miércoles, 15 de diciembre de 2010

MOROS Y CRISTIANOS




La fiesta de moros y cristianos llegó por fin.
Ramón, el capitán moro, entró en el pueblo con su caballo negro, su sable y la capa ondeando al viento.
Trotó a lo largo de la avenida de la Constitución, y luego frenó en seco.
Saludó elevando los brazos y sacó el sable en un gesto agresivo y triunfante.
El público en las gradas aplaudía entusiasmado, y sus hombres, es decir, las filas moras, esperaban su indicación para iniciar la marcha hacia el castillo, contra los cristianos.
Ramón inclinó su cabeza a ambos lados y luego hizo un gesto con el brazo. Una fila de moros perfectamente alineados comenzó entonces su marcha. Todo un alarde de colorido y destreza.
Detrás iba Fabián, el hermano mayor. Desfilaba con sus hombres del bando cristiano; cruzados, contrabandistas, templarios. Toda una mezcolanza dispuesta a conquistar el castillo que ya ocupaban los moros.
La fachada del castillo, de cartón y púrpura, estaba sostenida por grandes tablones de aglomerado, tras los cuales, unas rudimentarias escaleras permitían la subida al torreón. Ramón se asomó desde lo alto y saludó victorioso. Y así fue como esperó la llegada de los cristianos.
Llegó Fabián a sus puertas, se entrecruzaron frases provocativas y burlescas. Formalizaron retos y arengas, se fueron ajustando al combate a base de ensordecedores disparos. Y fue entonces, en ese momento crucial en el que Ramón debería haberse rendido, cuando se negó a hacerlo. Y aunque ensillado y hambriento de venganza, debería haber caído inerte porque el capitán cristiano lo habría logrado vencer un año más. No fue así, no cayó fulminado como exigía el guión de las fiestas. Ramón, disfrazado de capitán Moncofar, ante la rabia que le producía el fracaso, la ya inminente victoria de Fabián, se mantuvo firme en lo alto del castillo. Ni siquiera la soldadesca mora huyó hacia la playa como estaba previsto que ocurriera si su capitán hubiera sido vencido. Pero no sucedió como se esperaba. No este año. A su mente llegaron un montón de recuerdos infantiles, de afrentas, de comparaciones. Se sintió fuerte, por fin iba a vencer a su hermano.
Las cosas empezaron a torcerse cuando Ramón, movido por ese súbito deseo de venganza se negó a dejarse ganar por los cristianos. Todo el pueblo lo miraba incrédulo. Él gritó desde la torre que no entraría ese vil cristiano, esa chapuza de hombre, ese enmascarado y torpe. Y se mantuvo inflexible ante el ruego del público que le pedía que se dejara de tonterías y que cediera la torre de una vez, como todos los años, que esto, al fin y al cabo, no es más que una representación, una obra testimonial, sin trascendencia. Pero él, haciendo caso omiso a sus filas, levantó el sable y le gritó a Fabián que subiera a la torre si era valiente.
-Ramón, hombre –le gritó su hermano- que eres el moro, que debes entregar el castillo. ¿Es que la tienes que montar siempre?
Pero él ya no escuchaba, sólo quería continuar con su desafortunada batalla.
-Y una mierda –respondió Ramón, loco de envidia -. Tendrás que arrebatarme el castillo con las armas. Lucha, cobarde y chapucero.
Hasta que Fabián, cansado del empecinamiento y chulería de Ramón, le dio la espalda, levantó su brazo en señal de despedida, y se sumó al griterío, a los vinos, a la fiesta del pueblo.
Los pocos soldados moriscos que se habían quedado observando el castillo, se cansaron también de esa lucha absurda de celos y venganzas, por lo que al escuchar los acordes de la orquestina instalada en la plaza mayor, se sumaron a la fiesta.
Y así fue como él solo, enfervorecido y babeante por la rabia. Llamándose el mejor y el conquistador del castillo, insultaba a Fabián desde lo alto de esa torre de aglomerado y cartón, mientras una fina lluvia comenzó a caer sobre el pueblo.
Eran ya cerca de las tres de la madrugada cuando los vecinos pidieron a la guardia civil que bajasen al fantoche ese que no paraba de dar gritos desde lo alto de una escalera.
Y es que esa noche el agua había deshecho el castillo y la fachada de cartón había cedido bajo el peso de la lluvia, dejando tan solo a la vista una vulgar escalera desde la que Ramón se sentía “victorioso”.