miércoles, 9 de julio de 2008

UN SILLÓN DE OREJAS









(imagen: Margarita Diaz Leal)

Desde hace una semana vivo con un sillón de orejas, uno de esos sillones que te dan masajes y que simulan el campo o la playa. Es una gozada. Fue bastante difícil decidirse. En la tienda había muchos, y todos ellos te trasportaban a la felicidad. Unos a través de masajes eróticos, y otros de masajes simplemente. Los había que hasta te contaban cuentos antes de dormir. Todos tenían algo que los hacía únicos e irrepetibles. El dependiente me aconsejó que los fuera probando sin prisas. Uno a uno, señora, que así se hará una idea de lo que le conviene.
¿Una idea de aquello? era dificilísimo. Algunos eran de lo más decorativos, con diseños vanguardistas. Mi prima Paula fliparía con éste, pensé. Pero una vez flipada mi prima ¿qué iba yo a hacer con un sillón en el que no te puedes sentar sin clavarte su belleza por las costillas?
Yo necesitaba uno que se acoplara bien a mi cuerpo, que me diera conversación, que no se despistara en cuanto trasmitían un partido de fútbol.
Necesitaba un sillón que fuese fuerte y al mismo tiempo confortable. Algo mitad y mitad, que supiera mantenerse en su sitio ante mis constantes faltas de autoestima, que me levantara el ánimo y la moral. Pero, al mismo tiempo, que fuese capaz de tirar de mí en cuanto comenzara a perder pie, cuando me elevara. Y que después, cuando ya hubiera logrado bajarme de lo alto, me arropara dulcemente y me mostrara la realidad muy despacito, así, casi sin darme cuenta. Para que no me asuste, le dije. Entiéndeme bien, por muy pesada que me ponga, por muy lejos que me veas volar, debes hacerme bajar con cuidado ¿sabes? Si no, menuda gracia.
Su maquinaria chirrió un poco pero luego volvió a sonar plácida y complacida. Yo continué con mis exigencias. No debes permitir que me marche por cualquier cosa, a la primera de cambio. Debes retenerme aferrada a tu tapicería. Necesito mucha paciencia. Lo mío no es fácil, lo sé. Me mantendrás agarrada durante un tiempo, hasta que se me pase esa necesidad innata de salir corriendo, de huir.
Todo eso le dije, y también le advertí de las dificultades.
Estaba de acuerdo. No es que me lo dijera, pero se lo noté en el tono que iba tomando la tapicería, él también estaba deseando salir de esa tienda absurda, de competir con tanto sillón confortable.
Pedí que me lo prestaran. Solo por un día, le dije al dependiente.
Llegó un lunes. Me senté y él me acogió con un poco de frío y un poco de expectación. Las habilidades del sillón eran enormes. Hasta trajo una mosca que zumbaba a mí alrededor cuando lo ponía en posición; “campo”. Era muy veraz, es cierto. Pero la prueba de fuego llegó por la noche, después del telediario. Me había cansado de él, había pasado la tarde probándolo y ya no lo soportaba ni un minuto más. No encontraba la postura adecuada, me pinchaba todo el cuerpo. Siempre igual, con su mosca o sus masajes. Intenté levantarme y sus brazos cedieron. No hizo nada por evitarlo, y yo me dirigí a la cama derrotada. Igual que todos, pensé.
Ya estaba cerca de la puerta, dispuesta a cerrarla para ir a mi habitación, cuando se interpuso en mi camino. Me obligó a sentarme de nuevo. Fue brusco, es cierto, pero en cuanto me tuvo en su regazo, acaricio mi cuerpo con sabiduría, me masajeó los pies y acunó mi espalda. Frotó las pantorrillas y mimó mis sienes. Intenté evadirme, dejar de pensar, imaginar un mundo más allá. Pero él me trajo de nuevo al salón, a mi casa, a mi vida. La tele decía cosas horribles, pero él me sirvió un güisqui en tonos rosados y yo me dejé llevar.
Me fui durmiendo lentamente, arrullada por sus enormes orejas, sus brazos fornidos. Y mientras dormía, sus pausados masajes fueron arrancando los malos sueños, las expectativas inútiles, los recuerdos amargos, las humillaciones y los rencores. Apretó con sus brazos toda esa basura y la pisó como se pisa a una cucaracha, con asco, con desprecio.
Después ya no recuerdo más, tan solo sé que aquella mañana, al despertar, zumbaba una mosca a mí alrededor, y se escuchaba el suave arrullo de las fuentes, y el trinar de los pájaros, y el crepitar de las ramas de algún árbol, y … bueno, todo ese rollo del que se habla en los libros malos.