jueves, 18 de marzo de 2010

UN DÍA VERDE




Aquella mañana el cielo se había teñido de verde. Nadie podía precisar a qué hora exactamente pero lo cierto era que su tono era verde pistacho. Las nubes en vez de tamizarlo le daban un aspecto irreal como de película de dibujos animados.
La señora Torres estaba preparando un cocido cuando entró su hijo muy alterado.
-El cielo está verde. Pero verde, verde –gritó.
Ramón y Blas que descargaban botellas de cerveza en el supermercado “Ahorramas” sintieron como si una nube los cubriera, como si el sol se hubiera escondido. Y escucharon una exclamación, y vieron como los coches se paraban, los balcones se llenaban de gente. Hasta doña Pilar dejó caer las muletas y miró al cielo, sin acordarse de que se debía caer, que sin muletas ella debería estar en el suelo. La gente comenzó a salir de los bares, de las tiendas, de sus coches. Salían mujeres con el tinte en la cabeza, señores con heridas a medio curar, dentistas con la mascarilla, auditores con el portatil.
Todos, absolutamente todo el mundo salió a ver el cielo. Ese cielo color pistacho veteado de nubes. Las bocas se abrieron a lo largo de miles de kilómetros. Bajo la luz del medio día se extendían pueblecitos donde la gente de pie sobre sus sombras alzaba los ojos. La señora Torres tapó la olla, se secó las manos con un trapo, y se fue lentamente hacía el fondo de la casa.
Y comenzó a llover, la lluvia era tan fina y tan persistente que teñía de verde todo lo que encontraba a su paso. Los pelos verdes, las manos verdes, las mascarillas verdes, y los coches verdes. Se perdieron los contornos
A lo lejos, una nave redonda y blanca, se fue aproximando lentamente. Y mientras la gente miraba extasiada como esa nave se acercaba. Gritaron que no iban a consentir que ningún extraterrestre se metiera en sus vidas. “Los echaremos a todos” “Nos avasallarán con sus costumbres” “Nos quitarán el trabajo” “Bloquearán la Seguridad Social” “Fuera, fuera”, gritaban indignados. La lluvia verde iba cayendo lentamente, por encima de sus cabezas, haciéndoles no solos verdes sino irreales, como si fueran monigotes, personajes de cómics que gritaban indignados. “Es nuestra tierra” “No queremos intrusos”
La nave redonda y blanca pasó por encima de sus cabezas, poco a poco. Y fueron saliendo pequeñas virutas que se desperdigaban aquí o allá.
De pronto se dieron cuenta de que ya no estaba Ahorramas, ni Ramón, ni Blas, ni siquiera la señora Torres, ni los dentistas. Conforme pasaba la nave por encima de ellos iban desapareciendo, hasta que no quedó nadie ni nada. Habían sido borrados con una goma Milán.
Y el niño, mientras cerraba el estuche de las acuarelas, pensó que tendría que comprar más verde pistacho porque lo había gastado.

domingo, 14 de marzo de 2010

PORQUE EL RENCOR CUESTA MENOS QUE EL OLVIDO





Leo en el periódico que conmemoran el atentado del 11 M por separado; PP por un lado, PSOE por otro. Y yo pregunto: ¿Pero de qué van nuestros políticos?
Ya es hora de que los ciudadanos pongamos un poco de cordura dónde no la hay. ¿Acaso es posible vivir en un país en el que se inocula el odio desde la infancia? Quieren que los vascos y los catalanes odien al resto del país. El resto del país a los catalanes y a los vascos. Los de derechas a los de izquierdas, los de izquierdas a los de derechas.
Me recuerdan a esas familias en las que los padres separados enseñan a odiar “sin medida ni clemencia” al otro cónyuge. ¿Cómo es tu padre, hijo mío? Le preguntaba una mujer a su hijo, ya adolescente. El chico se levantó como si le hubieran dado cuerda y dijo: Un hijo de puta. Luego se volvió a sentar.
Se enseña a odiar al padre, a la madre, a los abuelos, a los tíos, a la enemiga de mamá, o al vecino del cuarto. Se enseña a odiar desde la cuna, desde los colegios, desde los recuerdos. Los rojos torturaron a tu abuelito, nene. Los fachas lo mataron, corazón. ¿Y cuándo fue eso? Hace tantos años que no conoces ni a tu abuelo ni al torturador, pero no lo olvides, que el frutero de la esquina tiene las mismas ideas que el torturador de tu abuelito, ángel mío. Y así un día, y otro, y otro.
El verano pasado visité el Elizondo, un pueblo navarro precioso. Se celebraban sus fiestas y hubo una cabalgata. Salía una carroza en la que un falangista pegaba a un niño por no hablar español. ¿Sabrán esos niños quienes son los falangistas? Bueno, esos sí lo sabes. ¿Pero los demás?, el resto de los niños o jóvenes ¿los saben? No presencié al vasco pegando a un niño por no hablar euskera, porque estábamos allí. Pero cualquier día me lo enseñan en Madrid, por ejemplo. Porque cuando se trata de enseñar a odiar, lo bordan unos y otros. Nos abren tumbas, nos recuerdan la guerra, la recuerdan hasta aquellos que ni la olieron. Y odian. Porque el caso es que odien, como odiaron sus padres, y sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos. Y por eso no somos capaces de ir juntos a manifestarnos ni por los atentados de al qaeda. Ni siquiera por eso.
“El odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño. Hay que guardarlo avaramente”. Y yo me pregunto ¿quién quiere eso para sus hijos? Pues esos seres brutales y egoístas que solo piensan en ellos, en sus votos, en sus elecciones, en su provecho. Maldito provecho.
Ya está bien, politiquillos del tres al cuarto. Gobiernen según sus principios, legislen como les dicten sus electores. Pero, por favor, aprendan a respetar y a permitirnos tener un país que no sea de opereta.

viernes, 5 de marzo de 2010

POR TU CULPA




Alberto Segura dormía plácidamente junto a su mujer cuando una pareja de la guardia civil entró en su dormitorio. Se despertó de pronto y al hacerlo no se fijó en que acababa de amanecer, ni siquiera en que era domingo. Tan sólo fue capaz de fijarse en aquel hombre, el más alto, el que se había parado a los pies de su cama. Y fue entonces cuando volvió a su memoria un pelo rizado, un bigote y una voz bronca. El hombre que permanecía quieto a los pies de su cama, no hablaba pero tampoco dejaba de mirarle. Amalia, su mujer, pegó un grito, y él, al escucharlo, se incorporó de un salto. De pronto se sintió incómodo con su pijama a rayas, la barba poblada y ese aliento que intuía hediondo. Sospechaba que tenía mal aspecto, y en un principio eso le preocupó bastante. Pero al observar al hombre detenidamente se dio cuenta de que no había agresividad en su expresión. De todas formas y a pesar de su falta de agresividad, estaba seguro de que no lo aprobaba, de que no aprobaba su aspecto, de que jamás lo aprobaría.
El pasado volvió a su memoria con tanta fuerza que se sintió de nuevo aquel niño. Todo había sucedido muchos años antes, antes incluso de que Amalia y él se casaran. Fue cuando al enviudar su madre, decidió comprar un gabán y un tricornio de guardia civil para colgarlos en el perchero de la entrada.
-De esta forma disuadiremos a posibles ladrones- había dicho ella- No se atreverán a robar a un guardia civil.
Él era todavía un niño, y poco a poco ese gabán y tricornio se envolvieron en fantasías infantiles. Así fue como aquellas prendas se rellenaron de pelo rizado, de bigote, y de voz grave.
Alberto llegó a odiar a ese padre imaginario que se introducía entre el gabán y bajo el tricornio para comportarse de forma autoritaria e intransigente. Y cuando dejó de estudiar para ocupar un oscuro puesto de mozo en una empresa, él se deshacía en insultos ante ese padre opresivo que siempre lo había dominado.
-Nunca me dejaste hacer aquello que yo realmente quería -le decía al gabán que colgaba del perchero-. Dejé de estudiar por culpa tuya. Claro, es fácil apoyar a un hijo que deja de estudiar. Un ahorro ¿verdad? No me obligaste y ahora tengo un negro porvenir por tu culpa.
Así fue como Alberto pasaba las tardes, sentado en la entrada de su casa mientras su madre se afanaba tratando de salir adelante con la exigua paga que le quedaba de viudedad.
Ella nunca conoció la relación de su hijo con el gabán de guardia civil que colgaba del perchero, pero trató de proporcionarle una vida decente. Por eso, aquella mañana en la que Alberto vio al guardia civil en su dormitorio, se le despertaron todos aquellos resentimientos dormidos, y se desahogó con aquel número que lo miraba. Una infinidad de reproches fueron saliendo de su boca mientras se ponía las zapatillas y se cubría con la bata.
-Jamás te comportaste como un verdadero padre conmigo -decía mientras se señalaba con el puño cerrado-. Ni una palabra amable, ni un cuento por las noches. Nada. Tan sólo rigurosidad y malos modos.
-Pero oiga, usted me está confundiendo -dijo el guardia civil mientras miraba de reojo al compañero absolutamente desconcertado.
Alberto se paseaba de un lado para otro de la habitación mientras su mujer lo miraba atónita.
-No, eso es muy fácil decirlo. No traemos hijos al mundo para abandonarlos. ¿Yo acaso te pedí nacer?
-Pues… -dijo el hombre rendido.
-Mi madre trabajó como una burra para sacarme adelante y ¿tú? ¿Dónde te encontrabas?
-¿Yo? -preguntó el guardia intentando comprender.
-No podía hacer nada. Era joven y no iba a ponerme a ayudarla. Tenía mis problemas.
-…
-Me casé -dijo señalando a su mujer que los miraba-. Y ni a la boda viniste. ¿Conoces a tus nietos? No, yo era poco para ti. Y ella también ¿No es cierto?
-Pero…
-No insistas ni trates de justificarte, porque aquí me tienes ahora, hecho un desgraciado, con un sueldo que no da más que para sobrevivir, con un porvenir frustrado. Y toda la culpa la tuviste tú. Tú y solo tú -dijo cayendo desfallecido en el silloncito azul que había al lado de la cama. Luego se tapó la cara con las manos y sollozó.
Su mujer aprovechó ese momento para preguntar:
-¿Qué es lo que está pasando aquí?
-Que su marido está fatal -dijo el guardia.
-¿Pero ustedes que hacen entrando en una casa sin llamar?
-Unos vecinos han encontrado a una anciana deambulando por la calle, iba descalza y en camisón. Nos dijeron que vivía aquí. Su puerta estaba abierta y...
-Madre ¿cómo se ha levantado tan temprano? -preguntó la mujer dirigiéndose a la anciana.
-¿Es familiar suyo, verdad?
- Si, es mi suegra, tiene Alzheimer.
Alberto seguía sentado en el sillón insultando en susurros al guardia civil que lo miraba de reojo.
-Un mal padre, eso es lo que fuiste.
-Hombre, tranquilícese -decía el guardia mientras preguntaba intrigado -¿Y a éste que le pasa?
-No lo sé, es la primera vez que lo veo tan mal. ¿Pero es que usted no lo conocía de antes?
-No. Además, cómo voy a ser su padre si soy mucho más joven.
-Siempre fuiste más joven, y más guapo, y más listo.
-Pero...
-Coartaste mi libertad y hoy no soy nada por tu culpa.
-Llama a un médico que la ha tomado conmigo -dijo el guardia a su compañero mientras trataba de calmar a Alberto.
La anciana se acercó a su hijo y lo abrazó, pero Alberto no dejaba de mirar cargado de rencor a ese guardia civil que tan culpable había sido de todas las desgracias de su vida

martes, 2 de marzo de 2010

PELICULAS PARA NO DORMIR



El día de la tormenta perfecta fui al cine a ver una perfecta tomadura de pelo. Eso me pasa por no hacer caso de los medios y salir a la calle en vez de quedarme en mi casita tan ricamentem. Pensaba ir a ver "Avatar" pero en Plaza norte no la ponían en 3D, y con las prisas me animé a ver "Shutter Island" (la película más vista)
Como no soy critica de cine ni tengo conocimientos suficientes al respecto, solo puedo hablar desde mi experiencia literaria, como lectora, más que cómo escritora. Sobre lo que yo llamo contar bien, no timarte, no sacar conejos de debajo de la manga para impresionarte, no poner música de malos para que sepas quienes son, o de miedo para que se te pongan los pelos de punta cuando ellos decidan. Así, sin más. No utilizar el morbosismo para alucinarte cantidad... En fin, todo eso.
No me salí porque quería saber en qué quedaba el bodrio y no me desengañó, fue mucho peor. Una monumental tomadura de pelo para dejarte extasiada con un final "Deux est machina". Anda, fijate tú por dónde.
Bueno, es mi opinión. Solo eso. Una opinión.