de su muerte, a las doce de la noche del día de su santo, Juan Valero decidió escribir una carta de despedida a su amada. Una carta póstuma. Había ido al cuarto de baño, había sacado todas las pastillas del armario y las había ido poniendo en la mesa de la cocina por colores, por tamaños y por densidad. Pensó que la mezcla de barbitúricos, aspirinas, vitaminas, jarabe para la tos, y ginebra, iba a ser suficiente para acabar con toda esa desazón que le oprimía.
Poner fin a su vida después de que Milagros se hubiera marchado con ese hombre; el maestro, como ella lo llamaba, era lo más lógico. Sabía que no iba a ser capaz de sufrir la humillación de despertarse cada mañana sin ella. La mujer que había ocupado el centro de su vida hasta ese momento, le había dejado por un profesor de griego. Un hombre de letras, ilustrado. El hombre que le iba a declinar día tras día el verbo “Lío”. Ese verbo tan raro que se escribía en otro alfabeto. El que le iba a hablar de Agamenón y de Aquiles noche tras noche mientras ella se fuese bebiendo a sorbitos lentos su coca cola con ginebra. ¿Cómo iba a continuar viviendo después de eso? ¿Cómo iba a poder levantarse por las mañanas sabiendo que Milagros estaría desayunando café con magdalenas mientras el hombre de letras le podría estar recitando los versos más hermosos de la Iliada o la Odisea?
Su muerte, después de todo, no sería más que una trasgresión a la normalidad de sus vidas. Les recordaría que no hay felicidad posible si se monta sobre la desgracia ajena. Sólo su muerte lograría hacerles saber que él había sufrido. Confiaba en que a partir de entonces las vidas de ellos no iban a poder ser más que un continuo recuerdo de su fechoría.
Y fue entonces cuando se le ocurrió la idea de escribir esa carta.
Mientras buscaba folios se imaginó a Milagros desencajada cuando la llamara el juez para darle la noticia. “Ha dejado una carta para usted. Una carta póstuma”, le diría. Imaginó su expresión de dolor. Y a él, al maestro, mesándose los cabellos al darse cuenta de que su felicidad se había truncado por culpa de ese hecho tan luctuoso. Diría algo, en latín o griego, claro, cuando la viera echarse a llorar desconsolada, porque comprobaría que a Milagros después del dolor le venía el resentimiento, y después la culpa. Y es que ella se acusaría de no haberlo sabido comprender, de haber sido cruel. ¿Acaso tú, maestro, hubieras sido capaz de quitarte la vida por mí como lo ha hecho él? le preguntaría. Y él, no sabiendo qué responder, se alejaría cabizbajo, derrotado y hundido. Seguramente en ese momento comprendería que ya nunca iba a poder ser feliz con esa mujer eternamente enamorada de un espectro. Y con esa esperanza comenzó a escribir: “Son las doce de la noche del día de mi santo. Me voy, Milagros. Me voy porque no podría soportar un día más sin sentir tus piernas enlazadas a las mías mientras dormimos. Ni podría verte agarrada del brazo de ese hombre que te encandila. Comprendo que no puedas amarme pero debes entender que yo sin tu amor, tampoco pueda vivir...”
Cuando repasó lo escrito hasta ese momento pensó que la palabra encandilar a lo mejor se escribía con hache. Que ella se había marchado con su profesor porque lo admiraba, y no iba a escribir una carta póstuma llena de faltas de ortografía. De esa forma lo único que iba a conseguir era confirmarle que él no era más que un patán, un inculto
Se fue a buscar un diccionario y encontró la palabra encandilar, pero también encontró otras muchas que le gustaron. Encontró engaitar: que significaba engañar con promesas y con palabras artificiosas, embaucar. Y pensó que era correcta, ¿Qué había hecho ese hombre con Milagros si no eso? La palabra le pareció rotunda. Y continuó mirando el diccionario por la misma letra. Y encontró engibar: Hacer jorobada a una persona. Y decidió que sería una buena idea utilizarla. Puso que era mejor que muriese porque si no, a lo mejor le pegaba una paliza al maestro que lo dejaba engibado ya para toda la vida, y que él no se podía hacer responsable de lo que un estado de ánimo le impulsara. Luego miró engolillado: chapado a la antigua. Y escribió que ese engolillado no se merecía a una mujer como ella. Y que lo que pasaba era que ella nunca había sido capaz de quererle, y que lo que había hecho era engarbullarle, porque se había enterado de que eso significaba enredar.
La carta póstuma tuvo varios borradores; un montón de folios arrugados se encontraban desparramados por el suelo. Sentado en la silla de la cocina, envuelto en la bata de dormir, y con la única compañía del ruido de la nevera, fue buscando una tras otras las palabras que mejor expresaban su estado de ánimo. Y fue corrigiendo la ortografía, y trató de mejorar la redacción. Buscó después un libro de lengua, y probó a variar las frases, hacerlas más largas, cambiar de lugar el sujeto. Intercaló palabras homónimas, homófonas, y parónimas. Y así, casi sin darse cuenta, llegó el amanecer y se sintió agotado. Volvió a leer la carta, y se dio cuenta de que aquello era un galimatías que había acabado por no significar nada, por lo que decidió irse a dormir.
Ni siquiera se acordó al acostarse de que le faltaban las piernas de Milagros. Es más, pensó que quizás en el fondo era una suerte poder acostarse solo en una cama tan grande. Abrió las piernas ocupando todo el espacio disponible, y llegó a la conclusión de que menos mal que se le había ocurrido escribir esa carta póstuma, porque de no haber sido así, a lo mejor lo hubieran descubierto a la mañana siguiente “exangüe”, ¿o…quizás tan sólo “extinto”?

lunes, 1 de junio de 2009

DESTINO


Ayer salió la noticia:
Una nueva técnica cura la arritmia cardiaca más común
lun may 25 13:24
Uno de nuestros médicos colaboradores, el Cardiólogo
José Luis Ameriso junto con otros médicos argentinos han realizado con éxito una intervención mini invasiva para curar la fibrilación auricular paroxística, la arritmia cardíaca más común.

Pienso en el destino. Hace un año me iban a practicar una ablación coronaria porque no mejoraba de la fibrilación. Tenía hora con el cirujano y hasta día para la intervención. Pero éste decidió esperar, un poco más por si acaso, dijo. La medicación fue haciendo su efecto y se controló. Ahora una nueva técnica me da esa oportunidad que creí perdida. ¿Qué hubiera pasado si el cirujano no decide esperar un poquito más para ver si…? Ahora ya no tendría solución, mi corazón ya no actuaría sin ayuda, dependería de un marcapasos sustitutivo, y de una medicación para toda la vida.
Ahora tengo esa oportunidad, un noventa por ciento de probabilidades de curación.
Quizás sea el destino o vete tú a saber qué, pero lo cierto es que pendemos de un hilo, de un momento, de una pequeña decisión. ¿Y si esperamos a ver?