jueves, 26 de agosto de 2010

ALBERTO MORAVIA





Siempre pensé que existe una edad para escribir. Que por muy buen escritor que uno sea necesita vivir, tropezar, descubrir y fracasar. Necesita conocer otros mundos, necesita dejar los garitos de la noche de juerga, los porros y el sexo. Necesita conocer precisamente lo que menos le interesa: los viejos, los caminos andados, la vida que se mueve tras los que no importan, los perdedores, los que miran hacia atrás y no ven nada. Qué hace de los hombres lo que acaban siendo.
Pensaba que para saber qué es exactamente lo que se cuece en el fondo del ser humano, sea joven o viejo, hay que haber vivido. Y es precisamente la edad la que nos enseña que hay muchos mundos, infinidad de ellos, caminos que nunca llegan a rozarse aunque transcurran de la mano, palabras que nunca llegan a oírse aunque se griten a los cuatro vientos. Porque hay puntos ciegos que jamás serán percibidos, que moriremos sin haber entendido casi nada de nuestra vida.
Este verano he tenido que reelaborar mis creencias, que desdecirme, recoger velas. Y, sobre todo, admitir que no existen fórmulas. Que algunos jóvenes pueden ser más maduros que algunos viejos, y que algunos viejos son más interesantes y están más vivos que algunos jóvenes.
Es verdad que un adolescente nos habla de sus noches locas y de su mundo pequeño y simple, y que al hacerlo puede ser bueno, interesante, y gustar, sobre todo a los que como él son jóvenes, viven esas mismas noches y esas mismas inseguridades e inquietudes. Pero hablar de una burocracia marchita, aburrida y mezquina, hablar del abandono y la falta de ganas de vivir, de la indiferencia, del aburrimiento cuando se tienen tan solo veintidós años, es sorprendente.
Siempre debemos estar dispuestos a corregir nuestras ideas. Y esta vez ha sido de la mano de Alberto Moravia con “Los indiferentes”. Me costaba creer que la novela fuese escrita cuando tenía solo veintidós años: la hondura de los personajes, el conocimiento de una sociedad que por su edad se le debería haber escapado, la sutileza de los diálogos, las acertadas descripciones, precisas como bisturí de cirujano. Sin ápice de palabrería, de ornamentación, solo lo justo, el hastío, y la decadencia. Precursor de otros grandes como Albert Camús, o Sartre. Todo está ahí porque debe estar. Si esa fue su primera novela, quiero leer otras, todas.
Estuvo cinco años postrado por una tuberculosis, no terminó sus estudios, consiguió la secundaria con esfuerzo, y la obra la escribió durante ese duro periodo de su vida. No es el primer escritor que ha realizado su mejor trabajo en la convalecencia de una enfermedad. Y eso sí confirma mi opinión. Todo lo que sucede tiene una consecuencia positiva que sin ella no habría sucedido, y precisamente cuando uno mira hacia atrás comprende por qué fue todo. Por eso pensaba que solo a partir de los treinta y cinco años o más, se podría escribir, por eso me equivoqué. Quizá sin su tuberculosis no hubiera escrito algo tan grande. Quizás el destino nos dirige a donde debemos ir, quizás nuestra vida sea un rompecabezas del que hay que alejarse para poder ver el dibujo que formó nuestra existencia. Quizás la edad no tenga nada que ver con la madurez. Quizás juzgamos muy a la ligera.

martes, 24 de agosto de 2010

TARDE DE AGOSTO


Veinticuatro de agosto. Son las seis de la tarde. No refresca ni el mar. Mientras escribo escucho el motor de un yate, si me asomo a la terraza veo velas, veo sombrillas, veo patines y tumbonas. Y desde este piso veinticuatro, con el sol iluminando la playa, las olas, el mar, recuerdo la UVI, recuerdo el despertar en un lugar desconocido, en una jaula de cristal, en una pecera. No hay ventanas, el silencio es absoluto. Las luces del techo están encendidas las veinticuatro horas del día. Personas con bata verde entran y salen sin decirte ni una palabra, sin dirigirte una sonrisa amistosa. Duermo a ratos, intercalo momentos de consciencia e inconsciencia que me trasportan a la brisa de una tarde de agosto. Las constantes luces del techo me hacen recordar dónde me encuentro. No es que nadie hable, sí lo hacen, y hablan mucho, pero no me hablan a mí. Yo no importo, importa mi vía, mi gotero, mis constantes. Me siento como uno de los bolígrafos que guardo en el bote de mi despacho, como expedientes que abro o cierro. Mi cama es un cajón del archivador. Haz una fotocopia, escucho decir, y alguien se acerca para ver si todo anda bien, si la copia sale por los dos lados, si es buena la impresión, como mi gotero con su ritmo programado. Alguien cuenta lo que le pasó ayer al cruzar la calle, los bolígrafos no se alteran por la conversación, no son más que bolígrafos, y nosotros pacientes que necesitamos descansar, que no nos importa lo que les pasó a los que cruzaron la calle, que pedimos ser, que pedimos la sonrisa que se le niega a las cosas, la palabra de consuelo, o quizá tan solo un silencio respetuoso por nuestro dolor, por nuestra fragilidad.
Ya ha pasado todo. Estoy en la terraza de mi apartamento, hace mucho calor y escucho el motor de un yate, las risas de la gente en la playa. Y les deseo de corazón que tarden mucho, muchísimo, en convertirse en bolígrafos, y descansar en archivadores como meros expedientes, escuchando bajo una luz que nunca se apaga, las triviales conversaciones de personas vestidas de verde que no saben ni que existes.

viernes, 20 de agosto de 2010

MI TÍA ANGELITA Y EL PATO DONALD


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Mi tía Angelita me contó que cuando estudiaba derecho en Murcia, allá por los años sesenta, ella y once más, decidieron jugar un partido de futbol. Querían recaudar fondos para el viaje de fin de carrera. Dice que las burradas que tuvieron que escuchar por llevar pantalones cortos, eran de alivio. Pero lo peor no fue eso, ni siquiera que cuando terminara el partido se echaran al campo los espectadores para pellizcarles el culo. Sino que cuando llamaron a la policía para que las protegieran, se sorprendieron al ver que lejos de protegerla les pellizcaban también.
Y es que la mujer siempre lo ha tenido crudo. O te vestías de ursulina, o eras una perdida. Como decía Sor Juana Inés de la Cruz:
Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis
Eran tiempos duros para la mujer, no digo que no. Tiempos en los que el Código Civil declaraba sin pudor en el artículo 57 que la mujer debía obedecer al marido y éste protegerla. Eran tiempos en los que el marido era el administrador de los bienes de la mujer. Eran tiempos en los que en clase de Derecho Canónico, el profesor, cura él, para explicar lo que era un matrimonio religioso válido, se ponía a hablar en latín sin venir a cuento. El matrimonio debe ser rato y consumado. Rato es celebrado. Y consumado..., consumado... Requiere tres fases:”Erectio, penetratio et eyaculatio”.
Qué dice ese, gritaba mi tía Angelita que le gustaba llamar a las cosas por su nombre. Pues eso, que en los sesenta esas sinvergonzonería solo se podían decir en el latín de Cicerón para no escandalizar a las chicas, pobres, aunque estuvieran estudiando la carrera.
Y cuando ya pensábamos que todo eso había pasado. Cuando ya creíamos superado el machismo, cuando ya las mujeres conducen autobuses, van a la guerra, y hasta van a poder conducir una góndola, madre mía. Nos levantamos con dos noticias de allende el siglo:
UNA: El pato Donald acosó sexualmente a una visitante de Disney World en el 2008 “La mujer se quedó muy traumatizada porque le tocó una teta”. Según los titulares, socarrones ellos: “La pobre ha sido incapaz de superar el trauma psicológico, tiene pesadillas con Donald y, debido a esto, sufre dolores de cabeza, ataques de pánico, náuseas y problemas de digestión. La mujer demanda una compensación de 50.000 dólares”.
LA OTRA: Fue en la frontera de Melilla con Marruecos, en el 2010. Colocan un nuevo cartel contra las mujeres policía que las retrata como a basura.
Pobre tía Angelita, con lo traumatizada que andaba ella por las vejaciones que sufrió en aquel histórico partido de futbol. Y ahora, después de todo, tiene que comprobar que los años sí pasan en balde.