jueves, 27 de junio de 2024

NOCHE DE SAN JUAN

 



 

 

24 de junio, son las doce en punto de la noche, se queman cientos de hogueras en la playa. Se celebra el solsticio de verano y hay que cumplir el ritual.

 Dicen que da suerte despojarse de todo lo que ha perturbado tu vida en el último año, dicen que si te bañas, sigues la estela de la luna y pides un deseo, se cumple. Tomo los prismáticos y observo la playa desde la terraza. Veo colas de gente metiéndose en el agua, corros de jóvenes alrededor de la lumbre. Dicen que hay que saltar sobre las brasas cuando el fuego se apaga, que es la forma de que se alejen los malos espíritus. Veo cientos de luces que parpadean en la orilla del mar. Se escucha el entrechocar de las olas contra las rocas, el suave murmullo de aquellas que plácidamente mueren al rozar la arena, para regresar al mar.

Los bañistas entran con paso indeciso con sus pies descalzos, con las manos entrelazadas, buscan la estela de la luna. Desde donde me encuentro no veo ese resplandor mágico, ellos lo buscan desde su lugar en la playa. Cada uno traza desde el horizonte una línea que se mueve según el lugar en que se encuentren, la siguen en una procesión de fe. Conjuran su mala suerte. Piden que nada de aquello que soportaron vuelva a suceder. Ellos no saben que todo volverá, no por la lay del eterno retorno, sino porque seguirán actuando exactamente igual a como lo hicieron año tras año. Algunas veces creo que somos secuestrados momentáneamente, sin darnos cuenta, por el subconsciente, o por otra dimensión. Decimos algunas cosas que no hubiéramos querido decir, o guardamos algo en lugares recónditos y que nunca más encontramos, o nos movemos nerviosamente hacia un lugar inesperado. Dicen que somos seres multidimensionales, que vivimos en varias dimensiones a la vez. No es que lo crea a pies juntilla, es que algunas veces me despisto de mí y no sé de dónde vengo. Dicen que hago cosas que no recuerdo o que tengo un latiguillo en el que no me reconozco. Antes pensaba que la gente era falsa, que decía algo que no sentía, pero estoy pensando seriamente en lo de las dimensiones, en todo aquello que hacemos sin ser conscientes. Escucho un audio sobre meditación y algo así como estar al tanto del presente mediante la atención a la respiración. Lo intento: “Respire profundamente”, dice la voz, “Contenga el aire, expire por la boca. Imagine que está usted…” Me he ido sin darme cuenta. Estoy en Babia mientras suena la voz sugerente que me induce a permanecer en el presente, pero no, estoy refunfuñando y pensando en lo que voy a decir a esa amiga traicionera, estoy merendando en el campo y soy muy pequeña, estoy hablando con un cliente. “Inspire, expire” continua la voz inútil, sosegada, ya muy lejos de mi cuerpo. Me levanto, no puedo mantenerme en el presente, me pone nerviosa. No sé dónde dejé las zapatilla, ayer las tenía puestas y ahora… “Inspire lentamente”. He vuelto a perderme en esa otra dimensión. Los bañistas creen que si se bañan aprovechando la estela de la luna, todo cambiará. Pero no cambia, porque la estela no es fija, hay muchas, depende del lugar de partida.

Las olas regresaran al fondo del mar para volver una y otra vez a deshacerse en la arena, donde otros bañistas conjuraran los malos espíritus, repetirán los mismo actos que los llevaron a apilar en la arena maderas, troncos papeles, para poder hacer una hoguera, una inmensa hoguera que borre todo un periodo de malentendidos, de ausencias, de traiciones, pero no lo borrarán, porque serán incapaces de recordar, admitir, asumir sus propias traiciones, sus propios errores. Los troncos se queman con diferentes miserias y por eso no sirven para nada.  Saltar brasas sin enmendar, saltar cenizas sin recordar por qué estabas allí y qué es lo que debías de borrar en tus actuaciones para que todo cambie.

Las olas se arrastran lentamente sobre la arena y los bañistas entran parsimoniosamente hasta mojar sus pies fríos. Andarán por su estela hasta perder pie y nadarán, nadarán hasta lo hondo convencidos de que todo aquello que les hizo daño desaparecerá, pero no será así porque su otro yo, el que no está presente, el que deambula por senderos desconocidos, les estará esperando en la playa, en esa playa de otra dimensión, donde no se reconocen, para repetir aquello que les llevó al dolor, al desengaño, a la traición.

 

viernes, 26 de abril de 2024

PÉRDIDAS

                                               

 

 

 

 



 

 

 

 

 

La primera vez que  vi a Rigoberta estaba dando vueltas alrededor de un banco del paseo. Buscaba algo, se la veía desesperada. Al preguntarle, me contó que había perdido una bolsa granate donde había guardado las agujas de hacer punto. Traté de hacer memoria con ella, repasar cuándo fue la última vez que recordó tener la bolsa en la mano.

De pronto me agarró por los hombros y me contó que el problema iba mucho más allá del simple recuerdo. Dijo que su marido le estaba haciendo luz de gas, que quería volverla loca, ingresarle en un sanatorio de esos, y declararla incapaz. O a lo mejor no, dijo. A lo mejor es que las cosas que pierdo se van a otra dimensión y allí se quedan para siempre, esperando a que algún día vaya yo también y nos reencontremos.

Perdí un mantel de flores una noche, después de que se marcharan los invitados, perdí unas gafas de presbicia, un sábado que dejé la lectura a medias para ir a beber agua. Perdí unos pendientes de perlas nada más sacarlos del joyero, y perdí una merienda para mis amigas de las cartas. Lloré mucho aunque mis  amigas se marcharon quitando importancia al hecho, pero no regresaron jamás, desaparecieron con sus adioses y sus bromas. Perdí a mis hermanos una nochebuena llena de confetis y zambombas, perdí a mis padres al salir del colegio. Perdí una tarde  de agosto tumbada en la playa, perdí la camiseta de baloncesto con el número 7, y la orla de graduada.

Todo eso me contó, pero estaba segura de que aquello que había perdido estaba con el carrito de la merienda, con los calcetines que se tragó la lavadora, con la ropa interior, con los pendientes de perlas, con el novio de los veinte años, con la bolsa granate.

En la otra dimensión, me explicó, deben estar todos aquellos objetos, me contó compungida. Ahí debe estar Antonio, un chico muy guapo, delgado y con gafas de concha con el que salía a los diecisiete años. Quería ser ingeniero o arquitecto, no me acuerdo. Pues un día dejó de venir, lo busqué por todas partes y había desaparecido. No sabía dónde buscarlo porque me di cuenta entonces de lo poco que hablaba de sí mismo, y de su familia, y de su trabajo. Y si alguna vez me habló de ello, tampoco me acuerdo porque también perdí las palabras, como tantas otras cosas.

Siento tanto miedo a perder, que no me atrevo a sacar los garbanzos para el cocido por si desparecen y me quedo sin ingredientes, o el cepillo del pelo, o el champú, o el olor a pólvora de las mascletás de junio, o las risas de por las tardes.

Ya solo espera partir hacia esa dimensión donde encontrará, piensa ella, todo aquello que fue suyo y alguien le fue quitando poco a poco, casi sin darse cuenta, con el tiempo.

jueves, 21 de marzo de 2024

CON LA IA HEMOS TOPADO.




Con la IA. hemos topado. Ahora es posible, según me cuenta, que una Inteligencia artificial te haga las ilustraciones de los libros, y de forma muy brillante, no vayas a creerte. 
Me lo dijo Graciela, una escritora de poesía para niños. Dice que le pidió a su hijo que le buscara a alguien para ilustrar un poema infantil que había escrito sobre el amor entre una jirafa y un león. Y parece ser que su hijo, ni corto ni perezoso, abrió el ordenador y se lo pidió a una inteligencia artificial que él conoce mucho. Cuando vio los dibujos se quedó con la boca abierta. Dice que eran muy divertidos y que su hijo le propuso que, ya de paso, fuese la Inteligencia Artificial la que le hiciese la poesía. Al principio ella se quedó en plan: “Oye, tú que te has creído”, ¿es que piensas que una IA va a ser más creativa que yo?, pues estaríamos buenos. El caso es que mientras ella juraba en arameo, la IA le hizo una poseía infantil fantástica. Si los dibujos le habían encantado, la poesía la enfureció. 
Era mucho mejor que la que yo había escrito, me explicó. ¿A dónde vamos a llegar?, exclamaba. 
Me supo tan mal verla mancillada, que le conté que eso ya ocurría desde Homero, desengáñate. 
Anda ya, me soltó. 
Que sí, mujer, que existen sospechas de que las obras de Shakespeare las escribiera un tal Christofer Marlow; las de Moliera, Corneille y las de Alejandro Dumas 76 fantasmas literarios. 
La vi tan intrigada por mi diatriba que continué: El más famoso fantasma de Dumas padre, fue Augusto Maquet que colaboró en “El Conde de Montecristo” y “Los tres mosqueteros”. 
No me lo creo. 
Bueno, eso dicen.
Menudo timo, apunta. 
Pues no, le explico, es como ahora. Eligen a un famoso, le proponen que escriba un libro, el tío se pega el susto del siglo, pero la editorial le dice que no se preocupe, que se lo escribirán los lectores de la casa, que luego lo firmará él y aquí paz y después gloria. 
¿En serio? 
Pues sí, lo confirmó en la tele un youtuber que arregla coches y había sido objeto de la proposición. 
Y ¿cómo se ha sabido lo de Dumas?  Pues porque Maquet hacía la investigación histórica, elaboraba el primer borrador, luego se lo entregaba a Dumas para que aumentara farfulla y adornara. Esas cosas, ya sabes. El problema es que lo acabó denunciando. Dicen que Alejandro Dumas, padre, le preguntó a Alejandro Dumas, hijo si había leído la última novela que él había escrito, y el hijo le preguntó: Y tú, padre ¿la has leído?


sábado, 16 de marzo de 2024

QUERER ES PODER

                                  


 

 

 

 

 

Quiero hacer el camino de Santiago, pero de verdad: dormir en un albergue, extraviarme por los caminos, llenarme de ampollas e ir sola en busca de flechas amarilla para no perderme. Todo eso quiero, pero mis circunstancias son peliagudas: tengo 85 años, ciática y rotura de cadera por tres partes. El fémur jodido y los pies con descuelgue de metatarsianos. Pero eso no tiene la más mínima importancia porque por las noches escucho podcasts de sanación de mi maestro; Salustiano Vapartiko, que me dicen que todo está en mi mente, que la realidad no existe, que si quiero pensar que soy una ágil deportista y logro que eso forme parte de mi cerebro, es decir, lo interiorizo, pues me salen piernas musculosas, fémur de escandalo, nervios de acero y metatarsianos alineados.

Decido iniciar el camino y voy llenando la mochila como un autentico peregrino, que si mudas, que si vaselina para las yagas, que si frutos secos para obtener energía… En fin, todo eso. Agarro la mochila y salgo a la calle. El portero me ayuda a cargarla en el taxi, me dice que no debo llevar tanto peso. Y eso que todavía no sabe que me largo a Roncesvalles para iniciar la marcha a lo Carlomagno.

 Durante el camino hago meditación trascendental y yoga nidra como me aconseja Salustiano. Respiro hondo, contengo la respiración y expulso. Los vecinos de asiento me piden que practique el yoga en silencio, que no moleste al personal, pero hago caso omiso porque el camino tiene sus reglas y yo las cumplo.

La llegada a Roncesvalles es un poco difícil pues el haber mantenido la postura del loto durante el trayecto ha dejado mis piernas, cómo diría yo: entumecidas  contraídas, apelmazadas. No puedo desenroscarla y el vecino tiene que ayudarme porque si no, el que no sale del autobús es él.

El albergue ocupa el sótano de una iglesia donde en su día enterraron peregrinos de mi edad o mayores. La sala se encuentra plagada de literas, de ronquidos, de exhalaciones e inhalaciones. No hay ninguna litera libre en la parte de abajo y debo subirme trepando hasta la de arriba. Una vez lograda la escalada, me dejo caer. Me duelen las rodillas, pero no lo pienso quejarme porque mi maestro Salustiano dice que no hay que pensar en el dolor, que no existe, que las cosas las imaginamos.

Me quedó dormida.

Despierto a media noche. La sala está a reventar de peregrinos con las tripas desestructuradas, y los sonidos de diversos tipos inundan el local. Me levanto y pongo mi pie en la litera de abajo, pero caigo en el ojo del de abajo y me la cargo. Cojo mi mochila y me voy a la ducha. El agua está fría pero mi Maestro Salustiano Vapartiko dice que el agua está como yo imagino que está, por lo que grito desgarradoramente, y un peregrino malhumorado me dice que me calle y que vuelva  al geriátrico de donde no debí salir nunca. Le amenazo con una maldición gitana, le digo que por muchos kilómetros que haga, el camino no le va a servir porque no tiene grandeza de corazón, ni humildad de peregrino, ni huevos para enfrentarse a una anciana ante un tribunal. También le digo que el santo se la va  a guardar.  Él se contiene y me ayuda  a salir de mi estado hierático por congelación. Una vez recompuesta y con la estructura ósea en mi estado primigenio, desayuno nueces y algún dátil que le he quitado a mi vecino de litera. Me pongo las zapatillas, la vaselina, los calcetines y un pañuelo en la cabeza. Salgo a la penumbra de la noche. Es mejor andar de noche que de día, dice mi maestro. Me pierdo y llueve. Me meto dentro de un charco que me engulle como arenas movedizas.  No veo la flecha amarilla, pero como mi maestro dice que siempre estamos donde debemos estar, abrazo a un señor que se encuentra cargando el maletero de su coche. Me santiguo como si fuese el mismo apóstol Santiago y regreso a mi casa cargada de indulgencias plenarias y de las otras.


domingo, 10 de marzo de 2024

EXCUSAS

                                              


 

 

 

Lo veo junto al estanque del Retiro. Es un hombre de mediana edad, pelo oscuro y chaleco tirando a beis. Lleve una poblada barba y habla por teléfono mientras pasea, no puedo evitar escucharlo. “Lo siento, pero ahora no puedo, estoy en Móstoles”, dice.

Me alejo sutilmente para que no piense que me meto en su vida. Miro hacia los alrededores para estar segura de dónde me encuentro. Dudo de mi ubicación. Dicen que las alteraciones cognitivas comienzan al no poder situarte en el espacio/ tiempo, al sentirte perdida en medio de la calle, y yo parezco tener una disonancia extemporal y galopante. Trato de salir de Móstoles lo más rápidamente posible. Me dirijo a las puertas del Retiro, subo al primer autobús que se detiene en la parada. Necesito relajarme. Me tambaleo como consecuencia de mi deterioro y acabo sentándome al lado de una señora que practica inglés por el método Duolingo. Le suena el móvil e interrumpe su clase. Habla un momento y le dice a su interlocutor/ra que no puede seguir con la conversación porque está llegando a Segovia y debe apearse. Miro a través de la ventanilla y observo que nos encontramos frente al Corte Inglés de Goya. Ella no se levanta ni solicita parada. Continua con su clase de inglés. De pronto me pregunta: “I am Spaish and you?  Le contesto para no hacerle el feo “I get off at Segovia”.

Me mira con indignación, la pregunta no debía ir dirigida hacia mí y se siente espiada. Me dice que no me meta en su vida, que bastante tiene con aprender inglés, e inmediatamente se levanta para colocarse dos plazas por delante.

Todavía no he acabado de digerir su desabrida actitud cuando se abren las puertas y veo entrar el señor que se paseaba por Móstoles. Decido bajar inmediatamente. Me siento tan poco coherente que pido que me pongan la rampa para inválidos. El conductor y varios pasajeros me increpan por gamberra. Salgo disparada para coger un taxi y regreso a casa confundida. Cierro la puerta al entrar, doy varias vueltas al cerrojo, me asomo a la mirilla y veo un descansillo lleno de ausencias.

 De pronto escucho sonar el teléfono de casa. Estoy asustada  y decido no cogerlo, pero el timbre insiste y, ante la inminencia de encontrarme de pronto en Móstoles o en Segovia, lo cojo. Escucho una voz conocida, pero vete tú a saber si es una simulación de IA o un asesino en serie. Parece ser que ahora hay muchas personas que se meten en tu casa con el aspecto de familiares y te despluman. Le digo que ahora no puedo hablar que estoy a punto de entrar en un túnel sin cobertura. Pero si te estoy llamando al fijo, dice la voz. Cuelgo y me meto en la cama. El teléfono vuelve a sonar, pero no lo cojo. ¿Cómo lo voy acoger si no sé ni siquiera dónde me encuentro?  


sábado, 28 de octubre de 2023

INSOMNIO

                                                        



 

 

 

 

Soy insomne, una insomne de catalogo. No quiero ir a más porque dicen que eso produce deterioro cognitivo y no estoy por la labor. Dicen que también lo producen las pastillas tipo diazepan y aledaños. Vamos, que como te descuides te quedas gagá. Me han puesto entre la espada y la pared por lo que he decidido dejar la pastilla, acostarme todos los días a la misma hora, apagar el móvil y de más. Y si ni por esas, ponerme audios de meditación o yoga Indra. Lo del yoga Indra está muy bien. Te aseguran que aunque no duermas, es como si durmieras, que tiene el mismo efecto para la salud. Que la relajación que se produce es de tal intensidad que equivale a varias horas de sueño. A veces lo he probado y lo que se dice dormir, no lo consigo, pero quedarme pegada al colchón, inmóvil y algo catatónica sí, ves tú. El problema es que no me fio de que quedarme en ese estado tan extraño equivalga al sueño.

Mi última decisión ha sido ponerme audios de Schopenhauer. Es un buen invento porque el hombre era estoico y algo pesimista. La voz del audio es susurrante y deprimente. Dice en murmullos que no tenemos nada, que ni siquiera nuestros miembros físicos nos pertenecen, que en cualquier momento los perdemos o nos quedamos paralizados por la artritis o la artrosis. Dice también que por no pertenecernos, no nos pertenecen ni los amigos, ni la familia, ni un plato en la mesa... Que lo podemos perder todo en un santiamén. No es animado, esa es la verdad, pero te hace meditar un huevo. La voz es envolvente y lo dejo amargarme la vida mientras me atontolina. Dice que lo único bueno con lo que contamos es el carácter, o sea la posibilidad de echarnos el mundo a la espalda y apechugar con lo que nos toca. Luego, para ahondar un poco en el mensaje, da citas muy antiguas y hermosas. “La felicidad es la ausencia del dolor”, Epicuro. “La felicidad se logra con la práctica de la virtud”, Sócrates. “Si no te duele nada al levantarte, celébralo”. Y ya cuando me encuentro entre el sueño y la vigilia, suelta la frase que me deja en shock “Carpe diem” que la dijo un tal Quinto Horacio Flaco, un poeta romano que murió allá por el año 8 a.c.

A partir de ahí ya duermo ocho horas además de volverme sabia y desapegada. Paso el día en un continuo pasotismo del que no me saca ni Abascal, ni Yolanda Díaz, ni Pedro Sánchez, ni Feijoo.

Es un laissez faire, laissez passer que os recomiendo.


viernes, 13 de octubre de 2023

Soledad

Los que me esperaban al nacer


 

 Qué solita te dejo, dijiste el otro día en una cama de hospital triste, rodeado de cables y cortinas. No lo dijiste siquiera con amargura, solo así: eres la última. Y a mí se me apagaron las luces de golpe, dejé de ver una mesa de comedor repleta de jóvenes divertidos, de escuchar las voces de nuestros padres, la vuelta al ruedo de la tata cuando le había salido la paella de cine. La vi con su gorro blanco tratando de abrazarte sin alcanzar tus rodillas. Dejé de ver mi habitación llena de niñas del colegio esperando a que mi hermano Juan Alfonso saliera del laboratorio, “tan guapo, con su batita blanca”, decían. Y así, mientras recordábamos hasta al “Sereno” de antaño, fui cerrando puertas y habitaciones. Mi habitación, primer lugar al que acudíais Javier y tú, cuando regresabais a casa por vacaciones, porque era la primera que me despertaba para recibiros. Qué mayores, jóvenes y guapos os veía. Las canciones de Elvis Preysler os acompañaban a todas partes. Siento vuestro olor a colonia, ese deseo inmenso a que me quisierais, a que no me olvidarais por muy pequeña que fuese. Apagué la luz de mi primer seiscientos del año de la tana: “Fitipaldi” le llamabas, ese que me regalaste cuando ya eras un potentado y podías comprarte uno nuevo. Pequeño y verde, sonoro y limitado en velocidad y embrague, pero tan mío gracias a ti.

Hemos vivido estos días en el hospital cargados de recuerdos, tantos  que hasta hemos logrado conjurar al miedo. Y ha sido así como me he enterado de que atendiste un parto en una guardia y los pacientes querían que fueses su ginecólogo para siempre. Me he enterado de que Peluca  se colaba en nuestra portería a los 16 años solo para sentirse cerca de ti.

Hemos sido niños, Juan Alfonso, hemos sido adolescentes y, poco a poco, hemos ido abandonando nuestra primera familia para crear las nuestras. Pero ese olor a juventud y a expectativas, ese King Creole te lo has llevado tú, por ser el último, por desempolvar tantos recuerdos, porque has cerrado el sobre de nuestro pasado y le has puesto un sello de lacre.

A partir de ahora continuaré viviendo con la familia que cree, con mis canas, mis arrugas y mis recuerdos. Viviréis en mí y en mis sobrinos para siempre. Nadie olvidará a nuestros padres, ni a la tata, ni a Gabriel Miró 6, porque nuestros hijos no lo van a consentir y porque yo no hago más que contar historias de  ellos para que así sea.

 Ellos han recogido nuestra forma de reírnos, la ironía, la alegría que sentíamos y la rectitud que nos enseñaron nuestros padres.

 Juan Alfonso, cuida de nosotros porque ya eres un ángel y los ángeles nunca nos olvidan.