domingo, 20 de mayo de 2012

ADIÓS A LO QUE PERDISTE






La luz ilumina momentos. Los miras sin atención, con dejadez, con desgana. Tan tuyos son que aburren. Corres en pos de algo, cualquier cosa, y se te escapa el presente. Luego, casi sin darte cuenta, percibes que ya nunca volverá el instante. Nunca sabrás cuando será la última vez que te meterás en un jacuzzy, por ejemplo, cuando pondrás por última vez la olla en una vitroceramica de inducción, no sabrás, te parecerá impensable estar tan cerca del día en el que te pondrán un marcapasos y estarán vedadas algunas cosas que hacías sin interés, con prisas, sin atención. Pero no será eso lo peor, lo peor será que nunca vas a saber cuando soltarás tu última carcajada con ese familiar al que tan unida te sentías, cuando dejarás de ver a tu amiga para siempre. Cada día haces cosas que ya no volverán, y las haces sin interés, sin concentración, sin amargura.
Y dirás adiós a todo aquello que dejaste pensando que era tan tuyo, que nunca perderías.
Adiós a todos lo que viste por última vez, los que no volverán, adiós al olor de las personas que quisiste y te fallaron, adiós a los quisiste y les fallaste, adiós a los que se fueron, adiós al jacuzzy, a la vitro. Adiós al presente que se escapa entre los dedos.

LOS TONTOS Y EL MACHU PICCHU







Tengo un amigo con teorías. Son teorías basadas tan solo en la observación, sin argumentos, sin elaboraciones concienzudas y tediosas. Él dice, por ejemplo, que el que conduce un todoterreno se transforma en un prepotente, y cuando se baja del todoterreno y se sube a una moto, arrasa, caiga quien caiga, que si luego se sube a un Jaguar, te mira por encima del hombro y el mundo se le hace tan pequeño que casi no lo ve, y que si después baja al metro, se reduce. Vamos, que se convierte en un “sí señor” de la vida. También tiene una teoría sobre los que llevan barba o bigote, pero como me parece menos elaborada, le cuento la mía.
Le digo que los tontos, es decir, aquellos que están en el límite, lo son un poco menos si son malos. Es como cuando pones el coche a nombre de tu mujer, el seguro siempre te sale más barato. Un punto menos, vale, pero más barato. Supongo que habrá algún motivo, estadísticas, encuestas, qué sé yo. Pero las mujeres, que según dicen, nos pintamos “los morros” mientras nos saltamos el semáforo en rojo, resulta que, mira tú por donde, somos más prudentes conduciendo, y a la hora de asegurarnos damos más confianza a las compañías aseguradoras. Mi amigo dice que no se fía de las aseguradoras, me habla de los viajes de la tercera edad, dice que después de subir al Machu Pichu, de bailar como peonzas hasta las tantas de la madrugada, de tomar mojitos y cochinillo al horno, los decesos son más… cómo diría yo, profusos. Dice que un tío suyo murió enganchado a un matasuegras y a una rubia despampanante en pleno crucero por las ruinas mayas. Dice que eso las compañías de seguros lo tienen estudiado y lo saben, igual que él sabe que los que llevan camisetas sin mangas te quitan el aparcamiento.
Pues para mí, igual que para mi amigo que solo elucubra, la maldad da un punto de coeficiente sobre el resto de los tontos. Los malos, de alguna forma, se lo tienen que currar, aunque solo sea buscando a otros más tontos que ellos para conspirar. Y eso, lo quieran o no, mueve las neuronas. Es como una gimnasia, un entrenamiento. Solo con el trabajo de tener que convencer, de aparentar que se es listo y que controlas la situación, ya hace falta un esfuerzo mental considerable. Luego hay que continuar disimulando para que nadie se de cuenta de que has metido a los demás en un buen marrón, de que han salido perdiendo, de que cada día están peor. Conspirar contra alguien, currarse los argumentos, pasar como el que todo lo soluciona cuando lo ha emplastado hasta la médula, todo eso requiere un esfuerzo que la mente agradece.
Teorías, observaciones, comparaciones.
Nuestra forma de defendernos de las agresiones de la vida

jueves, 10 de mayo de 2012

FRAGMENTO DE MI NOVELA “TIEMPO DE VERANO”


Imagen: Rafal Olbinski

Escribir me gusta. Me ha gustado siempre, sobre todo cuando estoy triste y el aire de los pulmones se me queda como estancado. De pequeña le decía a la abuela que tenía “agobiaciones”. Esa era la palabra que empleaba para dar a entender que no podía con mi alma, que me faltaba espacio, que las paredes se me venían encima. Ella me animaba a que escribiera todo lo que se me pasara por la cabeza.
-Escribe, Marta, escribe todo lo que se te ocurra, que ya verás que bien- me decía.
Mi madre, sin embargo, me aconsejaba que rezara.
-Reza -decía- Coge el rosario y reza un misterio, o dos, los que sean.
Pero a mí eso de rezar me daba miedo porque pensaba que se me aparecería el santo, el destinatario de mis rezos. Y me lo imaginaba con esa cara de cera pálida que tienen en las iglesias, y me ponía a oler a frío y a arrepentimiento. Prefería escribir. En el colegio les escribía cartas a las internas, y a los novios de las internas, y en casa le escribía cartas a mi madre. La verdad es que a mi madre las cartas de pésame le costaban un montón. A las internas se las cobraba, a mi madre, no porque me sabía mal. Además ella no lo hubiese entendido. Siempre estaba diciendo que las cosas se deben hacer por caridad y por el servicio a los demás. Pero yo no debía encontrarme entre esos “demás” porque no me daba paga, y por eso tenía que cobrar las cartas que escribía. Las más caras eran las de amor, pero las que más costaban eran las de pésame, aunque esas eran precisamente las que no cobraba, porque eran las que me pedía mi madre. Y es que a ella eso de acompañar a alguien en el sentimiento se le hacía muy cuesta arriba.
-A Marta las cartas de pésame sí se le dan bien, ves tú -decía.
De todas formas es verdad que los pésames siempre se me han dado bien. Enseguida me pongo en situación y pienso lo mal que se debe pasar cuando se muere alguien a quien quieres mucho, y quedarte sola y esas cosas. Cuesta tanto tener a alguien de tu parte, que no hay derecho a que cuando lo hayas conseguido se muera.
A la portera se le murió un primo y no se le ocurría qué decirle a su viuda. Mi madre tenía por costumbre hacer sus obras de caridad a través de los otros.
- No se preocupe, Amalia, que eso Marta lo hace la mar de bien.
- Ay, gracias, señora.
Mira que me reventaba. Me hubiese gustado decirle:
- Amalia, que aquí, la que escribe y con mucho sentimiento soy yo.
Pero no le dije nada, me senté con ella en la garita de la portería y le dije que me hablara del primo, que me contará cosas de su vida, cualquier cosa. Cuando le escribí la carta a la viuda ya estaba encariñadísima con él, y fue un pésame estupendo. Porque yo ante todo debo coger cariño al difunto, si no, no es lo mismo. El primo, por ejemplo, era pastor y aviaba cabras. Eso decía ella. Yo no tenía ni idea de lo que significaba eso de aviar cabras, y ella me lo fue contando. Parece ser que las aviaba mejor que nadie y que era lo que le gustaba hacer. Se pasaba el día en el campo, solo, pensando en sus cosas y viendo como se hacía de noche. Ella lloraba mientras me lo contaba y a mí me daba mucha pena. Me lo imaginaba con su garrote, rodeado de cabras, tan a gusto, el tío, y lo envidiaba. No porque yo me lo hubiese pasado de miedo con las cabras, que me parecía una perdida de tiempo enorme, si no porque él sí se lo pasaba bien y se murió. Esas cosas me saben fatal. La gente no suele estar a gusto con lo que hace ni con nada, y sin embargo no se mueren ni a tiros. Y los que sí lo están, van y se mueren. Es injustísimo.
Yo, es que a los que les gusta lo que hacen y siempre tienen cara de buen humor, les tomo mucho cariño, como al lechero que nos traía la leche en Elda. Le encantaba llegar con su cacharro lleno de leche y echarla en las tinajas que le sacaba la abuela. Eran unas tinajas enormes, de aluminio. Y mientras él echaba la leche, cantaba y todo, como si lo de llevar leche de aquí para allá fuera el no va más. Un día le vi los ojos tan brillante y la sonrisa tan enorme que le llamé guapo. No me pude contener, fue un impulso. Mi madre me dijo que eso a los hombres no se les debía decir nunca porque podían pensar otra cosa. Yo tenía entonces siete años, y pasé miles de noches dándole vueltas y más vueltas, en qué podría haber pensado el lechero cuando yo le llamé guapo.