Esta
mañana ha desapareció el fondo de pantalla de mi ordenador, era una foto que
hice el verano pasado de un ocaso en la Albufereta. En su lugar se había
colocado el Gigante de Yosemite.
Me extraño
tanto que quiero volver a colocar la mía
y no la encuentro. Busco en Iphoto, un programa
del Mac al que por fin le había cogido el tranquillo, y descubro con un
disgusto tremendo que no me queda ni una sola foto de las que tenía guardadas.
Se han borrado los eventos, los pases de diapositivas, los recuerdos, las
películas y los proyectos.
Llamo
a Apple, me conectan con el servicio técnico y me explican que han
cambiado el programa, que ahora se llama de otra forma. ¿Y mis fotos de toda la
vida? No sé qué decirle, me explica una chica muy simpática y con entera
dedicación pero completamente liada. Abra Finder, ciérrelo. Abra Movie, ciérrelo.
Abra escritorio, ciérrelo. Aplicaciones, Preferencias del sistema, Time
Machine… Porque Mac tiene eso, que a programas raros no hay quién les gane.
Después de pasarnos una hora intentando encontrar los archivos sin éxito, me
ofrece la posibilidad de ponerme en contacto con un técnico especializado. Sí,
por favor, le digo a punto de echarme a llorar.
El
técnico se llama Gerardo, tiene acento cubano y es un muy agradable. Me pide permiso
para entrar en mi ordenador, y lo dice de una forma que es como si me invitara
a una copa en su casa después de cenar. Le doy permiso y, mientras conectamos
por teléfono, aparece su rastro en forma de flecha. Me va guiando por todos los
programas habidos y por haber. No encuentro las fotos perdidas pero sí otras ya
olvidadas, algunas que ni sabía que existían, casi todas de hace por lo
menos veinte años. Yo en un castillo medieval con el pelo rubio y los ojos
azules (debe ser alguna prueba que hice con photoshop allá por el mil
novecientos noventa y algo), otra encima de una roca la mar de seductora, o con
diez quilos menos y biquini de lunares en la playa. Un recorrido por el
pasado más remoto, interesante pero inútil. No son esas las fotos que he
perdido, le explico a Gerardo que cada vez que encuentra una se pone más
contento. Yo creo que le gusta la rubia de ojos azules o la del biquini de lunares porque no me permite quitar las foto, tan solo me sugiere que las
minimice mientras continuamos buscando. No le digo que son del año de maricastaña
para no quitarle la ilusión. Con su flecha y mi obediencia hemos hecho un
barrido a mi Mac que han salido hasta excursiones del 90, relatos sin
acabar, hojas de Excel de cuando hice la obra de la cocina. De pronto se nos
abre un icono de Flas Player que no conseguimos hacer desaparecer. A penas nos
descuidamos mirando una foto antigua, emerge en el escritorio el dichoso icono cual
afrodita del mar Egeo. Ya está instalado pero no desaparece. Arrójelo a la papelera, me pide de palabra, y con la
flecha me indica cómo hacerlo. No lo entiendo, me dice Gerardo contrito. No
aparecen sus fotos. Yo tampoco lo entiendo, le contesto juguetona. A estas
alturas me he dado cuenta de que su voz se ha vuelto cada vez más sugerente. Su
tono es inversamente proporcional a la antigüedad de las fotos que emergen
de los archivos. Cuanto más antigua es la foto, mas sugerente se torna su voz. Recupero
la cordura y le digo que debemos continuar en nuestro empeño sin dispersarnos. La
flecha me indica dónde debo buscar, qué debo borrar y qué mantener. Gerardo, un
hombre paciente donde los haya, va modulando su voz hasta hacerse cavernosa y suave, como la de Rhett Butler cuando se enfada y coge en
brazos a Scarlett
O´Hara para darle un beso de tornillo o subir por la escalera con ella en brazos (no me acuerdo).
Gerardo no ha logrado encontrar ni una sola foto
del álbum pero ha entrado en mis más ocultos archivos. Después de dos horas de
paciente búsqueda se ha rendido. La flecha se ha quedado un poco pocha y me ha reconocido
que los archivos se han perdido, que lo siente, que esas cosas no suelen ocurrir
pero qué le vamos a hacer. Me ha
aconsejado que a partir de ahora guarde en un disco duro toda la información y
se ha despedido muy cariñoso. Lo he sentido, la verdad, después de dos horas compartiendo
información reservada, voz cavernosa, halagos y encuentros con el pasado, le he
cogido mucho cariño.
Estoy de los nervios contra Appel pero no me
atrevo a denunciarles por si se la carga Gerardo, y a ese que ni me lo toquen.
Luego
he entrado en Facebook para olvidar, y he descubierto que habían colgado una
foto antigua, de mi fiesta de fin de carrera. No se me ve muy pasada de rosca porque
está tomada de cerca, pero ya no soy esa. He recibido miles de “me gusta”, y
algunos comentarios muy halagadores de personas que no me conocen de nada pero
que son amigos de amigos. “Terminar la carrera da mucha seguridad en estos
tiempos aunque te tengas que ir a trabajar a Alemania”, dice uno. “Que no”, escribo,
“que no sé de dónde ha salido.”
Me
ha entrado un mosqueo tremendo. Explico a los amigos de Facebook que no he
terminado la carrera, que la terminé hace mil años. Pero no
importa porque siguen felicitándome.
“Será
que has puesto en la biografía algo sobre aniversario”, me escribe mi sobrino. Abro
la biografía, la leo de cabo a rabo y no encuentro nada que les permita coger
mis archivos y colgarlos cuando les venga en gana. Me entra un cosquilleo. A
ver si ha sido Gerardo que ha abusado de mi confianza al darle las llaves de mi
ordenador. Estoy por llamarlo y decirle "Devuélveme mis llaves, traidor". Me contengo, no quiero
entrar en ansiedad porque luego dejo de respirar y la lío. Busco en mi muro y descubro
una nueva intromisión en mi biografía. Han colgado un evento en mi nombre para acudir a la
presentación de un libro en Cortijuelo. No conozco el libro, ni
siquiera he estado nunca en Cortijuelo. A los que les gustaba mi titulo universitario recién
conseguido aseguran que acudirán a mi evento. Les digo que no, que es un error,
pero siguen llegándome avisos de asistencias confirmadas, felicitaciones, “me
gusta” y emoticones.
Quiero
borrarme de Facebook pero cuando lo intento me sale Flas Player de nuevo. Le
doy a trasladar a la papelera y me sale una galleta de la suerte. La abro y me
asegura que voy a encontrar al hombre de mi vida. Apago el ordenador. Ya me estoy alejando
cabizbaja hacia mi habitación cuando escuchó una musiquilla de bar de copas en
penumbra.
El
ordenador se ha encendido solo. Veo que de nuevo se ha cambiado el fondo de
pantalla. Un hombre joven, moreno y navegando en tabla de surf me sonríe. ¿Será
Gerardo? ¿Le cuento que nunca he sido rubia, que tengo los ojos marrones, nietos
y estoy jubilada? ¿o mejor lo dejo con la duda?
Ya lo pensaré mañana.