Mi
casa está alborotada, mis hijos se pelean, mi marido trata de controlar la
situación. Son adolescentes. Se escuchan gritos. “Recogí ayer la mesa”. “Me
quitaste el mando de la tele…” Trato de pasar desapercibida, de huir. Huyo de la
culpa que me persigue por el pasillo. La encuentro en cualquier esquina, me
atraviesa y desgarra. Busco mis errores pero no los encuentro. Me apoyo en la
pared de mi conciencia y no sé cómo arreglarlo. “La culpa es tuya”, se escucha
a lo lejos, “la maleducas, los maleducas”. ¿Por qué yo? Solo pienso en el
abrigo, ¿dónde lo dejé?. La discusión me agota. No sé cómo remedar el entuerto,
ni siquiera sé si lograré salir ilesa de la beligerancia. Soy la culpable pero
no alcanzo a comprender de qué. Solo quiero huir y cojo el primer abrigo que
encuentro. No es el mío, me viene grande pero no importa, lo primordial es huir,
salir del campo de batalla y respirar hondo. El corazón se desboca como un
caballo trotando sin rumbo y sin aliento. No importa mi corazón porque la trifulca
ya está montada. Es entonces cuando logro alcanzar la puerta de la calle. Huyo.
Todavía puedo escuchar un último reproche cuando se cierran las puertas del
ascensor. No se si parará el corazón por latir tan fuerte, pero sé que debo
marcharme, que no quiero acabar conectada a una maquina que inyecta tranquilidad
y ritmo, que calma ese galopar insensato que mis arritmias imponen.
Me
marcho a ver a mi tía a su geriátrico. Un lugar de paz para los que ya
descansan y esperan tranquilos. Desde su ventana se ven los rododendros y huele
a eucaliptus, quizá solo sea vick vaporub con el que embadurnaron su pecho, pero me sabe
a paz y limpieza. Su compañía es más grata que un gotero. El sonido de su voz
me reconforta. Me cuenta cosas de entonces, de cuando era ella la que luchaba
contra la culpa y los gritos, pero me lo cuenta de otra forma, como si los años
sosegaran los recuerdos, como si esas etapas de adolescencias ajenas fueran los
mejores que pasó en su vida. Dice de pronto, cambiando el semblante de su
rostro, que todavía sueña que su marido
le chilla, pero enseguida se suaviza y regresa al idílico pasado, rodeada de los suyos. Su
corazón se apaga pero sus recuerdos lo mantienen placido, es un apagarse lento,
sin sobresaltos. Ya no necesita gotero para calmar mis arritmias. Ella olvidó aquellas
tardes de sábado en el que la culpa la perseguían. Saca los recuerdos de esa
cabeza rubia y cardada, como de un armario blanco con tintes amarillo. Recuerda
los viajes, las tardes de sol, los baños en noches de verano, porque no sé si
sabes que si sigues la estela de la luna llena, se cumplen tus deseos. ¿Se
cumplieron?, pregunto, y ella sonríe. Olvida los gritos de aquel marido grande y se envuelve en el recuerdo de sus
abrazos como en un abrigo cálido. La escucho embobada porque me gusta creer que
su vida fue tranquila y lenta como la tarde que nos rodea. Dice que la tía
Emilia tuvo un novio que la dejó cuando se arruinó su padre, y yo me acerco a
su lado porque ahora habla muy bajo, en un susurro, como si ella, Emilia, nos
pudiese escuchar. ¿Un novio? le pregunto.
Cierra los ojos y recuerda. “Fue desgraciada por culpa de su padre”. “O
del novio que la dejó”, insisto. Pero ya ha olvidado el noviazgo. Me cuenta que
por las noches hay un ladrón que entra en las habitaciones para robar
dentaduras postizas. Me muero de risa pero ella olvida al ladrón y coge una
escultura de marfil que representa un descendimiento. Lo tiene en la mesita de noche.
Me lo ofrece, dice que es para mí, pero que no para ahora, que para después, cuando
se muera. Lo dice y luego calla, como si se pusiera luto por el adiós a sí
misma. Habla de la muerte como de un amigo que espera sin pesar, sin pretensiones
de tragedia. La tarde oscurece nuestra charla y yo respiro tranquila, mi corazón
recuperó su ritmo. Una mujer joven llama a la puerta para decir que la cena
está preparada, que debe llevarse a mi tía, y yo le doy un beso en la frente.
Me despide sin pesar, ni siquiera me pide que regrese otro día. Tan solo sonríe.
Cuando está en la puerta se gira y me recuerda que el descendimiento será para
mí.
Regreso
a mi casa lentamente, prefiero andar, imaginar los recuerdos que tendré cuando
me encuentre en un geriátrico. La tarde es fría y llevo un abrigo que no me
pertenece, que me viene grande, como mi vida y mis adolescentes. Temo volver a
la culpa, a los gritos de los míos, a saber a quién favorezco, a hacer la cena
y recogerlo todo para evitar que haya más peleas, que el corazón vuelva a
galopar desbocado. Mientras voy quitando la piel a un calabacín recuerdo el
jardín de los rododendros y el novio canalla de la tía Emilia, al hombre que
roba dentaduras postizas, y por un momento, solo por un instante, quiero volver
al geriátrico a pasear sin prisas y sin chillidos, a regalar figuras de marfil,
a despedirme de una vida que se vuelve idílica con el paso de los años.