sábado, 29 de noviembre de 2008

PREMIO CERVANTES


Le han dado el premio Cervantes a Juan Marsé. Me parece bien, aunque al escuchar su nombre no puedo evitar acordarme del revuelo que se armó cuando le dieron el premio Planeta a María del Pau Janer.
Tengo una enorme empatía y en cuanto presencio una humillación pública, lo paso fatal, como si me la estuvieran haciendo a mí. Es duro eso de la empatía porque no solo se deben portar bien conmigo sino también con los que me rodean. Por eso no me gustan las “pelis” violentas, esas en las que el malo es torturador y la sangre corre a borbotones. A mí, no sé cómo explicarlo, hasta me duelen los puñetazos del Far West. Y si a uno le arrancan un ojo, inmediatamente me sale un orzuelo. Es un mal rollo tener empatía, muy malo. Y no quiero ni contar lo que ocurre cuando la “peli” va sobre los campos de exterminio. Entonces ya es que adelgazo por ósmosis.
Pero a lo que íbamos, Mari Pau me da lo mismo, ni siquiera he leído nada de ella. Sé que es periodista y que eso da salida a sus novelas y pasta a las editoriales. Un negocio “cultureta”, vale. Pero el revolcón que le dio Marsé a la pobre chica me dolió en el alma. Tuve que apagar la tele y todo. Porque ganar un planeta con las consecuencias económicas y mediáticas que ello implica, y que te lo chafen, es terrible.
Sí, ya sé que ningún escritor que se precie lo debería ganar teniendo en cuenta la catadura de los premios (según Marsé, claro) que por cierto, fue ganador del Planeta 1978, igual que Cela con sus Planeta, Nobel y Cervantes.
Pero en fin, y sin que salga de aquí, creo que se me enamoraría el alma si me sorprendieran con cien quilitos de las antiguas pesetas (que tampoco entiendo muy bien a qué viene eso de “antiguas”, como si hubieran nuevas pesetas) pero eso ahora no viene al caso. Lo que quiero decir es que ese premio Planeta que supone escaparates atestados de ejemplares, colas a rebosar de lectores, y libros envueltos en bandas de general, no le sirvió de mucho. Porque Mari Pau, lástima de hija, tuvo que soportar, con el premio y los aplausos recién extrenados, el rapapolvo de un Marsé recién caído del guindo planetario, e indignadísimo ante el ataque que se le había hecho a la buena literatura, la que se escribe con mayúsculas y letras doradas. Una obra de ínfima calidad, decía mientras se rasgaba las vestiduras después de haber sido jurado un montón de veces y no desconocer el asuntillo.
La verdad, movía a compasión: Mari Pau llamando vejete a Marsé, y Marsé tembloroso e indignado, afianzándose en la injusticia y en la literatura espoleada.
Hoy es él el homenajeado.
Te deseo suerte, Marsé, y espero de corazón que nadie te estropee tu merecido premio.

sábado, 22 de noviembre de 2008

ROBO


No tengo ni idea cómo se produjo todo, la verdad. Tenía que hacerme una prueba de cuello. Era una especie de escáner en la que comprobaban de qué forma llegaba la sangre a mi cerebro, si fluía bien, si se estrechaban las arterias. Eso por lo menos es lo que me explicó el médico. Había acudido a su consulta porque sufrí un mareo en el trabajo. No fue un mareo de esos en los que se pierde el conocimiento y te entra angustia, fue más bien que al levantarme perdí el equilibrio, como si estuviera borracha. Traté de volver a sentarme y sentí que de nuevo controlaba mi cuerpo. Pero en cuanto intenté incorporarme la habitación se puso a dar vueltas y más vueltas. El techo se confundió con el suelo y las paredes se me echaron encima. Fue algo desconcertante. Va a ser de cervicales, apuntó un compañero.
Ese fue el motivo de que visitara a un traumatólogo y acabara ante el dichoso escáner. Creo que se llamaba doppler. Un doppler de cuello, me había explicado el traumatólogo.
Después de embadurnar con un líquido gelatinoso mi cuello, la doctora me pasó un aparato en forma de mango de ducha sin dejar de observar la pantalla. Una figura gris, informe, una especie de medusa gigante se movía lentamente, y de vez en cuando la atravesaba un líquido rojo, como un río intermitente.
-¿Es la sangre? –pregunté. Y ella, sin dejar de observar la pantalla asintió.
Resultaba algo chocante ver como la sangre acudía de forma rítmica a mi cerebro a través de un tic tac, como si fuera un reloj. Tic, medusa gris, tac, el río rojo fluyendo hacia arriba. Tic, tac, de nuevo. El río seco, el río rojo. La doctora continuaba mirando fijamente la pantalla mientras merodeaba por mi cuello con ese extraño mango de punta redonda.
De pronto tuve la sensación de que en cualquier momento ese liquido rojo podría dejar de fluir, de que podría pararse. Era tan frágil. Ese ir y venir me desconcertaba. Como si el impulso que lo ponía en movimiento fuese puntual, aleatorio, o quizá tan solo caprichoso ¿por qué no? Tic, tac. Continuaba la medusa en la pantalla.
Me dieron hora para recoger los resultados una semana más tarde.
-A partir del lunes, de ocho a tres y de cuatro a siete –dijo la enfermera como si estuviera cansada de repetir lo mismo a cada momento, en ese decir constante, sin interrupciones. Tic, tac.
Una joven se acercó a la enfermera para preguntar si la quimio podría influir en el resultado de las pruebas.
-Si la doctora no lo ha valorado, es porque no hay problema. La pruebas se recogen de ocho a tres y de cuatro a siete. Tic, tac
Al salir entré en una cafetería, me senté en la barra y dejé el bolso en el suelo. Todavía rondaba en mi cabeza, ese tic, tac que me conectaba a la vida, a ese camarero, a un café. Una mujer se encontraba a mi lado leyendo un libro de hojas finas, una especie de bíblica con tapas de piel. Llevaba un cigarro en la mano. Estaba sentada junto a ella, tenía delante un gran ventanal que daba a una calle transitada. El semáforo que se ponía en rojo a cada momento, y eso ocasionaba continuos atascos. Debí perderme en ensoñaciones porque sin que me diera cuenta ella había desaparecido, la banqueta estaba vacía y mi bolso ya no estaba en el suelo. De pronto no tenía nada. Me había quedado sin dinero. Le aconsejaría que anulara las tarjetas de crédito, dijo alguien. Suelen ser muy rápidos a la hora de gastar, dijo otro. No podía hacerlo, no tenía el móvil. Nadie se ofreció a prestármelo. Las llaves de mi casa, del coche, las tarjetas de crédito, el talonario de las medicinas, mi tarjeta sanitaria, el justificante para recoger la prueba a la que me acababa de someterme. Ni siquiera el carné que me identificaba. Los números de teléfono de mis amigos, de mi familia, de mis compañeros. No me los sabía de memoria, todo lo que me identificaba se encontraba en el móvil, en el bolso, en papeles que se podían perder. Alguien que leía una bíblica podía sustraer y llevarse con ello mi identidad. Miré a mí alrededor, un mundo de seres extraños y desconfiados apartaban la vista. Se concentraban en su consumición. Sentí una gran sensación de soledad, necesitaba que alguien me ayudara, me prestara su móvil, me diera unas monedas para telefonear, o para subir a un autobús que me acercara a una comisaría. Estuve meditando un buen rato cómo hacerlo, pero cuanto más meditaba las caras de mi alrededor más difícil me parecía, como si nadie tuviese mirada.
El mundo se tornó muy triste, muy vacío. Me decidí a pedirlo abiertamente, a pedir unas monedas, un móvil, cualquier tipo de ayuda que me permitiera acercarme a una comisaría. Había pensado que quizá una o dos personas me echarían una mano, ellos habían visto mi desconcierto ante el robo. Cómo podían dudar ahora de mí.
Estuve unos cuantos minutos hablando en alto con el camarero explicándole mi situación, pidiendo a gritos una ayuda para salir del apuro en el que me encontraba, mirando de reojo y esperando. Nada. No me atreví a esperar más pues me entró miedo de que alguna de aquellas personas que ahora me miraba con recelo, pidiera a los camareros que me echaran del local. Me había convertido en una posible timadora, una sin techo, una pedigüeña. No tenía dinero, ni móvil, ni carné que me identificara.
Volvió a mi memoria el río que fluía, la sangre que llegaba a mi cerebro de forma intermitente, esa que podría dejar de fluir en cualquier momento, como mi carné, como mi móvil. Como si al marcharse esas pequeñas cosas hubieran cambiado tu ser. Tic, tac. Me fui andando, anduve varios kilómetros hasta una comisaría. Allí me tuvieron esperando tres horas para poner la denuncia. No me miraron bien, no señor.
Así se había vuelto mi mundo de pronto, hostil, intermitente, frágil, como un río que fluye o no, dependiendo del impulso.
Se aprende mientras se vive aunque no sé si eso sirve para algo.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Los agelastas


Milan Kundera en su discurso sobre la novela. “La novela y Europa”, nos habla de un proverbio judío que dice: El hombre piensa y Dios ríe. Y añade que le complace pensar que el arte de la novela ha llegado al mundo como eco de la risa de Dios. Y la explicación que él encuentra, es que cuanto más piensa el hombre, más lejos está del pensamiento del otro. La verdad se le escapa.
Nos comenta en su discurso como Rabelais utilizó la palabra agelasta, de origen griego, y que quiere decir: el que no ríe, el que no tiene sentido del humor. Él detestaba a los agelastas. Les temía. Se quejaba de que los agelastas habían sido tan “atroces con él” que había estado a punto de dejar de escribir y para siempre. Como jamás han oído la risa de Dios, los agelastas están convencidos de que la verdad es clara, de que todos los seres humanos deben pensar lo mismo, y de que ellos son exactamente lo que creen ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime de los otros, cuando el hombre se convierte en individuo. La novela es el paraíso imaginario de los individuos. Es el territorio en el que nadie es poseedor de la verdad.
Y por último nos define lo que él llama la sabiduría de la novela. Todos los auténticos novelistas están a la escucha de esa sabiduría suprapersonal, lo cual explica que las grandes novelas sean siempre un poco más inteligentes que sus autores. Los novelistas que son más inteligentes que sus obras deben cambiar de oficio.