Es Nochebuena, busco la cristalería
de mi madre para doce. Entonces éramos ocho y los tíos. Ahora solo quedan seis
copas de agua, siete de vino y casi todas las de licor. Pero da lo mismo,
porque ya no somos ocho sino cuatro, y
además ya no nos reunimos, nos hemos multiplicado y cada uno se reúne con su
propia familia, la nueva, la que hemos creado con los años.
Sin embargo yo, en Nochebuena, no
logro olvidar a la vieja, a la de entonces. Solo por un ratito, mientras saco
la cristalería y observo los vasos, miro la mesa de mi infancia con doce copas.
Mi madre cuadra la mesa como si cuadrara un balance.
¿Mamá, esta noche nos gusta todo? Preguntarán
los mellizos porque son los pequeños, y se sacrificarán en aras a la perfección
de la mesa, de los cubiertos, de los vasos, de las fuentes. Y mi madre dirá que
sí, porque es Nochebuena y nadie tiene que sacrificarse ni siquiera por la
perfección. “No hay suficientes copas pero lo arreglaremos.”
Mi hermano Carlos, como es el mayor, trata de sacar el corcho a una botella. Me cuentan los mellizos que a una
prima le saltó un ojo porque le golpeó el tapón. Me escondo bajo
la mesa. “Eso son tonterías”, dice mi madre. Explota un cohete que ha traído el
tío Paco, está lleno de regalos y de confetis. En el centro de la mesa hay tres
pajaritas que he hecho en el colegio con papel de plata, sirven para poner
velas dentro. Mi madre las coloca en el centro y yo se lo agradezco. Sé lo
importante que es para ella que todo salga perfecto y mis pajaritas dejan mucho
que desear.
A mi padre le ha tocado la pedrea
pero ya no le queda nada. A base de regalar a todo el mundo, ha tenido que
poner dinero de su bolsillo. Ha regalado al portero, al frutero, a mis tíos...
Todos tenemos regalo menos él, que ahora tiene que pedir adelanto. Pero eso no
importa porque le encanta obsequiar. Se le ha quedado olor a musgo, a turrón y
a acebo. Acaba de llegar del mercadillo. Trae nueces, dice que son de La Vera,
e imita al vendedor entonando un soniquete mientras toca la zambomba: “Son de
La Vera, de La Vera son”
Voy limpiando las copas, las seis
copas que quedan, el resto se han ido rompiendo de tanto usarlas, de tanta
Navidad, de tanto hermano, sobrino y
cuñada.
Ya no está el lote completo, dicen
mis hermanos cuando nos repartimos los recuerdos. Pero no importa, porque yo
las quiero más que nada en el mundo. Quiero mi Navidad de entonces, un trocito
de recuerdo para guardar en un armario, abrirlo solo un día al año y quitarle el
polvo. Porque sé que cuando saque las copas veré a mi padre con la zambomba, y
al tío Paco con el cohete, veré las pajaritas envueltas en papel de plata
y a una prima con parche en el ojo. Y
por un momento, solo un instante, el que invierto en limpiarlas, ellos
regresarán, y los mellizos seguirán siendo dos, no como ahora que Kiko se ha
marchado dejando cojo a Javier, y a mí, y a todos.
Quiero los vasos y mis recuerdos. Quiero a
Kiko y a Carlos, quiero a mis padres. Quiero recordar a mis tíos lanzando
cohetes.
Voy limpiando las copas que quedan.
Se han ido rompiendo de beber con ellas, de usarlas, de risas y zambombas, de tanto recuerdo.
Y ahora me faltan copas y me faltan
ellos. “Son de la Vera, de la Vera son”, canto a mis nietos, acompañada de una zambomba, porque quiero que algún día, alguno de ellos, mantenga en sus manos
la última copa cargada de recuerdos y piense en mí, porque entonces yo pensaré
en aquellos y todos regresaremos para vivir en el recuerdo.