miércoles, 31 de julio de 2013

PRUDENCIA


Me hace gracia la cantidad de veces que nos piden prudencia.

No juzgue a la ligera, nos dicen. No se precipite, nos sugieren desde todos los medios de comunicación. Presunto, oiga, solo presunto. Imputado no quiere decir condenado, téngalo en cuenta.

Pues, la verdad, debo ser un poco simple, pero si a mí  me dicen que un tren ha descarrilado por ir a 190, cuando la velocidad exigida era de 80, pues cómo le diría yo, me arriesgo a decir que el conductor, si no ha tenido ningún problema de salud, es un poco…, ¿temerario?  Si además la catástrofe ha sido de la envergadura que hemos visto, pues me arriesgo un poco más y digo; “¿No podía haber tenido más cuidado?”

No es que quiera hundirlo, pero juzgar que ha cometido un acto de tremenda  irresponsabilidad al contar que “mira tú que gracia, voy a 190 cuando tendría que ir a 80”, pues oiga, sí.

De la misma forma, si me dicen que el máximo directivo de una entidad bancaria, que por la responsabilidad que lleva su cargo cobra un dineral, ha dejado que se hunda  hasta  el extremo de tener que ser rescatada por todo un país.( No se les olvide, no por un gobierno, sino por un país,  con sus casitas, sus pueblos, sus jubilados, sus dependientes, su sanidad, su educación, sus empresas…)  Pues yo voy y lo juzgo. Ya ve usted. No sé en qué se gastó el dinero, ni por qué dejó que se dilapidara  tamaña cantidad, pero lo que nadie me puede negar es que era el máximo responsable, y a los máximos responsables se les pide cuentas por su labor o por las de sus  colaboradores. Más que todo porque lo llevan en el cargo y en el sueldo.  Sobre todo si su país ha tenido que hacer recortes para levantar lo que él dejó caer. La justicia valorará hasta que punto alcanzarán  sus responsabilidades, pero que tengamos claro que ese hombre no se puede ir de rositas, que la inculpación es cuestión de tiempo, y que los ciudadanos tenemos cabeza para darnos cuenta de qué va la cosa. Eso ni lo duden.

Ni prudencia en el decir, ni mandangas para hacernos callar, que nos está saliendo demasiado cara la prudencia que nos piden.

viernes, 26 de julio de 2013

QUE ME PILLE VALIENTE





La tragedia de Santiago ha traído a mi memoria otra, la del 11 M. Recuerdo que aquella mañana, al subir al autobús, encontré a  un hombre que  hablaba compulsivamente. Había logrado escapar de aquel infierno  y todavía se encontraba en estado de shock.

“Cuando vi la dimensión de la valla, me pareció increíble que yo hubiera sido capaz de saltarla”, explicaba tembloroso a los pasajeros,” No sabíamos hacia dónde dirigirnos, Corríamos de un lado para otro porque en cualquier lugar podía explotar otra bomba”.

“¡Qué horror!”, repetía y se tapaba la cara con las manos.

El relato de aquel hombre se me  quedó grabado. Cuando vi la cantidad de gente que permaneció en los andenes para ayudar a los heridos, imaginé lo mal que lo pasaría al ver la TV, al darse cuenta de lo mucho que corrió para huir del caos, y a los muchos que dejó sin atender. Imagine también lo difícil que debe resultar en esos momentos   tomar decisiones. ¿Somos cobardes o valientes?  Pues quizá depende. Depende del momento, de la situación, de lo que veamos, del miedo.

La valentía en algunas ocasiones tiene que producirse antes, mucho antes de la tragedia, en frío.

En cierta ocasión, un conductor de autobús articulado, cargado de pasajeros, se picó conmigo porque lo adelanté, y él, para asustarme, me adelantó  por la derecha y luego por la izquierda, se acercó mucho, y luego se alejó. Así estuvo un buen rato. El autobús articulado se desplazaba peligrosamente de un lado para otro, pero él continuaba queriendo castigarme.

 Le tomé la matricula y lo denuncié a su  empresa, pero no me hicieron ni caso. Posteriormente escribí una carta al concejal de transporte, y otra a la empresa con copia a cada una de ellas. En las denuncias les decía  que un conductor no se comporta de esa forma  una sola vez en la vida, que esa actitud es el resultado de una forma de ser,  y que de su forma de conducir depende la vida  de un buen número de pasajeros, por lo que si en un futuro se producía un accidente por conducta negligente y temeraria de ese mismo conductor, la responsabilidad caería a cargo de la empresa y del concejal por no haber tomado medidas a pesar del aviso.

 Las cartas fueron entregadas por registro.  Y ahí, sí. La empresa acusó recibo y se deshizo en explicaciones. Había tomado medidas.

Quizá de no haber puesto el dedo en la llaga, es posible que ese conductor  hubiera seguido  transportando pasajeros de un lado para otro,  picándose con los conductores y asustándoles sin mirar las consecuencias. Hubiera podido ocasionar  una catástrofe similar a la producida en Santiago, y los responsables de la empresa se hubieran ido de rosita.

Y es que ser valiente en plena tragedia, tomar medidas cuando el horror ya ha llegado, parece ser más fácil que ser valiente antes,  adelantarse y evitar que se produzcan estos hechos.  

No es habitual, aunque pueda ocurrir, que alguien actúe de forma temeraria un solo día en su vida.   No es habitual que sus jefes no conozcan los malos hábitos de sus empleados, o sus desequilibrios. Lo que sí es habitual es mirar hacia otro lado a la hora de tomar decisiones.  Despedir  o dar de baja a un empleado, con las consecuencias familiares que eso conlleva, resulta difícil, no lo niego. Sin embargo, si  por evitar esos males se consiente la tragedia, la responsabilidad es del que la permitió.

Cuántas “doctoras Mingo”, habrá por los hospitales, cuántos pilotos haciendo vuelos transoceánicos con  desequilibrios diagnosticados,  cuántas personas con permiso de armas arrastran una enfermedad mental o una visceralidad preocupante, cuántos jefes han hecho la  vista gorda ante casos flagrantes por no comprometerse, por un…, que lo haga otro.

No sé si se trata de valentía o firmeza, pero hay empleados que no deberían tener la vida de otros en sus manos, y jefes que no merecen serlo.  
Por eso solo pido un deseo: que llegado el caso, me pille valien

lunes, 22 de julio de 2013

TATUAJES IMBORRABLES


                                     



Últimamente estaba un poco obsesionada con los tatuajes. Se han puesto de moda y no logro entender el motivo.

Algunos son grandes, otros, pequeños, incluso los hay que  ocupan la totalidad del cuerpo.

Indago en internet y leo que el diseño, el color y el tamaño, dicen mucho de la personalidad del que se lo hace. Un ancla, por ejemplo, refleja estabilidad, un ángel, que la persona necesita protección, y el dragón, un carácter explosivo. Así podríamos continuar con la mariposa, la estrella, el puñal, la rosa…

 Mientras dedicaba la mañana a encontrar tatuados  por la orilla del mar, he descubierto uno inexplicable. Se trataba de un hombre con el tatuaje de un rostro encima de la tetilla izquierda. Quizá fuese algún familiar, pero lo importante, lo que de verdad me ha llamado la atención, ha sido el talante que había mostrado el modelo mientras lo plasmaba el artista. Era alguien metido en carnes y en años, con labios finos, apretados, el pelo ensortijado y corto, un rostro que parecía a punto de pegarte una bofetada. El dibujo de su cara ocupaba el noroeste del torso desnudo del hombre. El escaso tiempo que he tardado en cruzármelo me ha impedido escrutar la desasosegante imagen.

Le he seguido, y mientras lo hacía con la clara intención de sobrepasarle y topármelo de nuevo, me he dedicado a elucubrar sobre el instante preciso en que el artista plasmó a su furibundo modelo, y la de tiempo que le debió durarle el cabreo para no cambiar su expresión hasta la finalización de la obra.

De pronto el hombre tatuado se ha dado la vuelta, y entonces sí, entonces lo he podido ver con nitidez. Era Bárcenas, y la restauración sin lugar a dudas había corrido a cargo de doña Cecilia, la misma que restauró el “Ecce Homo”.

 El hombre se ha dado cuenta de mi interés y ha apurado la marcha para ocultarme su imborrable tatuaje. El calor era insoportable, mi cansancio infinito, y los síntomas de insolación empezaban a dar sus frutos  cuando lo he visto desaparecer bajo el sol tórrido del medio día, entre patines y sombrillas, impregnado de ese rostro ya permanente, negándose a mostrarlo, atrapado en el.   

En la siesta se me ha aparecido la imagen en el techo de la habitación, me ha hecho un corte de mangas y ha cambiado de color, de siglas, de himnos. La imagen de Aida Alvarez, de Filesa, se intercambiaba con la de Bárcenas, Gurtel, Sepulveda...  Parece un sueño pero no debe serlo porque por el aire surca los cielos una avioneta que despliega una pancarta con la leyenda:

 ”Indulto a los tatuados de todos los colores, de todos los signos, de todos los tiempos”. Y como firma: una abeja.  

sábado, 13 de julio de 2013




                            MENUDA JUSTICIA



Ahora resulta que el juez Elpidio José Silva acumula sanciones disciplinarias, tantas que podría ser expulsado de la carrera judicial. Figuran en su expediente dos faltas muy graves por las que el Consejo General del Poder Judicial intentó en 2008 jubilarle por incapacidad, pero no prosperó. Resulta también que está pendiente de que se resuelvan otros dos expedientes que le supondrían la expulsión de la carrera. Está acusado por las resoluciones dadas,  así como por la desconsideración con los funcionarios de su juzgado.

Abogados que han tramitado asuntos en su juzgado  describen su conducta en la sala de audiencia como “poco equilibrada” “Hace valoraciones subjetivas,  a veces alterando y traspasando los límites de su función jurisdiccional”.

En sus más de dos décadas de ejercicio como juez, ha sido sancionado en otras tres ocasiones aunque el supremo anuló dos de ellas. “Todas las sanciones las batalla, y llega hasta el final” asegura una fuente  del Consejo. (No pueden con él)

De ser esto cierto ¿no da un poco de miedo?

 Era desconsiderado con los funcionarios de su juzgado, los llevaba de cabeza, juzgaba a la pata la llana. Y solo lo hemos descubierto gracias a que se le ocurrió imputar a Blesa, que si no, a estas horas estaba haciendo de las suyas sin problema.

 ¿Nos tenemos que enterar el resto de españoles de que jueces que tienen la vida y la libertad de personas en sus manos, están fatal de los nervios?  ¿Es esto normal o habría que exigir responsabilidades por mantener en su cargo a ese juez?  ¿Hay más cómo ese? ¿Nos los tenemos que tragar con patatas fritas hasta que tengan a bien meter en la cárcel a alguien que no guste para enterarnos de su nefasto currículo? ¿Es realmente tan nefasto su currículo, o es que  quieren salvar a Blesa

 Pero… ¡cómo nos toman el pelo!

jueves, 4 de julio de 2013

ANTÓN CHEJOV


Acabo de leer “Pabellón nº6” de Antón Chejov. Y a pesar de ser una incondicional admiradora suya, no había leído ese relato hasta ahora.

Chejov es el maestro del cuento, del realismo, de la sugerencia.

En sus obras parece que no está pasando nada. Todo discurre sin grandes sobresaltos, como en la vida de cada uno de nosotros. Y a pesar de haber sucedido en otro tiempo, los sucesos, las conversaciones, las escenas, la evolución de la historia, nos resultan familiares. De alguna forma comprendemos lo que está sucediendo en esas minúsculas vidas, aparentemente sin importancia, pero que esconden todas ellas grandes trascendencias y grandes dramas. Y lo más importante es que al terminar nos quedamos con un regustillo amargo. ¿Qué ha pasado realmente? ¿Qué ocurrirá a partir de ahora? Intuyes que después de lo narrado, nada volverá a ser igual para los personajes.

Cuenta ese pequeño momento en la vida de las personas en las que hay un vuelco, un giro, un antes y un después. Sugiere con habilidad. No hay grandes finales. La grandeza está en encontrar ese instante sin que casi se note.

 Lo han imitado muchos autores norteamericanos, los llamados minimalista.

Raymónd Carver. Ernest Hemingway, Dorothy Parker, Flanery O´Connor, Richard Ford y tantos otros.

Un suceder de los hechos descritos con minuciosidad que esconden la tensión, o mejor dicho, la gran explosión silenciosa.

Este relato que acabo de señalar, sin embargo, me ha parecido menos sugerente que otros, mucho más traumático. Un médico débil, un loco lúcido, una amistad, y tras ellos un decorado mediocre, oscuro. La medianía con esa atmosfera agobiante y cerrada que la caracteriza, rodeando a los personajes.

Como todos sus relatos me ha enganchado desde el principio. Uno nunca sabe por qué se extiende tanto en la descripción de algunos personajes. Pero sabe que no debe perderse ni un dato, que antes o después lo comprenderá. Se habrá extendido en favor de la atmosfera, o para subrayar al final, pero con Chejov uno tiene la sensación de que nada es palabrería.

Yo resumiría este cuento con la frase: “No estamos tan lejos de la locura. Todo lo que le ocurre a un ser humano es susceptible de ocurrirnos a nosotros, es mejor no juzgar.  

Chejov era médico y escritor. Decía que la medicina era su mujer legal y la escritura su amante. Que cuando se aburría de una acudía a la otra. Todo escritor sabe que esa es la relación con la literatura. El encuentro con algo sorprendente, ilusionante y muy difícil de atrapar, algo que te deja exhausto y feliz, pero de lo que no puede uno fiarse del todo. Algo tan excitante que te obliga a descansar tu cabeza en “la legal” para no perder el sentido,  para no depender solo de aquella, tan caprichosa y voluble.