martes, 29 de marzo de 2011

TIEMPO ENTRE COSTURAS






No suelo leer best seller. No es que todos sean un bodrio, ni mucho menos. Hay algunos buenísimos. Pero he perdido la fe en los gustos multitudinarios. Desde que la antigua Tamara, esa que iba con su madre a todas partes, arrasara con su canción: “No cambie”. Llegue a la conclusión de que lo mío no era lo multitudinario. Sin embargo no niego que, muy de cuando en cuando, me sumerjo en alguno de esos libros de seiscientas páginas o más.
Algunas veces me parece que el tema es interesante pero está inflado con páginas absolutamente prescindibles, o hay tramas en las que se inserta enormes párrafos sacados de Wikipedia sobre algún tema histórico, para parecer más cultos. Otras veces la trama se sigue bien y los personajes tienen una cierta dimensión pero las minuciosas descripciones me adormecen.
En cualquier caso, podía decir hasta ahora que todos ellos, antes o después, los he terminado.
Pero este, del que voy a hablar hoy, no. Este se me ha atragantado en el capitulo seis y ya no he podido continuar. Best seller donde los haya. “Tiempo de costuras”. Una bomba editorial.
Preguntaba con interés. ¿De verdad es tan bueno? Y todo el mundo me contestaba lo mismo. Bueno, que quieres que te diga, entretiene.
Estaba muerta de curiosidad y decidí hincarle el diente.
Desde el primer momento me di cuenta de que pertenecía al género melodramático dónde los haya: Madre soltera, hija natural, modistilla a punto de casarse con un hombre bueno pero un huevo sin sal. Cantamañanas que la lía. Ingeniero que resulta que es el padre y le deja una herencia de bigotes. Hombre de ringo rango que jamás dejó de amar a la madre pero que no se lo dijo. Aún así, después de veinticinco años le da el pronto y le deja una pasta a la hija natural, fruto de sus amores juveniles. La hija que es muy borde con la madre pero una pánfila con el cantamañana, le entrega todo su dinero para que ponga un negocio. El cantamañanas se larga con la pasta y la deja en Tanger sin un duro y un montón de deudas. Ella se desmaya de la mala suerte que tiene y despierta en una clínica medio atontada. Un policía irrumpe de pronto en su habitación y ella se asombra. Quiere tomarle declaración ¡Ah, Dios mío!, piensas. El cantamañanas ha dejado mil pufos y la pánfila se va a la cárcel derechita. Que interesante ¡madre mía!
Pero no.
Hasta ese momento lo he pasado mal, he jurado en arameo y me he preguntado que quién me manda meterme en estos líos, pero continuaba, quería saber hasta dónde llegaba la hija natural del ingeniero, y por qué todo el mundo bebe los vientos por esa novela.
Pero cuando ha llegado un policía a entrevistarla y el narrador interrumpe el momento de tensión, el climax o el punto de giro, lo deja con la palabra en la boca y se dedica a explicar que la luz entraba a raudales por las amplias ventanas del pabellón. Tras ellas, el viento mecía levemente las palmeras y los eucaliptos del jardín sobre un deslumbrante cielo azul.
He decidido que ya estaba bien, que ese libro no se llevaba ni un minuto más de mi tiempo.
Me ha recordado a esas personas plúmbeas que cuando les preguntas qué les han dicho sobre el tumor maligno que le habían detectado, te responden con parsimonia. Verás, me recibió un doctor de mediana edad…, o cuando te interesas por el viaje que han disfrutado, se acomodan en el sillón y comienzan de la siguiente forma. Salida, nueve cuarenta y cinco…
La verdad es que con amigos así de pesados una tiene que guardar la compostura y hacer de tripas corazón, pero con un libro, un libro de seiscientas treinta y cuatro páginas, ni hablar. Lo he cerrado. Lo he cerrado de golpe, en el metro. He hecho tanto ruido al hacerlo que una señora me ha mirado mal.
Sí, señora, me hubiera gustado explicarle. Esto no hay quien lo termine por muy best seller que sea, por mucho que a la gente le distraiga la historia de huerfanitas memas y vientos que mecen las palmeras.
No y no. Esa es mi opinión.
Que a lo mejor si sigo leyendo me encuentro con una joya literaria, una bomba de creatividad y buen hacer. No digo que no, pero por de pronto he cerrado el libro y no creo que tenga la tentación de volverlo a abrir.

viernes, 25 de marzo de 2011

REENCARNADOS



Me envían un MSN:
Noticias varias:
“China prohíbe al Dalai Lama reencarnarse en un país libre... Había pedido elecciones democráticas para la elección del sucesor, y el régimen comunista chino ha insistido en prohibir cualquier reencarnación sin su permiso”.
En un principio la noticia me pareció insólita, pero una vez digerida, hasta la comprendí. Porque si no empezamos a controlar esas minucias puede ocurrir que les pase como con el consejero de empleo andaluz, que le han tenido que pagar una indemnización escandalosa por despido, ya que trabajaba en las bodegas Gonzalez Byass desde el mismo momento de nacer. Es decir, siendo neonato.
Está comprobado que si uno se reencarna a menudo, adquiere tal experiencia y madurez laboral, que es cortarle el cordón umbilical e irse sin perder un minuto a fichar.
También puede ocurrir que haya muertos currando para cotizar más, mientras deciden si reencarnarse o no. En ese caso se les podría llamar “nasciturus”
Pero eso a los chinos les trae al fresco. Ellos saben que ninguna economía por muy emergente que sea, lo soporta. Y no están dispuestos a que un puñado de “neonato” y “nasciturus” reencarnados los arruine.
Oye, pues visto así…

lunes, 21 de marzo de 2011

UNA DISCRETA SOMBRA





No soy una llorona de esas que se consuelan en el hombro de cualquiera. No voy de acá para allá dejando mi huella de rimel corrido porque me hayan abandonado.
Yo, hasta ahora, hasta ayer mismo, era una sombra discreta, de largas piernas y andares armoniosos. Una sombra lo que se dice educada, hecha para pasar desapercibida, para seguir a mi amo. ¿Qué me arrastro por las esquinas? Sí, es cierto, está en mi naturaleza. Pero jamás saco los pies del tiesto. He vivido hasta ahora por él y para él. Ese ha sido el problema, que sabía que siempre me tendría, que conmigo nunca iba a tener problemas de engaños ni abandonos. Me sabía segura, y por eso me maltrataba.
En cuanto encendía la luz, yo estaba allí con su güisqui en al mano, esperándole. Nunca le eché en cara lo tarde que llegaba a casa, ni las manchas de carmín en su solapa, ni sus malos modos. Cuando se despertaba por las mañanas, ya estaba yo, aseada y fiel, acariciando sus pies, poniendo pagamento en sus zapatos, no fuera a despegarme por cualquier recoveco. Lo acariciaba, lo precedía en ocasiones para que no se hiciese daño. Me escondía tras las esquinas y luego aparecía en todo mi esplendor para sorprenderle. Me dejaba llevar sin rechistar a donde él quisiera, que yo en eso jamás me metí.
Es cierto que a veces se lo decía, pero no era verdad, esas cosas se dicen cuando una está muy enfadada; “Si no te gusto te buscas a otra, que sombras hay muchas”.
¿Pero quién no ha dicho algo así pensando que si llega el momento será capaz de hacerlo? Son cosas que se dicen cuando estás enfadada. No sé, no hay por qué tomárselas al pie de la letra.
Estaba segura de que había otra, mi inconsciente me lo decía, pero no lo quería oír. Los hombres no se van nunca solos, solos no se aclaran. A ver qué va a hacer un hombre sin sombra. Buscan antes el relevo. Y mira que me lo dijo veces mi madre. Síguele, no lo dejes solo ni un minuto. Y eso que ella era sombra de árbol, y esos si que son tranquilos y fieles, dónde se van a comparar.
El caso es que aprovechó la oscuridad de la noche para pegármela.
Me lo contaron ayer.
-Mira, chica, olvídalo. No se lo merece. Hay otra y es una sombra excéntrica, de color rosa chicle con retoques de fantasía.
-Ese color no es natural -le he explicado esta noche, cuando ha venido a recoger su ropa-. Esa tía está recauchutada, ha pasado por el quirófano. ¿O es que te vas a creer que hay alguna sombra rosa chicle en este mundo?
Pero él se ha reído. No parece el mismo.
-Tú si que eres una auténtica sombra; oscura y patética. Una sombra como las de antes, que se arrastran por el suelo y se pegan con pegamento a los talones.
Ha sido de una crueldad desmedida.
Por eso estoy aquí, bebiendo, en un bar de mala muerte, bajo la luz tenue de una bombilla de larga duración, esperando que pase alguien, quién sea. Necesito pegarme a sus pies y seguir siendo sombra. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

lunes, 14 de marzo de 2011

SELECCIÓN NATURAL







He leído en el periódico “Sentirse bien” que la manzana suiza Spatlauber contiene factores epigenéticos similares a los de las células madres humanas. Y como a mí todo ese tema de células madres y eterna juventud me tiene emocionada, he ampliado. He leído todo lo que ha caído en mis manos en el último trimestre. Y he llegado a la conclusión de que en breve nos mantendremos jóvenes para siempre. Si se nos estropea el hígado, pongo por caso, pues hígado nuevo. Si es el riñón, pues a crearte otro en el laboratorio. Será algo así como meter los zapatos en la horma. Hasta las patas de gallo nos quitaremos en un santiamén, en el tiempo que duran una toallitas relajantes para los párpados. “No estropee una cita por unas inútiles patas de gallo”, nos dirán en la tele. Toda una revolución. Ni siquiera sabremos si el potente del cuarto tiene veinte o setenta años. Pero dará igual. A ver, a quién le importará eso con los abdominales y la testosterona tan a flor de piel.
Además si cada siete años renovamos las células en su totalidad y continuamos con las mismas manías y obsesiones, qué más dará lo que nos quede genuino después de tanto cambio.
“¿Y de qué nos vamos a morir?” me pregunta Sebas que le gusta ponerme en aprietos. Miro las horribles imágenes del terremoto de Japón y le contesto sin pensar. “De catástrofes naturales”. “No hay tantas como para equilibrarnos”. Continúo mirando el telediario y le digo. “Pues de un Gadafi cualquiera”. “Ahí está el meollo”, grita. “Volverá la ley del más fuerte. La selección natural ya no será por salud sino por desgraciados sin escrúpulos”.
Lo pienso bien y deduzco que no podemos venir de un Homo Sapiens generoso, de uno que dio su vida para salvar a sus congeneres.
“Si dio su vida por salvar a otros no es nuestro ancestro, desengáñate. Esa alma candida y generosa se extinguió como los dinosaurios”, me dice como si leyera mis pensamientos. “Nuestro ancestro fue el que se escondió, el que dejó a todos empantanado y se salvó, el que se lió a pegar puñaladas traperas a diestro y siniestro. En una palabra; el que logró sobrevivir”.
“Si la selección no está en la salud, estará en la trapichería, en el engaño, en la ruindad”, insiste.
Continúo mirando la tele, pero ya mucho más desganada, como sin fuerzas. Una locutora rubia que cierra los ojos al acabar cada párrafo, dice que los bancos empiezan a tener beneficios. El país se va a pique, los parados proliferan, las empresas se cierran. Pero ellos no descuentan una letra ni si los torturan. Aunque eso sí, no hacen más que pedir dinero al Estado, o al Banco Central, o a quién se tercie. Pero no para reactivar la economía, sino para aumentar beneficios y repartirlos entre los consejeros.
“¿Y si el estado se queda sin dinero por tanto prestar, y se acaba la Seguridad Social, el paro, las prestaciones sociales?” Sebas asiente. “La ley del más fuerte. El menos solidario, el más ruin”, dice mientras se mesa sus cuatro pelos.
“Ya no quiero células madres. Que me dejen envejecer a gusto con los de mi generación, que me dejen con la selección natural, el hígado escacharrado, el colesterol por las nubes. “Es mejor el deterioro físico que la ley del más fuerte”, le confirmo, pero se ha dormido, aunque la que ya no logra pegar ojo soy yo.

domingo, 6 de marzo de 2011

PÁJAROS O POESÍA







Catalina y Leopoldo se habían conocido en una fiesta. Una de esas fiestas que da alguien que ni siquiera conoces. Contactaron enseguida. Fue por algo relacionado con una bebida que ya se había terminado. Un no importa quédatela tú que a mí me da lo mismo.
Hablaron de poesía, de naturaleza, de senderismo. Él creyó dejarla embobada cuando le habló del movimiento de migración de los pájaros. A él le gustaban los pájaros. Y ella pensó lo mismo cuando le dio una extrema explicación sobre la obra poética de Valente. A ella le gustaba la poesía.
Alguien dijo que porqué no continuaban la juerga en otro sitio, y fue entonces cuando se dieron cuenta de que ya se acababa, que los pocos que allí quedaban cogían el abrigo para marcharse. Habían perdido a los amigos con los que habían acudido a aquella fiesta, que por otra parte les pareció que acababa de empezar. Decidieron irse por su cuenta a cualquier sitio. Nadie les echó en falta cuando se marcharon. Ellos habían pasado desapercibidos.
Fueron a un bar de las afueras y continuaron fumando y bebiendo. Y hablaron otra vez de pájaros y de poesía, y también de música. Leopoldo dijo que le gustaba mucho la música country americana y a Catalina el jazz. Ella habló de Ray Charles y Leopoldo le contestó que Garth Brooks era su preferido. Ella le confesó a Leopoldo que no sabía bailar pero que esa noche bailaría, que se sentía atrapada por la música. El se quedó mirándola fijamente y pensó que nunca había sentido su propia mirada tan intensa, ni sus ojos tan claros, ni su sonrisa tan seductora. Minutos después ella se contoneaba con provocación ante él. Leopoldo salió a la pista de baile, elevó un brazo y se echó el pelo hacia atrás. Debió ser entonces cuando se dio cuenta de que Catalina lo miraba con tanta intensidad que llegó a preguntarse si esa mujer no iba a amarle ya para toda la vida. Ella por su parte lo había estado observando mientras bailaba, y había visto sus ojos hacerse agua ante sus piernas. Fue en ese momento cuando él la agarró por la cintura y la besó. Y ya no pudieron dejar de besarse ni siquiera cuando se desnudaban en la habitación del hotel.
Él no podía marcharse aquella noche, le gustaba mucho lo que era capaz de decir delante de aquella mujer. Se trataba de hablar sin importar de qué, como si el contesto no tuviera importancia. Ambos llegaron a la conclusión de que sus cuerpos estaban diseñados para abrazarse.
Leopoldo continuaba en la habitación cuando despertó la mañana del domingo. Y estaba seguro de que ella empezaba a soñar con él. Pero al tantear la cama buscando su cuerpo cálido comprobó que se había marchado.
Fue un momento después, al descorrer las cortinas, cuando pudo ver una carta en la mesilla de noche. Era de ella, le decía que debía marcharse para no tener líos en casa, pero que se encontrarían de nuevo a las ocho de la tarde. Que lo esperaría en la boca del metro de Bilbao. Le decía otras cosas sobre su encuentro y sobre la noche. A Leopoldo le gustó la idea. No había habido intercambio de números de teléfonos, ni direcciones, sólo la nueva cita. La promesa del reencuentro tan sólo unas horas más tarde. Era excitante, pensó.
A las siete de la tarde Leopoldo pensaba en ella. No había dejado de hacerlo ni un solo instante del domingo. Se había encerrado en el cuarto de baño y se había estado contemplando en el espejo. Había cogido la loción de afeitar mientras observaba sus ojos, esos ojos claros que la habían conquistado. Se sintió intenso y seductor. Pensó en lo largo que se puede hacer un domingo y en lo corta que es una fiesta de sábado. Se sonrió y pensó que ya sólo faltaba una hora para el reencuentro.
A las siete, Catalina se había puesto una mascarilla hidratante y leía en voz alta las poesías de Valente. Le alegró su sensibilidad. Había estado brillante y él se lo había dicho. Le gustaba la poesía igual que a ella, y le gustaba el jazz y el baile. No era normal encontrar a un hombre que valorara sus gustos de esa manera. Indudablemente aquello había sido un flechazo, algo en lo que no había creído hasta aquel sábado.
Busco en el armario una falda corta, la más corta que tuviese. A él le habían vuelto loco sus piernas, creía habérselo escuchado.
Cuando Leopoldo estaba cerrando la puerta, sonó el teléfono, era su amigo Sebastián
-Sebastián, tío, te tengo que dejar. Una cita. Una cita, Sebastián. Una mujer extraordinaria, la mujer de mi vida, por fin. Ya no me tendrás que decir que tengo que sentar la cabeza. Oye, ¿por qué no me llamas mañana?
-Vale, vale –contestó el amigo-. Y si la chica te gusta, no te pases haciéndote el duro, ¿sabes? Uno nunca sabe, las mujeres son misteriosas.
Amaba a Catalina. Acaso la amara porque vendría a su encuentro y le acompañaría. Porque lo miraba con ternura y admiración. Sospechaba que tenía una inteligencia excepcional. Había admirado todas sus opiniones. Pensaba en ella como una reina que a su lado reinaría sobre sus colecciones de música country, sobre la de pájaros, y sobre la naturaleza en medio de la cual y sin ella, se sentiría solo y superfluo.
Por su parte Catalina ya en el metro, pensaba en Leopoldo. Tenía ganas de correr ahogarlo con sus palabras, abrazarle. Recitarle todos aquellos versos, dejarle su música de jazz.
Cuando salió de la estación había varios jóvenes esperando, los había acompañados y también solos. Intentó recordar su rostro pero se le desdibujaba. Se habían conocido en una fiesta con poca luz. Se habían amado en una habitación de hotel en penumbra... Sin embargo se reconocerían al encontrarse, estaba segura. Él no iba a olvidar sus piernas tan fácilmente. Se reconocerían por la poesía, por el jazz. Sabrían encontrarse y sin embargo…No recordaba. Cerraba los ojos y no recordaba.
Cuando Leopoldo llegó a la estación de Bilbao observó que había muchas mujeres solas esperando y que Catalina podría ser cualquiera de ellas. No tenía en ese momento su rostro muy definido. Confiaba en que fuera ella la que lo reconociera. Sus ojos claros de los que ella no había apartado la vista la guiarían hasta él.
A las diez de la noche Catalina llamó a Clara
-¿Quien daba la fiesta el sábado?
-Ni idea chica, una fiesta de tantas.
Él por su parte llamó a Miguel
-¿Una chica que estuvo contigo? Ni me acuerdo. Iba ciego, ya sabes. ¿Tenía las piernas bonitas?
-Ah, ¿que no lo sabes, que crees que llevaba pantalones? No me acuerdo. En esas fiestas todo el mundo se parece. Vete tú a saber quién fue el que dio la fiesta, y quién la que estaba contigo. Duerme Leopoldo, y no pienses más que mañana tenemos que trabajar duro. Olvídala, anda.
Pero él asumió ante el espejo de su cuarto de baño, mientras se lavaba los dientes aquella noche, que jamás volvería a encontrar a una mujer como aquella, que amara los pájaros, la naturaleza y el country.
Y… bueno, sus ojos.
Catalina escribió a Clara “Me voy de Madrid. Él ya no está. Echo de menos sus silencios más elocuentes que cualquier conversación. Nunca volveré a encontrar un hombre que me ame tanto por mi misma como él. Y sobre todo, jamás olvidaré cómo miraba mis piernas esa noche mientras escuchaba embelesado los versos que yo le recitaba. Un hombre que como yo, amaba la poesía y el jazz”
Porque aquel domingo, a las ocho, en el quiosco de prensa que hay cerca de la boca del metro de Bilbao, él había estado ojeando revistas de pájaros, mientras ella, unos pasos atrás, había leído una y otra vez un libro de poemas. Al cabo de unos minutos, Catalina había tropezado con Leopoldo y a este se le había caído la revista que ojeaba. Catalina pensó que hay que ver que gustos tan raros tiene la gente ¿Pájaros?
¿A qué tipo de mujer le puede gustar la poesía? se iba preguntado él mientras bajaba tristemente las escaleras del metro de Bilbao