martes, 29 de diciembre de 2015

QUÉ LÍO CON MAS






Mi madre, cuando veía una tienda ubicada en la mejor zona de la ciudad en la que no entraba nadie, me decía en susurros mientras me obligaba a cruzar de acera: “Eso debe ser una tapadera. Con lo caro que está aquí el alquiler, no se mantendría”. Yo entonces imaginaba que tras del señor aburrido que leía el periódico en el mostrador, habría un pasadizo secreto que conduciría a  un destartalado sótano lleno de telarañas en el que se escondería un negocio de trata de blancas, venta de armas, juego, tabaco, drogas, material de la URSS o vete tú a saber qué. Ese, pensaba, era el motivo de que cruzásemos de acera, para evitar que pudiésemos ser sorprendidas por un tiroteo  o fuego cruzado.
Quizá por esa imaginación que me inculcó ella, ahora veo tapaderas por todas partes. Y eso me está ocurriendo con Artur Mas. Lo veo como una  de aquellas  tiendas en las que el hombre aburrido leía el periódico, mientras en un desván plagado de telas de araña se organizaban tratos incomprensibles, oscuros e inimaginables para nosotros.  
Porque así, de lejos, y sin entrar en detalles, Mas es conservador, se supone que aglutina en su electorado a la burguesía catalana. Sin embargo se alía con un movimiento de izquierda republicana y anticapitalista para conseguir la independencia de Cataluña, vale. Admitiremos que los caminos de Dios y los compañeros de viaje son en ocasiones inescrutable. Pero que después de las elecciones, y porque necesitan unos cuantos votos más para lograr su independencia, se alíen con un movimiento, no de izquierda radical, sino antisistema, que sus votantes de toda la vida, conservadores ellos, estén tan contentos y que además los antisistema también traguen, ya empieza a mosquearme. Que al ser asamblearios necesiten los votos de todos, y éstos resulta que quedan en tablas, me mosquea más. No estamos hablando de seis contra seis, sino de mil quinientos quince contra mil quinientos quince (despreciando los decimales). Todo porque uno se fue a Murcia que si no, desempatan (aunque no sé a favor de quién). Pero todavía hay algo más extraño: mientras los votantes conservadores ven venir a la izquierda radical con gafas Ray-ban y polos de Ralph Lauren sin inmutarse, los antisistema dicen que bueno, que todo sea por la independencia, pero que al que no quieren es a Mas. Y Mas, que por lo primero que mira es por su pueblo, por sus electores y por su Cataluña, dice que no se va ni de broma. Que ahí se queda hasta que regrese el de Murcia, y que si Cataluña se va a pique él no mueve un dedo. Y tanto los de su partido, como los de izquierda republicana como los de la cup, no le ponen de patitas en la calle y comienzan su andadura independentista sin problemas. Y no es que a mí me gustara eso, pero dada la ilusión con la que se han unido las fuerzas más contrapuestas que existen, la renuncia de Mas es lo más ¿no?   
Mi madre tenía razón, o ahí hay gato encerrado o los catalanes todavía no han analizado concienzudamente al líder que quieren poner para dirigir su proyecto. Yo, por si acaso, cambio de acera porque puedo terminar entre fuego cruzado que soy de Alicante y lo mismo me pillan.



domingo, 27 de diciembre de 2015

FELIZ LECTURA



Veintiséis de diciembre. Sigue siendo Navidad, pero menos que ayer. Estas fiestas tienen por costumbre recordarme que he añadido un año y un kilo a la contabilidad de mi vida.
Cae en mis manos una poesía de Walter Savage Landor.

 “Al cumplir los setenta y cinco años”

Contra nadie competí, pues nadie lo valía.
Amé la naturaleza, y amé también el arte.
Me calenté ambas manos ante el fuego de la vida;
Ahora se va apagando y estoy presto a marcharme.

Lejos de deprimirme estos versos me han devuelto la ilusión. A los setenta y cinco todavía podré  amar la naturaleza, el arte, buscar mi propio camino, porque al ser solo mía la senda, no cabe la comparación ni la envidia.
Me marcho al parque a andar para ver si bajo el kilo. Me sentaré luego a leer para ver si pierdo el año. Leeré algún poema que me caliente ambas manos ante el fuego de la vida porque tengo  necesidad de  conocer  cómo soy, cómo son los demás y cómo son las cosas. Acercarme a los otros y a mí misma, para sentirme menos sola, menos rara, menos mayor.

Feliz Navidad a los que os asomáis a mi rinconcito transilvano.  


miércoles, 23 de diciembre de 2015

MI PADRE Y LOS ELECTRODOMÉSTICOS















Se acerca la Navidad y me habían ofrecido una demostración para comprar un robot de cocina. Dicen que la cena me la iba a ver hecha, que era sencillísimo de usar y limpiar, que  de esa forma pasaría más tiempo con los míos. Muy navideño todo. Sin embargo no pude negarme a la visita,  no en vano estamos en tiempo de recuerdos.
A mi padre le gustaba la electrónica. Creo que más que gustarle, le apasionaba. En cuanto veía un aparatito nuevo en el mercado, perdía el norte. No importaba que fuese un transistor, un reproductor de sonido, una tostadora, un cuchillo eléctrico o un mecanismo para hervir huevos. Teodoro, su proveedor de cosas innecesarias, solía venir los viernes y siempre traía un artilugio electrónico. En cuanto mi padre escuchaba sus pasos por la escalera, le abría la puerta la mar de ilusionado. Nos visitaba habitualmente y siempre traía algo recién salido al mercado, un nuevo descubrimiento científico y casero que hacía sus delicias.
Y así era nuestra vida, lo mismo aparecía con una jaula que contenía un pájaro de pega, capaz de entonar los melodiosos gorjeos graves y agudos, dulces y animados de un jilguero, de un canario, ruiseñor o petirrojo (todo dependía del interruptor que presionaras), que con una pitillera de rayas blancas y azules, que cuando apretabas un botón salía un solo pitillo acompañado por los acordes de  la marcha Radetzky.
 A mi me gustaba su afición, todos los hermanos habíamos heredado algo de su apego por los aparatos, pero mi madre se desesperaba.
“Ni se te ocurra sacar esa pitillera delante de mis amigas”, le decía furiosa ante la sorprendente aparición del pitillo musical.
Transcurrían de esa manera los días en mi casa, con descubrimientos continuos de las más altas tecnologías. Fuimos los primeros que tuvimos en nuestra cocina un microondas de tamaño enorme, también dispusimos de una inmensa pantalla efecto lupa para la televisión, diseñada más para grandes espacios que para nuestro pequeño cuarto de estar, lo que ocasionó que nos tuviésemos que agrupar en el extremo más alejado de la pantalla para que no nos lloraran los ojos.
Pero lo más gordo ocurrió la mañana que visitamos una feria de muestras en Murcia. Había un charlatán que vendía un robot de cocina de la época. Metía cuchillas, sacaba zumos; metía tomates, sacaba ensaladas; metía plátanos, sacaba batidos; ponía hielo, salía nieve. Mi padre estaba embobado, y aunque mis hermanos y yo tratamos de apartarlo de semejante tentación, regresamos  a Alicante cargados con la dichosa batidora y miles de artilugios que la acompañaban.
La verdad es que el vendedor era experto en aparentar que el funcionamiento era sencillísimo. Te daba la sensación de que si metías  una pastilla de caldo Avecrem lograrías sacar una gallina en pepitoria. El problema surgió al llegar a casa. Mi madre dijo que eso no entraba en la cocina, nosotros la convencimos y nos estudiamos el libro de instrucciones para quitar hierro al asunto. Pusimos cuchilla tras cuchilla. Pero la verdad es que sin aquel avezado vendedor, el funcionamiento no resultaba tan sencillo. No logramos más que elaborar miles de engrudos de diferentes sabores y colores. Lo peor fue lavar las dichosas cuchillas que lo acompañaban. No había quién despegara las pieles de las frutas, ni de las verduras, y el dichosos robot acabó arrinconado en el cuarto trastero junto con el jilguero de pega, el microondas, la lupa de la tele y la pitillera Radetzky.
Unos meses más tarde vimos en la feria de Alicante al mismo vendedor tratando de colar la batidora mágica a los viandantes. Continuaba a lo suyo, metiendo ingredientes y sacando suculentos platos, pero mi padre que no estaba dispuesto a perdonarle la estafa, se colocó frente al estand y gritó que todo era una patraña, le contó a todo el que lo quisiera escuchar que aquello no servía para nada, que limpiarlo era imposible. Se montó un buen lío y tuvimos que sacarlo de la feria para evitar que el hombre lo denunciara por afrentas.
Ayer vino la vendedora, quería hacerme una demostración de cómo funcionaba una nueva versión del robot culinario. Hablaba deprisa como el de la feria: metía cuchillas, sacaba cebolla caramelizada; metía huevos, sacaba suflé; metía zanahorias, sacaba sopa de verduras.
Era un prodigio, una maestría, un auténtico cerebro alimenticio, pero no lo compré por su recuerdo. Estoy segura de que él jamás me lo hubiese perdonado.






jueves, 17 de diciembre de 2015

CUANDO TE AMARGAN EL DÍA



                                    






Hoy es el día de la salud mental y quizá ha sido por eso, por lo que he tenido encuentros en la tercera fase. La primera ha sido con el carnicero de la esquina. No soy clienta, eso es verdad. A lo mejor es por eso que me la tiene jurada. Solo le compro cuando tiene croquetas de espinacas. No las hace él, pero son riquísimas. Y por no ir de acá para allá, he aprovechado para comprar carne picada. “Quiero carne picada” le he dicho,  “medio de magro y medio de ternera”, he continuado.  Pero  él, hombre hecho  a corregir, se me ha quedado mirando y me ha respondido que me faltaba algo por decir.  Vamos, que me había expresado mal y necesitaba una matización. ¿Algo? Le pregunto extrañada. Él mira a la clientela, sonríe, deja  pasar unos segundos sin apartar sus ojos resecos de mi cara, y yo me azoro. “No sé a qué se refiere”, le digo un poco avergonzada. “Me refiero a que le falta decirme algo, ¿a que sí?. Pienso si lo que quiere es que le diga, cariño, pichurrín o cualquier nimiedad que de esas que se dicen ahora para no parecer seco. “Sí, le falta decirme... "medio qué”. “Ah, ya comprendo,” le digo enfurecida. “Me refería a medio litro de magro y medio kilometro de ternera”. Se descompone un poco y yo continuo. Le digo que mejor lo dejamos porque ya no sé si quiero medio quintal de magro y medio centímetro de ternera, o quizá tan solo una hectárea de magro y media milla de ternera. Está confuso y aprovecho para decirle que me conformo con las croquetas y que volveré a casa a pensar qué busco realmente en esta vida. Los clientes han formado corro a mi alrededor y yo decido que ya no quiero ni siquiera las croquetas de espinacas.
Nada más salir de la carnicería escucho la conversación de dos señoras que al parecer han quedado para merendar.  Acaban de encontrarse y una le pregunta a la otra si prefiere sentarse en la terraza de la cafetería a pasar frío o merendar  dentro. A lo que la amiga contesta que no importa, que dónde ella quiera. “Lo digo porque como fumas, tendremos que sentarnos fuera ¿no?” Estoy enfurecida por lo del carnicero y me entra el impulso de aconsejarle  a la que fuma que deje a la amiga empantanada y regrese a su casa. Hago cuatro o cinco respiraciones de yoga, porque a mí ni me va ni me viene, y continuo hasta el metro.  Tengo hora en el médico y al entrar en la sala de espera, saludo. No hay ni un alma que me responda. Me entran ganas de coger por el cuello a la que tengo más cerca y preguntarle si me ha escuchado saludarla.  Imagino la que puedo montar y cojo una revista en la que sale Antonio Banderas que por lo visto ha decidido reinventarse. No sé lo que significa, pero mientras me entero, me voy calmando.
Mi marido me recibe  con una manzana pocha encima de la mesa. Es su forma de decirme que hasta se me estropea la fruta. Decido que no tengo hambre y me voy  a la cama para leer el periódico. La Cup quiere declarar la republica independiente de Cataluña, va a privatizar los bancos, las empresas, y todo lo que se mueva. Decido dormirme para que pase pronto este aciago día. Sueño que me pierdo, cojo un taxi y me cobra tres mil cuatrocientos euros de la consulta  a mi casa. Llamó a la policía, pero el taxista les cuenta que es una carrera de Oviedo a Madrid,  que lo puede demostrar con el cuenta kilómetros.
Me despierto con taquicardia. Ya es el día siguiente. Ha pasado el día de la salud mental pero la Cup sigue diciendo que ni Europa ni narices, que aquí se coloca un muro y a embargar.
¿Me despertaré  algún día?


martes, 15 de diciembre de 2015

"EL FUNGIBLE"





Hay cosas que piensas que son inalcanzables. Quizá porque no es algo que te suceda habitualmente. Por eso, y sin querer, lo das por imposible.
Pensar que el chico más guapo, ese que acaba de llegar al grupo, se va a fijar en ti, sacar un sobresaliente en un examen, que te toque algo en un sorteo, escribir una novela, que una editorial importante te publique, sentarte en una caseta en la Feria del libro a firmar ejemplares. Ni siquiera era consciente de que algún día, ya mayor, descubriría mi afición por la escritura. Son asuntos que no te planteas. Te intriga saber cómo lo habrán conseguido los demás, es cierto, pero no te atreves a ir más allá en tus sueños.
Me pasaba la vida preguntándome qué escribían en los exámenes los que sacaban sobresalientes. “Es que soy una dispersa, es que no me esmero” me decía dándome explicaciones. Hasta que un día vi que mi papeleta de Civil uno tenía una “S”. “Ya está”, pensé, “Me han suspendido. No lo entiendo”.  Hasta que me di cuenta de que lo escrito en esa papeleta era nada menos que “Sobresliente”. Por fin. Había llegado mi primer sobresaliente, como también llegó el chico guapo que se fijó en mí, y me tocó algo en un concurso, y me entró el gusanito de la literatura, y me llamaron de una editorial de prestigio. Fue entonces cuando confirmé que los sueños se cumplen. No cuando tú quieres, eso es lo malo, pero sí en un momento determinado, quizá en el que se tenían que cumplir. A veces llegan muy escalonados en el tiempo, y otras todos juntos, de golpe, como empujándose. Y a mí se me cumplió mi sueño de conseguir un premio literario reputado, un premio al que se habían presentado mil doscientos manuscritos. Cuando me llamo Celia para decirme que había quedado finalista en el premio de novela corta “El  Fungible” estaba en una cafetería de la playa y me pedí un vermut, porque puestos a que exista una primera vez, esta era la adecuada para echar un lingotazo.
La primera vez ocurre y sabe a vermut, a la sensación infantil de tirarte por un tobogán recién pulido, al reencuentro con una amiga de entonces, a los brazos de tu padre cuando te cubre una ola, sabe a todo lo bueno que no vas a olvidar nunca.
Se cumplían muchas expectativas la tarde de la entrega de premios, aunque ya había empezado a saborear la ilusión desde mucho antes, Celia se encargó de ello. Cuando me la presentaron me pareció conocerla de toda la vida, luego me presentaron al ganador del premio de novela corta Javier Sánchez Lucena y a  los premiados en relato Lola Morales Ruiz, ganadora y Alberto Carreño Carrascosa, finalista. Disfruté con sus discursos. Fue un placer conocer a mis admirados escritores Soledad Puértolas y Luis Mateo Diez, escuchar a un Alcalde comprometido con la cultura de un Ayuntamiento que puede presumir de ser el que más libros vende en Amazón, por delante de Madrid y Barcelona, que cuenta  con un 80% de lectores habituales, y a los que el Ayuntamiento sabe dar respuesta con sus cuatro Mediotecas, con las que dedica el mismo empeño a la ciencia y al arte. Porque sin creatividad no hay avance, y sin avance el hombre seguiría en las cavernas.
Me gustó el discurso de Alberto Carreño pidiendo que no desaparezcan las humanidades de los planes de estudio. Las humanidades nos enseñan a pensar, a llegar un poco más lejos con nuestras dudas y nuestra imaginación, a no tener miedo a dar un paso que otros todavía no han dado. Porque con preguntas Fleming descubrió la penicilina y Einstein publicó la teoría de la relatividad y tantos otros que no se conformaron con utilizar lo ya sabido, sino que avanzaron por preguntones, por curiosos, porque los habían preparado para ello. Utilizaron ese lado derecho del cerebro tan loco pero tan necesario para el avance humano.
Fue una tarde estupenda y os animo a todos a presentaros a un premio importante,  bien dotado, serio, y con un jurado de tanta envergadura, porque los sueños se cumplen, solo hay que dejarlos entrar en tu imaginario, luchar por ellos, hacerles un huequecito y esperar a que se materialicen en esa primera vez que sabe a tanto.
Gracias a Luis Mateo Díez, a Jorge Eduardo Benavides y a Soledad Puértolas por ser los gigantes literarios que son, al Alcalde Ignacio García de Vinuesa y al Concejal de Educación y Cultura Fernando Mártinez por implicarse en el desarrollo intelectual y lúdico de Alcobendas, a Celia García Gaitán por hacernos sentir tan a gusto durante todos estos meses, y, por supuesto, a mis compañeros de letras, ganadores y finalistas, por esos textos fantásticos y esa ilusión y juventud que los llevará muy, muy lejos.