lunes, 24 de agosto de 2009

EXTRAPOLAR


Cuando el cardiólogo detectó mi arritmia cardiaca, le pregunté si la causa podría haber sido el estrés que tenía en el trabajo. Mira, me explicó. En el corredor de la muerte no se produce tu arritmia. Una persona puede ponerse muy nerviosa ante una situación límite, pero lo que no se tiene, no aparece. Es decir, que si no hay arritmia estructural, no se produce, por muy de los nervios que te pongas.
Me hizo pensar, la verdad. Tengo una clara tendencia a extrapolar. Lo hago desde pequeña. Mi padre extrapolaba mucho. Como era analista no tenía más remedio. Ponía una gota de sangre en el microscopio y contaba todos los bichitos que pululaban por allí. Luego me lo enseñaba. Mira, eso es un segmentado, y eso un eosinófilo, y aquello que corre tanto un linfocito o un monocito. Yo me quedaba obnubilada de lo que veía. Si él contaba una cantidad determinada de leucocitos, luego extrapolaba, que era como hacer una regla de tres, y llegaba a conclusiones. Si por cada 100 células había tantos eosinófilos, en todo el organismo había… Madre mía, se lamentaba, este hombre tiene infección. Así extrapolaba él, y así extrapolo yo con lo que me cuenta el cardiólogo.
Cuando alguien intenta justificar sus actos con el consabido “Me puso en la tesitura de hacer eso”, yo enseguida pienso en el corredor de la muerte, en los leucocitos, y en la regla de tres. Entonces alzo un dedo acusador.
-De eso nada, tú lo has hecho porque lo tienes dentro.
Mira, le fui infiel porque no me trataba bien, porque dormía con rulos, o porque engordó unos kilitos. Perdí los nervios y le dije cosas horribles porque me sacó el intermitente. Le di un bofetón porque me levantó la voz o rozó mi chaqueta. Le insulté porque se lo buscó, que yo no soy agresivo, mire usted. Y así hasta ciento.
Si el mundo que nos rodea fuera bueno, generoso, amable y mimosón, nosotros seríamos la biblia en pasta ¿no? Pues no, oiga. Usted es un hijo de su madre, un vengativo, y un mala idea. Y que sepa que lo tiene de nacimiento, que es algo estructural, como yo la arritmia. Está en su naturaleza y le sale a la primera de cambio. El problema es que no solo queremos justificar nuestros actos sino también el de las personas a las que queremos. Les damos miles de oportunidades a ver si voy a ser yo el culpable de cómo se ha puesto. Así pasa luego lo que pasa, que las matan porque eran suyas.
Si extrapoláramos más encontraríamos enseguida la infección y nos cuidaríamos de tanto mártir de pacotilla.

jueves, 20 de agosto de 2009

EL YO, EL ELLO, EL SUPER YO, MI MADRE Y EL SENEGALÉS




foto: Chema Madoz

Mira que me cuesta decir no. Lo he intentado todo. He comprado miles de libros de autoayuda. “Aprenda a decir no sin sentirse culpable” “El no en nuestra vida” “Una vida llena de noes” No sé, hay muchos libros de esos en mi librería, y sin embargo sigo cayendo en la complacencia ajena. Qué pensará ese hombre de mí, cómo le voy a hacer el feo.
Fue mi madre, estoy segura. Ella me enseñó a prestar mis juguetes, a no pedir los de los demás, a conformarme con los regalos que recibía, a decir que todo lo que me daban para comer estaba de morirse aunque se me quedara atragantado en la glotis, a pedir una tortilla a la francesa como todo alimento cuando el que pagaba no era mi padre. Es bonito ser educado, complaciente, amable. El problema es cuando a los demás no les han dado la vara con esos compromisazos y te enfrentas al mundo real, hostil y cicatero. Que no me gusta tu regalo, tía, así que cámbialo. Que no te dejo mis juguetes pero quiero jugar con los tuyos. Que aprovechando que me invitas me pido una langosta a la marinera que no se la salta un galgo. Porque entonces se me cruzan los cables y se me pone carita como de gilipollas. Y es que el mundo desde lo de mi madre ha cambiado mucho. Ahora se lleva otra cosa, el cuchillo en la boca y la navaja en la liga. Pues diga no, mujer. Diga no, una y mil veces. Estámpele el regalo rechazado a su amigo en toda la cocorota, y pásele la cuenta de la langosta al convidado antes de huir por la ventana del aseo de caballeros. Sí, claro, eso es muy fácil decirlo pero cuando se ha incrustado en las neuronas ese conformismo elegante y tontón, es como si te clavaran un cuchillo cada vez que vas a sacar los pies del tiesto. Cuando estás a punto de desaparecer dejando la cuenta a tu amigo, se materializa en medio del lavabo tu madre, tu padre, el pasado y el pretérito imperfecto. Todos a la vez para decirte que eso no se hace, que eso no es correcto. Por eso esta mañana cuando me disponía a tomar al sol y un senegalés ha dejado toda su mercancía oculta bajo mi tumbona para huir de la policía, yo no he gritado con tu pan te lo comas, tío. He callado y guardado la mercancía como oro en paño, como si me fuera la vida en ello. Con el pie empujaba restos de collares y de gafas de sol que sobresalían de mi tumbona, mientras temblorosa veía pasar por mi lado a los agentes en pareja buscando “top mantas”. Husmeaban con las esposas tintineando a cada paso. Así he pasado la mañana, huyendo de la policía y soportando el masaje de un chino por si me había visto y me delataba.
Eran las tres de la tarde y se había marchado la policía, pero no había restos del senegalés, y ¿cómo me iba a marchar yo con mercancía ajena o dejándola abandonada en medio de la playa? No, eso no podía hacerlo. Mientras esperaba su regreso me han vendido una falda de lentejuelas, dos pareos, una sombrilla contra los rayos uva, un sombrero con ventilador incorporado, y una botella de agua de Solares.
Ha sido alrededor de las seis cuando por fin he logrado devolver lo que no era mío. He vuelto a casa con la sombrilla de los rayos uva, la botella de agua, las faldas, la sombrilla, el sombrero, y los pareos. Pero lo peor de todo, iba dolorida del extraño masaje que el chino me he dado por la friolera de diez euros.
Mañana no vuelvo a la playa. Bueno, a lo mejor vuelvo, pero antes me tengo que leer un nuevo libro de autoayuda que me ha vendido una gitana en un mercadillo ambulante. Qué mal comienzo, Dios mío. Maldita educación.

martes, 18 de agosto de 2009

DIARIO DE ABORDO




20 DE JUNIO

Hace ya muchos años pensaba que ser rica consistía en que tus padres te llevaran a Disneylandia, tener un “Mercedes”, y viajar en crucero. Mi amiga Maribel se marchó con su familia a recorrer el mundo en un barco. Cuando me enseñó las fotos y vi que su hermano y su padre llevaban una corbata de pajarita para la cena del capitán, pensé que eso no me pasaría a mí nunca, que esas cosas solo le podían pasar a la familia de Maribel y gente de esa que come langostinos y bebe champang.
Pero hoy, tantos años después, por fin salimos en crucero. Y es que actualmente hacer un crucero es algo que esta al alcance de cualquiera. Hay descuentos por mayores de cincuenta y cinco y por menores de catorce, por familia numerosa y por impares, por aniversarios y por graduaciones. Por contratar el viaje dos meses antes, o por viajar cerca de las bodegas. Todo tiene su pequeño ahorro.
El avión salía a las 11,45 y teníamos que estar en Barajas a las 8 en punto. Para facturar las maletas y esas cosas. El viaje lo hemos hecho con mi hermano y su mujer, que ha tenido la mala suerte de estropearse la rodilla unos días antes, un derrame sinovial de esos que te dejan hecha polvo. El seguro no cubre más que “el articulo mortis” y la UCI, le han explicado cuando ha ido a anular. Ella ha decidido que para pagar y quedarse en el sofá de casa, prefería ver el mar, y las noches blancas, y cenar con el capitán aunque sea con un vestido largo y una silla de ruedas.
Después de esperar veinte minutos en una cola interminable para facturar las maletas, un señor con chaqueta roja y cuaderno, nos pide que nos pongamos en otra cola porque estamos en la equivocada. Diez menos cuarto, volvemos a empezar.
Los asientos en el avión son tan estrechos que nuestras piernas chocan con el de delante, nos cuesta respirar, y vamos tiesos como palos. Pero lo peor todavía no ha llegado, lo más insoportable sucede cuando una chica muy mona nos permite desabrocharnos los cinturones y repantigarnos en el asiento. Veo con horror que el hombre de delante inclina su sillón hacia mi persona abarcando la totalidad del espacio disponible. A partir de ese momento viajo encajonada y estrecha durante cuatro horas y media. Trato de inclinar mi butaca pero es peor, porque entonces me siento no solo encajonada sino inerte, yerta, como sin vida. El hombre que tengo delante no se conforma con expandirse sino que de vez en cuando da un gran impulso a su incomodidad y abalanza su asiento contra el mío. Es como si me pegara un puñetazo. Gracias a los ejercicios de respiración que había llegado a dominar en mis clases de yoga, logro conservar la calma durante al menos veinte segundos. A fuerza de hiperventilar me sumo en una inconsciencia casi placentera. Ya casi no respiro. No tenemos derecho ni a un refresco, que para eso le sale tan barato, oiga. Olivia, una niña que viaja con sus padres, berrea nada más sentarse. Grita que está harta del viaje y que quiere llegar ya. Su queja se convierte en un lamento repetitivo y constante que destroza mis tímpanos. Todavía no hemos encontrado la pista de despegue cuando ha empezado con la letanía del yo quiero llegaaaar. El hombre de delante se pone nervioso y da unos cuantos impulsos más a su asiento. Emito un leve sonido de desespero y últimas voluntades, y me la cargo. ¿Y qué quiere que yo le haga?, me grita indignado. Yo también necesito espacio.
La azafata pregunta si queremos comprar algo para almorzar. Comprar, repite, por si alguien se había hecho ilusiones de un tentempié de cortesía. Pido un sándwich que parece de caviar por el precio, y de polo por la textura. Al morderlo dejó salir el agua de la descongelación. Olivia continúa gritando, el padre le pide con dulzura que comprenda, ella no comprende y le pega un bofetón, la madre le afea el acto a la niña, la niña llora y patalea. Olivia y sus padres se repiten incansablemente. No hay variación, no se produce la catarsis en su comportamiento. Todo es igual. El agua desciende por la comisura de mis labios mientras el viajero de delante me enviste de nuevo. Ya no siento mi cuerpo cuando una voz nos anuncia que nos abrochemos los cinturones e incorporemos el asiento. Vamos a aterrizar. Estoy paralizada. Da lo mismo que el hombre me haya dejado liberada al fin, ya no puedo moverme. Pienso que me quedaré así para siempre, un poco escorada a la derecha y bastante aplastada por la parte frontal. No siento las piernas, ni la boca, ni siquiera sé si soy yo la que se va de crucero como los ricos.


“Les deseamos que hayan tenido un excelente vuelo”.
Hemos llegado a Copenhague.
-¿Quieren ir directamente al barco o prefieren coger una excursión por la ciudad y los canales? 47 euros por barba.
-No, claro, mejor los canales. A ver ¿para qué he venido yo si no veo nada?
-Pues paguen la excursión y síganme despacioso -nos dice una chica morena y menuda que lleva una gorra azul, una chaqueta vaquera, y que parece mandar mucho.

lunes, 17 de agosto de 2009

VERANO


Sopor en la siesta y zumbido de mosquitos.
Miedo a lo hondo y sabor a sal de tu madre joven.
Ensalada en el porche
Una sombrilla de rayas entre mil sombrillas de rayas.
Los brazos de tu padre sosteniéndote en el agua.
Pantalones cortos y helado de vainilla.
La pamela de tía Clara.
Cuentos de miedo por las noches.
El chico del niqui verde, lluvia de estrellas.
Cuaderno de vacaciones, cine de verano.
Tortilla de patata y el biquini de Ana.
Figuras en la arena, excursión a la isla
Olor a pescadito, arena fría en las sandalias.
La vespa del tío Ramón, los cuentos de mamá Ana.
Una pelota de goma, bicicletas de dos ruedas.
Ahogadillas, luna llena, escondite.
Verano, infancia, recuerdos