domingo, 28 de diciembre de 2008

NAVIDAD


La Navidad está hecha de ausencias. Es peligrosa porque al principio te lo da todo, hasta la magia. Pero de pronto, y sin saber porqué, comienza a arrancarte pedazos de lo que tú considerabas un derecho, de lo tuyo, de lo de siempre. Lo primero que te arranca es la ilusión, la simple ilusión de que unos reyes a los que no conoces, que viven muy lejos y visten capa de armiño, te quieran, te llamen por tu nombre y acaricien tu pelo delante de un fotógrafo. Seres superiores, magos y poderosos, que llenan tus zapatos de ilusiones. Y todo porque sí, porque así es la vida en ese momento, y así piensas que será para siempre. Nadie te va a querer nunca tan gratuitamente como lo hicieron ellos. Y esa es la primera ausencia, el primer engaño que debes digerir, el del amor. El cariño, la amistad y el respeto te lo tienes que ganar. Además, quién te asegura que no vas a recibir a cambio carbón; un carbón hecho de traiciones y engaños.
La Navidad regresa año tras año, a pesar de las ausencias, de la falta de seres queridos, de los reveses económicos y de las enfermedades. La Navidad vuelve con sus luces en las calles, con sus castañas asadas, con sus reyes dispuestos a querer a alguien a quien no conocen. Y la calle se viste de fiesta una vez más, aunque siempre habrá quien quiera arrancar las luces a bocados, que pedirá a gritos que callen los villancicos, que esos parientes de pacotilla dejen de sentarse a su mesa solo porque es Navidad.
Y sin embargo, este año, por primera vez después de muchos otros, disfruto de la Navidad. He paseado y mirado los escaparates con ilusión. He comprado dulces y turrones. He adornado mi casa y he organizado cenas familiares. Y la razón es sencilla, el año pasado, justo un año atrás, estuvo en peligro mi vida. No eran las ausencias de los otros lo que me deprimía, ni sus traiciones, ni sus engaños. No era una desgana festera, un desaliento por la fantochada, era mi propia ausencia lo que estaba en juego. No eran recuerdos de reyes ni de camellos, ni comidas tristes, ni rencillas. Era la realidad frente a frente, inmensa y dolorosa. Y la ausencia dejó de ser parcial para abarcarlo todo. Y quizás por eso dejé de recordar, desapareció el pasado, ya no programé el futuro, y la vida se redujo a un único día; el que vivo.
Hoy de nuevo es Navidad y la calle está adornada. Me gustan los belenes de la plaza mayor, huele a castañas asadas, el quiosquero me felicita las pascuas, y voy a regresar pronto a casa porque tengo que preparar un pavo relleno, y mañana… ¿Qué mañana?

martes, 23 de diciembre de 2008

SAN VALENTIN


Qué rara es mi mujer, pero mira que es rara.
No me habla desde esta mañana y yo no tengo ni idea de por qué.
Todo empezó ayer, que va y me dice por qué no hacemos footing, que si necesita correr, que si está anquilosada, que si patatín. Y yo le digo que bueno. Me pongo las zapatillas que respiran y ella el chándal.
El caso es que de correr nada porque no habíamos recorrido ni cien metros cuando se detiene delante de un escaparate de bolsos. Que si espera un momento, Gregorio, que ese bolso me chifla. El caso es que pierdo el ritmo y las zapatillas dejan de respirar. Porque mi mujer llama hacer footing a cualquier cosa.
Entra en la tienda, coge un bolso negro y se lo prueba encima del chándal. "¿Te gusta Gregorio?" me pregunta. Y a mí ¿cómo me va a gustar con esa facha? Pero no se lo confieso, le digo que sí, mujer, pero vámonos ya, que perdemos el ritmo.
Oye, no habíamos recorrido ni trescientos metros y se mete en una tienda de audios. Se me estaba poniendo un humor de perros cuando me enseña un compact de Perales.
"¡Cómo me gusta Perales!", me suelta. Tuve que ponerme serio y decirle que o continuábamos corriendo o me volvía a casa. Me siguió, claro que me siguió, pero con una cara que daba pánico, aunque mi determinación debió asustarla porque se puso a correr a buen ritmo sin detenerse durante unos quince minutos. Hasta que se paró en otra tienda, esta vez de ropa, y se puso a mirar un abrigo negro, que la verdad, no tenía nada del otro jueves. "Me gusta, Gregorio, me gusta muchísimo. Es que me encanta." Menos mal que conseguí sacarla de allí con la escusa de la marisquería de Sainz de Baranda. Una marisquería la mar de buena, le dije. Lo cierto es que yo se lo decía por cambiar de tema, por no entrar en la tienda del abrigo y tener que ver como se probaba todas las tallas y salía sin llevarse nada, que es lo que suele hacer. Pero otra vez se indignó y me dijo que si todavía, a estas alturas, no me había enterado que a ella no le gustaban las marisquerías, que a ella lo que le gustaban de verdad eran los restaurantes románticos, esos que tienen velas en las mesas, un pianista tocando boleros y un maitre que te echa un poquito de vino sólo para que lo pruebes, y si no te gusta, se lo lleva y te trae otro. Fíjate, un restaurante de esos, con la mariconada del maitre sirviéndote el vino a poquitos y un pianista tocando boleros. Con lo buenos que están los percebes, los langostinos y todas esas fuentes llenas de patas que chupas y chupas, mientras en la barra se tiran las cañas una detrás de otra y el camarero grita: "marchando otra de cañas."
Después de haberme hecho pasar un sábado tan aciago, va esta mañana y la que se enfada es ella, oye. Todo porque es San Valentín y le he dicho que no le había comprado nada porque no se me ocurría qué regalarle.
No sabes la cara que se le ha puesto.
"Esto no te lo perdono", Gregorio: "No te lo puedo perdonar."
Que las mujeres son muy raras. Qué le hubiera costado, digo yo, haberme dado alguna pista. Pues no, prefirió ponérmelo difícil y dejarme mal el día de los enamorados para poder mirarme como si fuera un pedazo de carne con ojos.
Y que no me venga con que me ha dado pistas, que no me venga con esas, porque no.
¿Tú crees, que si la llevo a cenar a una marisquería de esas que gritan: "marchando esas cañas"y la invito a percebes, se le pasará el disgusto?













miércoles, 10 de diciembre de 2008

SECRETOS


El viernes me contaron un secreto. No se lo cuentes a nadie, me dijeron. Y yo, que creo mucho en esas cosas, lo guardé como oro en paño. Pero no me sirvió de nada porque era un secreto a voces. Se conoce que esa misma retahíla se la dijeron a varios y compartíamos el dichoso secreto un centenar de personas. Cómo se debieron reír cuando me vieron callar y poner cara de haba cada vez que se insinuaba el asunto de marras.
No me gustan los secretos porque luego la que queda de pena eres tú. Que “zorreta” eres, me dijo alguien. O sea, que lo sabías y como si nada.
Siempre he pensado que la gente necesita desahogarse, decir cosas que le queman por dentro, o por lo menos eso es lo que me ocurre a mí algunas veces. Y es entonces cuando necesitas confiar en alguien, abrir las esclusas y dejarte llevar frente a una amiga. Sí, ¿verdad? Pues craso error. He aprendido algo, y es que lo del secreto solo sirve para que alguien te escuche. Es una forma como otra cualquiera de darle intriga a tu existencia, imprimirle un sello de trascendencia a lo intrascendente, darle morbo a tu insulsa vida: un “leit motiv”, que dirían los guionistas.
En esta sociedad tan egocéntrica que tenemos, si no dices que vas a contar un secreto muy gordo, pues como que te dan de lado.
En una ocasión guardé un secreto quince años. Qué contención, madre mía. Y venga a escuchar hablar sobre el tema, y opinar unos y otros. Mientras yo me hallaba como investida de un secreto de confesión. Hasta que me enteré de que lo sabía todo el mundo. Y lo que es peor, lo sabían desde hacía quince años y un día, como una condena.
Por favor, no me contéis secretos ¿vale?

sábado, 29 de noviembre de 2008

PREMIO CERVANTES


Le han dado el premio Cervantes a Juan Marsé. Me parece bien, aunque al escuchar su nombre no puedo evitar acordarme del revuelo que se armó cuando le dieron el premio Planeta a María del Pau Janer.
Tengo una enorme empatía y en cuanto presencio una humillación pública, lo paso fatal, como si me la estuvieran haciendo a mí. Es duro eso de la empatía porque no solo se deben portar bien conmigo sino también con los que me rodean. Por eso no me gustan las “pelis” violentas, esas en las que el malo es torturador y la sangre corre a borbotones. A mí, no sé cómo explicarlo, hasta me duelen los puñetazos del Far West. Y si a uno le arrancan un ojo, inmediatamente me sale un orzuelo. Es un mal rollo tener empatía, muy malo. Y no quiero ni contar lo que ocurre cuando la “peli” va sobre los campos de exterminio. Entonces ya es que adelgazo por ósmosis.
Pero a lo que íbamos, Mari Pau me da lo mismo, ni siquiera he leído nada de ella. Sé que es periodista y que eso da salida a sus novelas y pasta a las editoriales. Un negocio “cultureta”, vale. Pero el revolcón que le dio Marsé a la pobre chica me dolió en el alma. Tuve que apagar la tele y todo. Porque ganar un planeta con las consecuencias económicas y mediáticas que ello implica, y que te lo chafen, es terrible.
Sí, ya sé que ningún escritor que se precie lo debería ganar teniendo en cuenta la catadura de los premios (según Marsé, claro) que por cierto, fue ganador del Planeta 1978, igual que Cela con sus Planeta, Nobel y Cervantes.
Pero en fin, y sin que salga de aquí, creo que se me enamoraría el alma si me sorprendieran con cien quilitos de las antiguas pesetas (que tampoco entiendo muy bien a qué viene eso de “antiguas”, como si hubieran nuevas pesetas) pero eso ahora no viene al caso. Lo que quiero decir es que ese premio Planeta que supone escaparates atestados de ejemplares, colas a rebosar de lectores, y libros envueltos en bandas de general, no le sirvió de mucho. Porque Mari Pau, lástima de hija, tuvo que soportar, con el premio y los aplausos recién extrenados, el rapapolvo de un Marsé recién caído del guindo planetario, e indignadísimo ante el ataque que se le había hecho a la buena literatura, la que se escribe con mayúsculas y letras doradas. Una obra de ínfima calidad, decía mientras se rasgaba las vestiduras después de haber sido jurado un montón de veces y no desconocer el asuntillo.
La verdad, movía a compasión: Mari Pau llamando vejete a Marsé, y Marsé tembloroso e indignado, afianzándose en la injusticia y en la literatura espoleada.
Hoy es él el homenajeado.
Te deseo suerte, Marsé, y espero de corazón que nadie te estropee tu merecido premio.

sábado, 22 de noviembre de 2008

ROBO


No tengo ni idea cómo se produjo todo, la verdad. Tenía que hacerme una prueba de cuello. Era una especie de escáner en la que comprobaban de qué forma llegaba la sangre a mi cerebro, si fluía bien, si se estrechaban las arterias. Eso por lo menos es lo que me explicó el médico. Había acudido a su consulta porque sufrí un mareo en el trabajo. No fue un mareo de esos en los que se pierde el conocimiento y te entra angustia, fue más bien que al levantarme perdí el equilibrio, como si estuviera borracha. Traté de volver a sentarme y sentí que de nuevo controlaba mi cuerpo. Pero en cuanto intenté incorporarme la habitación se puso a dar vueltas y más vueltas. El techo se confundió con el suelo y las paredes se me echaron encima. Fue algo desconcertante. Va a ser de cervicales, apuntó un compañero.
Ese fue el motivo de que visitara a un traumatólogo y acabara ante el dichoso escáner. Creo que se llamaba doppler. Un doppler de cuello, me había explicado el traumatólogo.
Después de embadurnar con un líquido gelatinoso mi cuello, la doctora me pasó un aparato en forma de mango de ducha sin dejar de observar la pantalla. Una figura gris, informe, una especie de medusa gigante se movía lentamente, y de vez en cuando la atravesaba un líquido rojo, como un río intermitente.
-¿Es la sangre? –pregunté. Y ella, sin dejar de observar la pantalla asintió.
Resultaba algo chocante ver como la sangre acudía de forma rítmica a mi cerebro a través de un tic tac, como si fuera un reloj. Tic, medusa gris, tac, el río rojo fluyendo hacia arriba. Tic, tac, de nuevo. El río seco, el río rojo. La doctora continuaba mirando fijamente la pantalla mientras merodeaba por mi cuello con ese extraño mango de punta redonda.
De pronto tuve la sensación de que en cualquier momento ese liquido rojo podría dejar de fluir, de que podría pararse. Era tan frágil. Ese ir y venir me desconcertaba. Como si el impulso que lo ponía en movimiento fuese puntual, aleatorio, o quizá tan solo caprichoso ¿por qué no? Tic, tac. Continuaba la medusa en la pantalla.
Me dieron hora para recoger los resultados una semana más tarde.
-A partir del lunes, de ocho a tres y de cuatro a siete –dijo la enfermera como si estuviera cansada de repetir lo mismo a cada momento, en ese decir constante, sin interrupciones. Tic, tac.
Una joven se acercó a la enfermera para preguntar si la quimio podría influir en el resultado de las pruebas.
-Si la doctora no lo ha valorado, es porque no hay problema. La pruebas se recogen de ocho a tres y de cuatro a siete. Tic, tac
Al salir entré en una cafetería, me senté en la barra y dejé el bolso en el suelo. Todavía rondaba en mi cabeza, ese tic, tac que me conectaba a la vida, a ese camarero, a un café. Una mujer se encontraba a mi lado leyendo un libro de hojas finas, una especie de bíblica con tapas de piel. Llevaba un cigarro en la mano. Estaba sentada junto a ella, tenía delante un gran ventanal que daba a una calle transitada. El semáforo que se ponía en rojo a cada momento, y eso ocasionaba continuos atascos. Debí perderme en ensoñaciones porque sin que me diera cuenta ella había desaparecido, la banqueta estaba vacía y mi bolso ya no estaba en el suelo. De pronto no tenía nada. Me había quedado sin dinero. Le aconsejaría que anulara las tarjetas de crédito, dijo alguien. Suelen ser muy rápidos a la hora de gastar, dijo otro. No podía hacerlo, no tenía el móvil. Nadie se ofreció a prestármelo. Las llaves de mi casa, del coche, las tarjetas de crédito, el talonario de las medicinas, mi tarjeta sanitaria, el justificante para recoger la prueba a la que me acababa de someterme. Ni siquiera el carné que me identificaba. Los números de teléfono de mis amigos, de mi familia, de mis compañeros. No me los sabía de memoria, todo lo que me identificaba se encontraba en el móvil, en el bolso, en papeles que se podían perder. Alguien que leía una bíblica podía sustraer y llevarse con ello mi identidad. Miré a mí alrededor, un mundo de seres extraños y desconfiados apartaban la vista. Se concentraban en su consumición. Sentí una gran sensación de soledad, necesitaba que alguien me ayudara, me prestara su móvil, me diera unas monedas para telefonear, o para subir a un autobús que me acercara a una comisaría. Estuve meditando un buen rato cómo hacerlo, pero cuanto más meditaba las caras de mi alrededor más difícil me parecía, como si nadie tuviese mirada.
El mundo se tornó muy triste, muy vacío. Me decidí a pedirlo abiertamente, a pedir unas monedas, un móvil, cualquier tipo de ayuda que me permitiera acercarme a una comisaría. Había pensado que quizá una o dos personas me echarían una mano, ellos habían visto mi desconcierto ante el robo. Cómo podían dudar ahora de mí.
Estuve unos cuantos minutos hablando en alto con el camarero explicándole mi situación, pidiendo a gritos una ayuda para salir del apuro en el que me encontraba, mirando de reojo y esperando. Nada. No me atreví a esperar más pues me entró miedo de que alguna de aquellas personas que ahora me miraba con recelo, pidiera a los camareros que me echaran del local. Me había convertido en una posible timadora, una sin techo, una pedigüeña. No tenía dinero, ni móvil, ni carné que me identificara.
Volvió a mi memoria el río que fluía, la sangre que llegaba a mi cerebro de forma intermitente, esa que podría dejar de fluir en cualquier momento, como mi carné, como mi móvil. Como si al marcharse esas pequeñas cosas hubieran cambiado tu ser. Tic, tac. Me fui andando, anduve varios kilómetros hasta una comisaría. Allí me tuvieron esperando tres horas para poner la denuncia. No me miraron bien, no señor.
Así se había vuelto mi mundo de pronto, hostil, intermitente, frágil, como un río que fluye o no, dependiendo del impulso.
Se aprende mientras se vive aunque no sé si eso sirve para algo.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Los agelastas


Milan Kundera en su discurso sobre la novela. “La novela y Europa”, nos habla de un proverbio judío que dice: El hombre piensa y Dios ríe. Y añade que le complace pensar que el arte de la novela ha llegado al mundo como eco de la risa de Dios. Y la explicación que él encuentra, es que cuanto más piensa el hombre, más lejos está del pensamiento del otro. La verdad se le escapa.
Nos comenta en su discurso como Rabelais utilizó la palabra agelasta, de origen griego, y que quiere decir: el que no ríe, el que no tiene sentido del humor. Él detestaba a los agelastas. Les temía. Se quejaba de que los agelastas habían sido tan “atroces con él” que había estado a punto de dejar de escribir y para siempre. Como jamás han oído la risa de Dios, los agelastas están convencidos de que la verdad es clara, de que todos los seres humanos deben pensar lo mismo, y de que ellos son exactamente lo que creen ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime de los otros, cuando el hombre se convierte en individuo. La novela es el paraíso imaginario de los individuos. Es el territorio en el que nadie es poseedor de la verdad.
Y por último nos define lo que él llama la sabiduría de la novela. Todos los auténticos novelistas están a la escucha de esa sabiduría suprapersonal, lo cual explica que las grandes novelas sean siempre un poco más inteligentes que sus autores. Los novelistas que son más inteligentes que sus obras deben cambiar de oficio.

lunes, 27 de octubre de 2008

El Día Tonto





Aquella mañana me había despertado antes de que sonara el despertador. Quizás fue su presencia la que logró despertarme. El caso es que nada más abrir los ojos lo vi, estaba sentado en el silloncito azul, el que está al lado de mi cama. Lo reconocí enseguida por su barriga gorda, su barba desigual, y su mirada altiva. Era él, el Día Tonto.
Al ver mis ojos abiertos me dijo que ya era la hora y que me debía levantar. Salí al pasillo y me siguió, sus andares eran lentos. Llevaba una chaqueta gris bastante rozada por los codos. Parecía que reía sin ganas, casi por costumbre, era como si llevara dentadura postiza y las risas no fueran de verdad sino por los dientes que sobresalían. Pero me di cuenta al verlo andando lento, que sí reía porque se le movía la tripa. Era una risa desde dentro, como si quisiera disimularla.
Cuando llegué a la cocina observé una hilera de hormigas; ordenadas y repetidas, como una letanía. Encendí la cafetera y me fui a la ducha. Estaba enjabonándome cuando escuché un estruendo que me hizo salir del baño mojada y sin ropa. La cafetera había explotado y la cocina estaba envuelta en un humo negro y pegajoso. No había puesto el agua y el Día Tonto reía, como lo hacía él, sin ganas, casi por costumbre, desde dentro. Me corté con los cristales que había en el suelo y me entró una tiritona de las de ir desnuda. Llegué a pensar que no podría ir a trabajar. Pero fui, a pesar del Día Tonto, a pesar del catarro y de la herida del pie. Fui e hice mal, porque el Día Tonto se esmeraba cada vez más en hacerme sentir idiota.
Fue al encender el ordenador e introducir mi clave cuando éste se puso tozudo. “Palabra desconocida, vuelva a intentarlo”, repetía una y otra vez, y sacaba una rayita que daba vueltas y que se parecía a un pie impaciente dando golpes en el suelo.
El Día Tonto se había sentado en la silla que había frente a mi mesa, desde allí me miraba y reía. El ordenador continuaba dando vueltas con lo de la palabra clave incorrecta, y con lo de vuelva a intentarlo. Me acerqué al despacho de los informáticos. Les expliqué que el ordenador no reconocía mi clave. Se volvió el más alto, el que parecía el jefe, y después de mirarme con desprecio, me preguntó que si me refería al password. Y como no sé inglés, me quede callada. Todos rieron, y regresé a mi despacho.
El Día Tonto se quedó un rato mirando a los informáticos con los brazos cruzados, nada afectado por mi situación, y me siguió. De pronto sentí que el jersey se me quedaba grande, las mangas me llegaban a la punta de los dedos. Buscaba mi password cuando entró el jefe. Me dijo que el informe que había redactado era un porquería, y que cómo narices se me ocurría exponer las ideas de forma tan clara, tan escueta. Me explicó que los informes deben ser largos y enrevesados para que nadie los entienda. Que no te enteras, Mercedes. Eso me dijo indignado. Y así pasé el día, tratando de que el ordenador reconociera mi palabra clave o mi password, y pensando cómo se dice algo sin decirlo para que nadie lo entienda, y con dolor en la herida del pie, y tosiendo. Pero sobre todo, recogiéndome las mangas del jersey y poniendo algodones en los zapatos para que no se me saliesen los pies.
Nada más salir de mi despacho noté como también la falda se me caía, era como si de golpe estuviera adelgazando.
Ya oscurecía cuando al intentar entrar en el vagón del metro, el conductor me cerró la puerta en las narices. No lo vi pero lo intuí mirando mi nariz hinchada desde el espejo retrovisor; grande y poderoso como los informáticos, superior como mi jefe, riendo como el Día Tonto. Me derrumbé al verlo sentado a mi lado, había plegado el periódico y movía su tripa. Fue entonces cuando noté que mi pelo sobresalía del cuello del abrigo, y mis pies se redujeron tanto que tuve que coger los zapatos con las manos para no perderlos.
Me sentía diminuta, como una de aquellas hormigas que había visto al despertarme, incluso creo que era una hormiga, con sus patitas y sus antenas. Pero una hormiga que ha perdido su fila y merodea despistada por un andén de metro, con esa laboriosidad inútil de las hormigas aisladas.
Cuando llegué a casa rompí el informe porque no lograba hacerlo enrevesado, y me fui a dormir. El día tonto frunció el ceño. Lo noté descolocado, sin saber qué hacer. Por fin bostezó y se desplomó en el silloncito azul, el que está al lado de mi cama. Y fue con el balanceo de su tripa y sus ronquidos, como me quedé dormida.
Ya amanecía cuando lo vi salir por la ventana. Dejó tras él un olor extraño, a desaliento, a incomprensión, a soledad.
Puse la cafetera y esperé a que saliera el café, me dirigí a la ducha, y antes de salir para la oficina, me puse el abrigo. Era de mi talla.
Mientras llamaba al ascensor pude observar como una fila de hormigas, miméticas y laboriosas, pasaban junto a mí.


Un día como todos.

sábado, 11 de octubre de 2008

VIRUS


Es sábado y llueve.
Acabo de superar con buenas notas al virus del estómago. Es un bichejo espantoso que se mete en tu organismo y te produce una gastroenteritis galopante. Abres un ojo y te preguntas, ¿pero quién, narices, me habrá contagiado semejante virus, que me va a oír? Y lo odias, y lo maldices.
No dura más de veinticuatro horas, me dice una amiga. Es lo bueno, que dentro de poco estarás bien.
Pero no es verdad. A las veinticuatro horas dejas de hacer inventario de tus bienes terrenales y de pensar en tus últimas voluntades, eso sí. Pero te quedas para echarte a la basura, no sé si como residuo tóxico o como vidrio reciclable. Pero en cualquier caso para nada bueno, aunque delgada, muy delgada. Tanto que hasta creo que mi masa corporal no sería admitida en la pasarela Cibeles. Eso me llena de gozo aunque no importe demasiado porque mi palmito tampoco.
Una patata hervida me parece como una fuente de cocido y dos corderos.
Lo primero que he hecho nada mas poner el pie en el suelo ha sido irme a Stradivarius. Stradivarius es una tienda de ropa de mujer monísima en la que siempre salgo con un pañuelito por no dar el cante.
- No tenemos nada de su talla -me dice la dependienta que ya me conoce.
-Pero oiga.
-No es que no trabajemos su talla, mujer. Es que no nos queda en este momento.
Entrar en alguna de sus tallas se ha convertido en una obsesión que me corroe.
No ha sido posible, he continuado sin poder entrar en ninguna prenda, ni siquiera en el jersey, mangas de murciélago, de última en esta temporada.
La dependienta de siempre me ha sacado el pañuelito y me ha dado golpecitos en le espalda.

He salido de allí la mar de desangelada.
No ha sido suficiente. Tendré que encontrar de nuevo al que me contagió el virus. Todavía me sobra masa corporal para Stradivarius.
No somos nada y además llueve.


miércoles, 8 de octubre de 2008

viernes, 26 de septiembre de 2008

IDENTIDAD





Imagen: Perez Morales




No siempre lo que duele nos perjudica.
El rechazo, por ejemplo, nos define, nos da una identidad más allá del otro, y graba una raya negra que perfila nuestro ser único.
Es doloroso ser rechazado, incomprendido y apartado, sí. Pero al mismo tiempo nos pone límites respecto a los demás.
Una película de Woody Allen, “Zelig”, trata de una persona que quiere ser amada y comprendida por todos, y para conseguirlo se mimetiza con el otro, hasta el extremo de convertirse en él. Es boxeador y saxofonista, rabino o líder político, todo dependiendo de con quién esté. Como todas las películas de Woody Allen, como todo humor, tras la mofa se advierte un fondo amargo.
Si fuéramos queridos y aceptados por todo el mundo, desaparecerían nuestros límites y no seríamos nada. O por lo menos, no llegaríamos a saber jamás quiénes somos.
El rechazo que nos duele, nos define.
Entre los amigos fluye una energía que interactúa, se diluyen los perfiles. Esos perfiles que ellos no nos pueden dar porque comparten.
Es fantástico tener amigos, por supuesto. Ya dijo Aristóteles que es la manifestación más perfecta del hombre, lo que nos humaniza.
Pero también es cierto que el que no haya sufrido rechazos, patadas, zancadillas, está sin definir.
Por tanto, bienvenidos los que nos niegan.
Bienvenidos por sus incomprensiones, por las fronteras que nos dibujan, por definir nuestra identidad y resaltarla con sus rayas negras.
Duele, pero no perjudica.

lunes, 22 de septiembre de 2008

DESTINO. FIN

Foto: Cocke



Era de nuevo la voz de esa mujer. Esa desgraciada continuaba pidiéndole a Tomás que siguiera, dirigiéndolo por los vericuetos del amor. No pude más. Me agarré a Antonia y me puse a llorar. No podía soportar esa tensión. La voz de esa mujer me perseguiría por todas partes. Se había convertido en una obsesión.
-Es mi tormento -le grité a Antonia.
-Shsssss –dijo ella. Y se puso a levantar muebles.
-Es su venganza –grité.
-No, es el GPS –dijo ella con una especie de movil en la mano- Lo ha dejado cargando y se ha enganchado.
Y fue entonces cuando observé detenidamente ese horrible aparato que no hacía más que repetir; siga, siga. Quise apagarlo, hacerlo añicos, arrojarlo contra la pared, destrozarlo en mil pedazos. Pero esta vez Antonia me lo impidió. La voz continuó con su perorata:
-Después de la primera rotonda, gire a la izquierda. Y después, siga, siga, siga.
Se lo arranqué de las manos a Antonia por fin y lo arroje contra el suelo. Fue antes de caer, antes de destruirse en mil pedazos, cuando escuché la voz por última vez.
-HA LLEGADO USTED A SU DESTINO.

domingo, 21 de septiembre de 2008

DESTINO 8

Imagen: Hopper

8


Cuando entré en casa, me recibió como siempre, es decir, ni me miró. Tan solo dijo:
-La cena –como si acabaran de entrar las patatas a la jardinera por la puerta.
No le dije nada. ¿Para qué? Lo iba a negar. Iba a mentir. ¿Y yo? ¿Qué iba a ser de mí? No sabía a quién acudir. Y Sebastián, el pobre Sebastián, no era más que un descarnado que no podría hacerse cargo de mi dolor. Debía pensar deprisa, muy deprisa. La realidad se me echaba encima como una losa. Era una realidad pegajosa y densa, como si un murciélago se hubiera posado encima de mi cabeza y no lo pudiese arrancar. Sus horribles alas, su chirriar espeluznante.
-Está noche regresaré tarde –dijo Tomás-. Tengo que revisar el balance con el contable.
Y lo dijo con la mentira grabada en sus ojos y la traición en los labios como si interpretara un tango.
Lo abandoné un martes. Lo dejé con su fútbol, con sus desprecios, con sus patatas a la jardinera, con su sosería.
Le pedí a Antonia que me acompañara a la casa de la sierra. Quería despedirme de Sebastián, de su consuelo.
-Solo será esta noche-le dije.
Dejamos la grabadora encendida toda la noche, y por la mañana nos acercamos a Becerril.
El corazón se me salía del pecho al encenderla.
Se escuchaba solamente la honda respiración de Antonia. Estaba a punto de escuchar esa voz. Por fin llegaba lo que había esperado tanto tiempo. Esperaba que dijera algo para sacarme de mi soledad, de mi desesperanza, de mi miedo a seguir. Pero no era la voz que yo esperaba, el tono varonil y bajo de Lee Marvin en La leyenda de la ciudad sin nombre. No, era una voz sensual, sugerente, sí, pero…

miércoles, 17 de septiembre de 2008

DESTINO 7

Imgen: Margarita Diaz Leal
7

Lo que escuché fue la voz de una mujer.
-Sebastián es gay –grité desconsolada-. No podrá amarme nunca. No sabía cómo decírmelo y ha utilizado ese método.
-Shhhhhs –dijo Antonia.
La voz sensual dirigía a su amante en las vicisitudes del sexo. Le proponía que siguiera que no se detuviese que continuara un poco más.
-Es la voz de una mujer –confirmó Antonia- Hazme caso, yo entiendo de esto. No está descarnada.
-¿Una mujer?
-Una mujer de carne y hueso que estuvo aquí anoche.
-¿Y si se ha metido otra descarnada?
- Nada de eso. Aquí ha estado alguien mientras la grabadora funcionaba. Piensa un poco ¿Quién llegó tarde a tu casa anoche?
- ¡Tomás!
-Tomás te la pega.
La voz continuaba dirigiendo sensuales consejos.
-Dios mío. Y con una extraña.
-Puede ser una de la oficina. Quién sabe.
-Mi Tomás es un infiel –grité apagando la grabadora- No necesito oír más. Volvamos a casa.
El camino de regreso se convirtió en una contradicción continua. Puede ser una interferencia, puede ser que entraran ladrones, puede ser…

Era Tomás el que había estado en casa con esa. No cabía la menor duda. Él había llegado muy tarde la noche anterior. Dijo que se había quedado en la empresa haciendo inventario. Eso dijo, el muy cabrón.

lunes, 15 de septiembre de 2008

DESTINO 6


6


Al día siguiente, a primera hora, salí con Antonia hacia la sierra.
-Acelera- le dije-, que no puedo más.
-Tranquila, mujer, que no se va a borrar su voz porque tardemos un poco.
El corazón se me salía del pecho cuando conectamos la grabadora. Fue una gran sorpresa. Una sorpresa inesperada.
No era la voz que yo esperaba, el tono varonil y bajo que me sacaría de mí. Lee Marvin en La leyenda de la ciudad sin nombre. No, era una voz sensual, sugerente, sí. Pero…

sábado, 13 de septiembre de 2008

DESTINO 5



Foto: "Lleymab "



La primera vez me acompañó Antonia, dijo que ella entendía de voces de ultratumba, de sofrología y de psicofonías más que nadie. Que era lo suyo, su gracia, vamos. Y yo la dejé hacer. Al fin y al cabo fue ella la que me presentó a Sebastián, y la que estaba un poco en el ajo.
Me acompañó y colocó la grabadora en un sitio estratégico de la casa. Me habló de energías y demás zarandajas que no entendí. Luego, un poco antes de las doce del medio día, regresamos a Madrid.
Qué nervios pasé aquella noche. Se me quemó el lenguado, tiré a la basura los deberes de Pablito, y abrasé a Miguel en la ducha.
-Cada día estás más tonta -dijo Tomás cuando sus hijos se lo contaron. Pero no me importaron ni siquiera las broncas que tuve que soportar. Mi cabeza y mi corazón se encontraban muy lejos, en Becerril de la sierra.
Todo tenía que suceder por la noche, en el silencio, en la soledad de una noche de invierno. Sebastián, el de Ponferrada, iba a hablar y se iba a desvelar el misterio de su sonido, la cadencia de su voz, su ritmo. Me iba a decir palabras de amor y yo las iba a escuchar. Sebastián, cariño.

jueves, 11 de septiembre de 2008

DESTINO 4



foto: Cocke

4




Así estuvimos mucho tiempo, encariñándonos, conociéndonos, apoyándonos.


Fue una tarde de fútbol, la Champións League o la Eurocopa, qué más da. Me dijo que nuestra relación había entrado en un punto muerto muy peligroso. Vamos, que se había parado, que necesitábamos un impulso, un ligero empujoncito, mujer. Eso me dijo.
-¿Y qué podemos hacer? –le pregunté intrigada.
- Escuchar mi voz, por ejemplo.
-¿Tu voz?
-¿No te interesa saber a qué sueno? Te advierto que hay hombres que pierden su encanto por una voz chillona o un tono demasiado bajo. ¿Qué pensarías si después de todo no fuera más que un gangoso? ¿Es que acaso quieres mantener relación con un gangoso?
-No. Bueno, quiero decir…
- ¿Te gustaría escucharme y saber a qué sabe mi sonido? –preguntó coqueto.
Y le contesté que bueno, que bien pensado era una idea excelente.
-¿Sabes lo que es una psicofonía?
Y le dije que sí, que por supuesto sabía lo que era eso, porque no quería que pensara que era una inculta. Pero no lo sabía y se lo tuve que preguntar a Antonia.
-Debes dejar una grabadora en cualquier lugar en el que no se escuchen ruidos. Un lugar lejano, solitario. Donde solo se escuchen los sonidos de la naturaleza, del viento o del mar, por ejemplo -me explicó ella. Y yo enseguida pensé en Becerril de la sierra. No hay sitio más bucólico, ni más idílico, ni más tranquilo, que la casa que tenemos allí para pasar el verano. En eso pensé.

lunes, 8 de septiembre de 2008

DESTINO 3

Foto: Elena Artigues (lleymab)


3


Cuando mi marido me soltaba un grito por cualquier idiotez, yo pensaba en Sebastián y en Ponferrada. Y todo volvía a tener un tono claro, como si saliera el sol en mitad de la cocina, como si iluminara con su luz las lentejas y la tostadora. Daba risa ver a Tomás gritándome porque se me habían pegado los garbanzos, o por cualquier otra nimiedad, mientras yo imaginaba lo que nos íbamos a reír cuando se lo contara a Sebastián. Era como empezar a trivializar la vida, a verla desde otra perspectiva.
Cuando tendía la ropa, me quedaba un rato mirando el pequeño espacio de cielo que se atisbaba por la galería, y me imaginaba el sol, y las nubes, y algún pajarito en el cielo. Y me empezó a dar lo mismo todo. Si mis hijos traían malas notas, o se metían conmigo, o me daban un disgusto, yo pensaba en Sebastián el de Ponferrada, y todo adquiría un sabor nuevo, como a helado de pistacho.
-¿Por qué no está la comida nunca a su hora? –me preguntaba Tomás.
- Pues hazla tú. No te fastidia- le contestaba con descaro.
-Tú estás muy rara últimamente -me decía él. Pero yo no le hacía demasiado caso. Era feliz, con esa felicidad hecha del día a día, de sesión a sesión. Un aquí y ahora intenso.
La verdad, cada día me costaba más echar a Sebastián cuando llegaba mi marido del fútbol, o los niños del colegio. Y es que se había convertido en un chorro de aire fresco para mi vida.
-Vete, Sebastián, hombre, que me van a pillar.-le decía. Y él dibujaba un corazón en el mantel antes de abandonar el vaso e irse a quién sabe dónde.
Me sentía mal, un poco culpable, como infiel. Pero tan acompañada, tan querida, tan respetada. Miraba el pedazo de cielo desde el tendedero y me sentía poderosa como si observara la vida desde la cumbre del Himalaya o del Machu Pichu.

viernes, 5 de septiembre de 2008

EL DESTINO (un relato por secuencias)



Fotografía:
Cocke Garcia-Romeu
1


Jamás había creído en los muertos. Bueno, en los muertos como cadáveres o seres sin vida, sí, claro. No hay más remedio que creer en ellos. Pero no en la versión tétrica de seres descarnados que se comunican con los vivos a través de un vaso. No, todo eso no me lo había creído jamás. Aunque también es cierto que no dedicaba demasiado tiempo a pensar en esas cosas.
Tengo tres hijos de once a dieciséis años, y se me van las horas en trabajar, hacer la compra, arreglar la casa, y disgustarme. Los adolescentes saben como amargarle la vida a una.
Pero aquella tarde, mientras emitían por televisión el partido de la Uefa, Antonia, mi vecina, se presento en casa para preguntarme si me quedaban velas.
-Me refiero a velas pequeñas, redondas, de color negro, o por lo menos oscuras –me dijo.
-Pues, la verdad, no suelo comprar velas, y mucho menos negras. Pero pasa si quieres, a ver si encontramos algo.
Busqué entre las bolsas de Navidad y algunas encontré. No eran negras, es cierto, pero sí oscuras, de color granate o azul marino.
Fue por culpa de eso.
-Quieres participar con nosotros en la sesión –me dijo-. No debes tenerles miedo. Ellos son como nosotros, solo que descarnados.
Antonia había organizado en su casa una de esas sesiones de espiritismo, o guija, en la que se coloca un abecedario, un si, un no, y un vaso en el centro, que según me explicó, lo movían “ellos”. Y al decir “ellos” se le engoló tanto la voz que hasta me dio miedo.
Yo entonces no sabía de qué iba todo eso, y como odio el fútbol, encontré una manera como otra cualquiera de pasar la tarde. Y luego, muchas más. Y es que aquel día, el primero, llegó él, se metió en el vaso y nos contó miles de historias. Se llamaba Sebastián y era de Ponferrada. Todo eso nos lo dijo empujando el vaso de acá para allá, y parándose delante de cada una de las letras. Luego daba un avezado giro en redondo y continuaba dándonos sus datos personales. Lo hacía con presteza y cierta elegancia.
Era un hombre correcto e intimamos desde el primer momento. Yo, para que no se tomara libertades, lo primero que le dije fue que era casada. Él me contestó que eso ya lo sabía, que desde el más allá se sabe todo, pero que no tenía nada que temer porque él estaba muerto y descarnado, y que su interés por mí era inofensivo, meramente intelectual, aclaró. Quizás fue por eso por lo que me encariñé con Sebastián nada más verle. ¿Qué infidelidad podría yo cometer con un descarnado, intelectual, y de Ponferrada? Es cierto que a Tomás, mi marido, no se lo conté. ¿Para qué? Esas cosas nunca llegan a creerse del todo, y además, porque no hay necesidad de dar tres cuartos al pregonero. Vamos, digo yo.

domingo, 31 de agosto de 2008

PARÍS Y PEPE


foto: Elena Artigues (lleymab)



Todo se complicó aquel martes en el que Pepe se tuvo que marchar a París para acudir a una reunión de trabajo.
Me levanté temprano y fui metiendo en la maleta su ropa de vestir, la muda, el cepillo de dientes, la espuma de afeitar. Procuraba que no le faltara nada. Él se despertó como de costumbre, con el tiempo justo para tomar el desayuno y salir corriendo hacia el aeropuerto.
-Adiós cariño. Llama nada más llegar para que yo sepa que todo ha ido bien.
Un ronquido salió de su garganta dándome a entender que me había entendido.
El resto de la mañana lo empleé en llevar a los niños al colegio, arreglar la casa y preparar la comida. Fue al ir a cortar los filetes cuando me di cuenta de que los cuchillos no cortaban bien. Pensé aprovechar que Pepe estaba de viaje para acercarme al mercado central, que aunque se encuentra lejos de casa, hay un afilador de cuchillos que los deja nuevos. El cielo estaba oscuro y caía sobre Madrid una lluvia persistente. Me encontraba con el carro de la compra en una mano y el paraguas desplegado en la otra, cuando de pronto vi a Pepe con Maripaz, la vecina del segundo derecha. Se acercaron a una cabina de teléfonos. Ella se quedó en la puerta y él introdujo unas monedas. En ése instante sonó mi móvil.
-Hola, soy yo -escuché decir a Pepe -Ya estoy en París. Aquí hace un tiempo excelente y el sol pega con fuerza.
-Ya -contesté desconcertada -¿Y la reunión?
-Ahora mismo. Te dejo porque me está esperando Sebastián para entrar. Un beso.
-Adiós -musité mientras veía como Pepe cogía a Maripaz con fuerza y la besaba en la boca.
De pronto, me sentí desconcertada. No comprendía de qué forma me había trasladado a París, ni porqué me encontraba en el centro de la ciudad con el carro de la compra en una mano y un paraguas desplegado en la otra. Al fin y al cabo un sol persistente caía con fuerza sobre la ciudad. Por lo menos eso es lo que me había dicho Pepe.
Las tarjetas de crédito, el dinero y el carnet de identidad me los había dejado en España. No conocía a nadie en París, ni siquiera tenía suficientes euros para pagarme un hotel y descansar. Pero lo realmente trágico, era que no conocía del francés más que algunas frases sueltas. Cerré el paraguas para que el sol siguiera empapando mis ropas, y me senté en un banco a pensar. Saqué el monedero que llevaba en el bolsillo y comprobé que todos mis bienes se reducían a veinte euros. Eso no me permitiría pagarme un hotel decente, pero por lo menos podría comer algo
Me acerqué al mercado y al frutero le dije sonriendo.
-Bonjour.
Él me miró extrañado y contestó.
-Hola.
-Vous parlais français?
-No, señora.
Me quedé helada porque no podíamos entendernos en francés. Salí de allí desolada y hambrienta. Comencé a buscar alguna oficina bancaria que estuviera abierta a esas horas. Vi por fin una oficina del Banco de Bilbao abierta y me dispuse a entrar. Estaba ilusionada al ver que tenían sucursal en París. Para evitar que se rieran de mí, le enseñé al empleado el billete de veinte euros y le dije que si tenía más, pero con señas. Él me miró encogiéndose de hombros.
-¿Qué quiere? – preguntó incómodo.
No se lo podía explicar, no hablaba francés.
Salí a la calle de nuevo, y como seguía cayendo el sol de forma persistente, dejé cerrado el paraguas y caminé por calles encharcadas de luz.
Deambulé por París con mi carro de la compra vacío, mis cuchillos afilados, y mi paraguas colgado del brazo, sin tener a donde ir y sin que nadie comprendiese mi francés.
Me prometí a mi misma que cuando todo esto acabara y me volviera a encontrar en Madrid, no ayudaría a un extranjero aunque lo viera medio muerto en la calle, porque eso no eran formas. Pasé la tarde en un paseo, sentada en un banco, aterida de frío y soledad, aunque lucía ese sol que me estaba produciendo un constipado tremendo. Porque en París cuando luce el sol te empapa la ropa y te deja completamente mojada. Cosas de los franceses.
Anochecía ya, cuando decidí acercarme a la cabina dónde había visto a Pepe. Quería que me aclarara todo ese embrollo. Al fin lo volví a ver abrazado a ese Sebastián tan parecido a Maripaz. Ellos charlaba despreocupadamente, ajenos a la situación tan desesperada en la que me habían puesto. Y eso yo no lo podía perdonar. Sigilosa me escondí en una portería y esperé a que se acercaran. Fue al verlo tan alegre cuando no me pude contener. Cogí el afilado cuchillo y se lo hundí a Pepe en el pecho, con una fuerza inmensa. Con toda la fuerza que dan el hambre y la emigración.
Lo dejé desplomado en la acera mientras chorreaban de luz los desagües. Maripaz emitía gritos histéricos en español pero no la debían entender. Unos gendarmes me esposaron y me llevaron a una comisaría. Allí un señor con bigote negro se empeñó en decirme que no estaba en París, que seguía en Madrid, y que a mí qué me pasaba.
-No puede ser -le dije-. Pepe jamás me habría engañado. Pepe eso no lo hace.

domingo, 24 de agosto de 2008

INAPROPIADA


Me siento inapropiada, como fuera de la norma, y me pregunto si eso será síntoma de enfermedad o falta de algún elemento químico que me permita entrar en el engranaje humano y disfrutar de las mismas cosas.
Lo he confirmado esta semana, cuando se produjo el accidente aéreo en Barajas. No me parece mal que la prensa informe, comunique los heridos y los muertos, que se pregunten por el fallo y las responsabilidades, que alarguen la información hasta la saciedad. Incluso comprendo que nos narren las historias personales, el dolor individualizado, todo eso. Pero lo que no comprendo ni comprenderé jamás, es ese afán por mostrar a los familiares en el momento de llegar a Barajas, en ese instante en el que no saben todavía si su ser querido ha resultado herido o muerto. La llegada a Ifema, el llanto, los abrazos, el desconcierto y la desesperanza. Ni siquiera por respeto al dolor y a la intimidad las cámaras dejan de grabar.
Recuerdo otro incidente, la imagen del padre de Miguel Ángel Blanco cuando llegaba a su domicilio sin saber todavía que habían secuestrado a su hijo, recuerdo cómo las cámaras se le echaban encima para preguntarle, para conocer su reacción de primera mano. Él no daba crédito a todo ese barullo de gente que rodeaba su casa, no entendía, no sabía. Pero nosotros sí, nosotros, espectadores de la tragedia, sí sabíamos lo ocurrido, y lo veíamos trabucarse, preguntar.
¿Qué información es esa? qué placer puede suponer ver derrumbarse a un hombre, qué induce a los medios de comunicación a enseñárnoslo una y otra vez, a no respetar su intimidad, su dolor, su derecho a sentir libremente, a abrazarse a quién ellos quieran, sin que España entera lo tenga que constatar.
Si nos lo muestran, es porque vende, y si vende, es porque le gusta a la mayoría, y si le gusta a la mayoría, yo estoy enferma o soy inapropiada.

miércoles, 9 de julio de 2008

UN SILLÓN DE OREJAS









(imagen: Margarita Diaz Leal)

Desde hace una semana vivo con un sillón de orejas, uno de esos sillones que te dan masajes y que simulan el campo o la playa. Es una gozada. Fue bastante difícil decidirse. En la tienda había muchos, y todos ellos te trasportaban a la felicidad. Unos a través de masajes eróticos, y otros de masajes simplemente. Los había que hasta te contaban cuentos antes de dormir. Todos tenían algo que los hacía únicos e irrepetibles. El dependiente me aconsejó que los fuera probando sin prisas. Uno a uno, señora, que así se hará una idea de lo que le conviene.
¿Una idea de aquello? era dificilísimo. Algunos eran de lo más decorativos, con diseños vanguardistas. Mi prima Paula fliparía con éste, pensé. Pero una vez flipada mi prima ¿qué iba yo a hacer con un sillón en el que no te puedes sentar sin clavarte su belleza por las costillas?
Yo necesitaba uno que se acoplara bien a mi cuerpo, que me diera conversación, que no se despistara en cuanto trasmitían un partido de fútbol.
Necesitaba un sillón que fuese fuerte y al mismo tiempo confortable. Algo mitad y mitad, que supiera mantenerse en su sitio ante mis constantes faltas de autoestima, que me levantara el ánimo y la moral. Pero, al mismo tiempo, que fuese capaz de tirar de mí en cuanto comenzara a perder pie, cuando me elevara. Y que después, cuando ya hubiera logrado bajarme de lo alto, me arropara dulcemente y me mostrara la realidad muy despacito, así, casi sin darme cuenta. Para que no me asuste, le dije. Entiéndeme bien, por muy pesada que me ponga, por muy lejos que me veas volar, debes hacerme bajar con cuidado ¿sabes? Si no, menuda gracia.
Su maquinaria chirrió un poco pero luego volvió a sonar plácida y complacida. Yo continué con mis exigencias. No debes permitir que me marche por cualquier cosa, a la primera de cambio. Debes retenerme aferrada a tu tapicería. Necesito mucha paciencia. Lo mío no es fácil, lo sé. Me mantendrás agarrada durante un tiempo, hasta que se me pase esa necesidad innata de salir corriendo, de huir.
Todo eso le dije, y también le advertí de las dificultades.
Estaba de acuerdo. No es que me lo dijera, pero se lo noté en el tono que iba tomando la tapicería, él también estaba deseando salir de esa tienda absurda, de competir con tanto sillón confortable.
Pedí que me lo prestaran. Solo por un día, le dije al dependiente.
Llegó un lunes. Me senté y él me acogió con un poco de frío y un poco de expectación. Las habilidades del sillón eran enormes. Hasta trajo una mosca que zumbaba a mí alrededor cuando lo ponía en posición; “campo”. Era muy veraz, es cierto. Pero la prueba de fuego llegó por la noche, después del telediario. Me había cansado de él, había pasado la tarde probándolo y ya no lo soportaba ni un minuto más. No encontraba la postura adecuada, me pinchaba todo el cuerpo. Siempre igual, con su mosca o sus masajes. Intenté levantarme y sus brazos cedieron. No hizo nada por evitarlo, y yo me dirigí a la cama derrotada. Igual que todos, pensé.
Ya estaba cerca de la puerta, dispuesta a cerrarla para ir a mi habitación, cuando se interpuso en mi camino. Me obligó a sentarme de nuevo. Fue brusco, es cierto, pero en cuanto me tuvo en su regazo, acaricio mi cuerpo con sabiduría, me masajeó los pies y acunó mi espalda. Frotó las pantorrillas y mimó mis sienes. Intenté evadirme, dejar de pensar, imaginar un mundo más allá. Pero él me trajo de nuevo al salón, a mi casa, a mi vida. La tele decía cosas horribles, pero él me sirvió un güisqui en tonos rosados y yo me dejé llevar.
Me fui durmiendo lentamente, arrullada por sus enormes orejas, sus brazos fornidos. Y mientras dormía, sus pausados masajes fueron arrancando los malos sueños, las expectativas inútiles, los recuerdos amargos, las humillaciones y los rencores. Apretó con sus brazos toda esa basura y la pisó como se pisa a una cucaracha, con asco, con desprecio.
Después ya no recuerdo más, tan solo sé que aquella mañana, al despertar, zumbaba una mosca a mí alrededor, y se escuchaba el suave arrullo de las fuentes, y el trinar de los pájaros, y el crepitar de las ramas de algún árbol, y … bueno, todo ese rollo del que se habla en los libros malos.








miércoles, 25 de junio de 2008

LA CRUEL Y DESPIADADA M30



(imagen: Rafel Olbisnki)


Tengo miedo a la M30. Sí, quizás parezca un poco absurdo pero sueño con ella por las noches. Son pesadillas que alteran mi descanso.
Todo empezó cuando comenzaron esas obras que nos iban a dejar Madrid hecho un pincel. Las hicieron todas a la vez. Era mejor así porque se terminarían para las elecciones municipales y autonómicas, olvidaríamos los malos ratos pasados, y babearíamos ante lo bonito y útil que nos habían dejado Madrid y sus emes correspondientes. Pero sobre todo, les volvieramos a votar.
No contaron con mi rencor, con mi incapacidad para olvidar esas dos rayas; una amarilla y otra blanca, que me encontraba en el suelo cada vez que cogía la eme sin saber a cual debía obedecer. Me jugaba la vida continuamente. Una era recta, la otra curva, una discontinua, la otra continua, una se iluminaba por las noches, la otra al atardecer. Todavía lo recuerdo; los coches serpenteaban en busca de la raya verdadera, la raya a seguir. La que no empotrara un vehículo contra el otro. Los conductores rezaban para que el carril que seguían fuese el correcto, para que los coches que les que les precediesen estuvieran también en lo cierto, la verdad, para que la divinidad les aportara un sexto sentido y guiara su vehículo por el buen camino, que pasara pronto ese cáliz.
Muy duro, fue muy duro, sí señor.
Hoy todo ha terminado. Tal y como nos vaticinaron en la propaganda electoral, con lo bonito que ha quedado todo, lo mejor es olvidar. El fin justifica los accidentes y todo ese rollo.
Pues bien, ha pasado mucho tiempo desde aquello, y todavía continúo jugándome la vida cada vez que me adentro en la cruel y despiadada M30.
Si vengo desde la Avenida del Manzanares a Ventas, me siento tentada de pedir la extremaunción, porque en cuanto sales del túnel tienes tan solo unos metros para atravesar tres carriles, colocarte en el lateral derecho y poder salir al Puente de Ventas. No puedes despistarte. Si no lo haces en un tiempo récord y casi sin mirar, te sales de ruta y ya no puedes llegar a tu destino. Sí, podrías ir al tanatorio, eso es verdad, pero supondría un desvío inútil si todavía no te has pegado la toña, claro. Porque si ya te la has pegado, ahorraría muchos tramites, eso es cierto.
Acabo de emprender esa trágica tarea. Vengo de la M30. Por eso estoy tan alterada. Me ha pitado un Mercedes que venía por detrás a toda pastilla. El conductor de un autobús me ha sacado los cuernos. A ver qué culpa tengo yo. Y un camionero me ha llamado una cosa muy fea. Pero yo he atravesado los tres carriles en tiempo y hora, y estoy en casa. Hoy me he salvado. Y mientras me preparo una tila, lo digo y lo repito.
Qué miedo le tengo a la M30.

jueves, 19 de junio de 2008

LIBRITOS


El sábado estuve en la fiesta de Enrique Páez. Pretendía ser una fiesta sorpresa que le organizaba Bea. Una fiesta de despedida. Dejaba el taller después de quince años para dedicarse a escribir. No lo consiguió, quiero decir, lo de la sorpresa. Enrique se puso farruco. Que no voy a Madrid, mujer. Que hoy precisamente no me apetece. Y Bea dale que te pego. Pero hombre, que ha sido “un pronto”, que necesito ir a Madrid urgentemente. Hasta que no le quedó más remedio que confesarlo todo. Y entonces sí, Entonces Enrique se subió al coche ilusionado y pasó el viaje leyendo las cartas que sus antiguos alumnos le habíamos escrito.
Habían sido quince años de taller. Quince años de luchas, de frustraciones y cañitas, de Karaokes y Clamores. Por supuesto que fui a despedirme, cómo no. Enrique cambió mi vida, me dio herramientas y personajes para superar los malos momentos. Me enseñó a decir de otra forma, a leer de otra forma, a no conformarme con cualquier cosa. No es poco lo que me enseñó en su taller de escritura.
Lo considero un maestro porque supo mostrar, estar a nuestro lado cuando dábamos nuestros primeros pasos, con sumo respeto. Pero sobre todo, porque ha sabido disfrutar de nuestros logros como si fuesen suyos. Y aunque eso resulte de Perogrullo no siempre es así.
¿Alguien ha visto la envidia en su estado puro? ¿Indignados porque su compañero o alumno haya ganado un premio o haya publicado una novela? Yo sí. Los hay de varios pelajes: Los silenciosos. “Ah, yo eso no lo sé. No me he enterado”. Los despectivos. “¿Tú? Dios mío. A dónde vamos a llegar”. Los hay de muchos tipos. Pero los que se llevan la palma, los mejores, son los minimalistas. Si, ya me he enterado de que publicaste un librito. Reconozco que esos hasta dan un poco de pena por su falta de pudorcito.
Pero, después de todo, debemos estar preparados para estar a lado de las personas que merecen la pena.
Nada importa, si es por dar mi apoyo este gran maestro que lo deja todo para dedicarse a escribir… libritos, no. “Librazos”.

sábado, 14 de junio de 2008

CONSULTAS

(imagen: Rafal Olbinski)



Le conté al cardiólogo lo estresada que había salido de la meditación y me recomendó ejercicio.
- Haga ejercicio durante veinte minutos todos los días.
Me apunté a un gimnasio, al de la esquina de mi calle. Solo fui cuatro días y lo único que utilicé fue la máquina andadora a la mínima potencia y la bicicleta estática a paso paseo. Bueno, pues aun así, el último día le cogí ritmo y emoción al asunto, y me excedí. Ahora tengo un desgarro infinitesimal en el músculo intercostal interno que me ha dejado un poco Ivan Illich, y otro poco atontolinada.
Fui al traumatólogo, dijo que me veía algo hipocondríaca. Me sentó tan mal su incomprensión que lo dejé con la palabra en la boca y me fui al otorrino. Le conté que cuando menos me lo esperaba se me ponía el cielo en el suelo y la pared en la oreja, le expliqué que todo eso me liaba una barbaridad, que es algo así como emborracharse con agua de solares. El otorrino, un hombre con tupé y lunar en la corbata, dijo que él me veía divinamente pero que por descartar me hiciera una radiografía de oídos y otra de cervicales.
El neurólogo me recetó unas gotas para el estrés, las cuales, según me contó unos segundos antes de cerrarme la puerta en las narices, se recetaban también para la epilepsia, pero que eso no tenía la menor importancia.
El reumatólogo estuvo mucho más cordial, y me pidió unas radiografías de muñeca.
-Quién me dice a mí que no tiene usted una artritis.
He visitado a muchos, un largo peregrinar por las consultas. Pero el que de verdad me ha comprendido, ha sido el dentista. Nada más decirle que en cuanto tomaban sopinstan de ave se me enrabiaban las encías, dijo que podía ser sensibilidad, que se había dado cuenta de que apretaba mucho los dientes.
-Usted lo que pasa es que está nerviosa –ha dicho, con esa sabiduría que da la experiencia-. ¿Yo de usted visitaría a un cardiólogo? Y el cardiólogo ha insistido:
-Haga ejercicio durante veinte minutos, todos los días.

martes, 10 de junio de 2008

DISGUSTOS

imagen: RAFEL OLBINSKI




Cuando me intervinieron me dijo el cardiólogo que no debía coger disgustos. Nada, nada, insistió, y ahora a no enfadarse por nada ni con nadie. Y se quedó el tío tan pancho, como si te acabara de aconsejar no revolcarte en el suelo, o no masticar chicle. Mi madre siempre lo decía. Hija, que los disgustos no se cogen, se dan. Ella lo sabía bien, y tenía un gran dominio al respecto. A mi me los daba continuamente y yo me acostumbré a recibirlos. No es fácil cambiar de golpe, cuando ya has aprendido a recoger todos y cada uno de los guantes que te echan. La verdad, es complicado. Por eso acudí con mi amiga Marta a un centro de relajación. Aprenda a ser uno con el universo, decía el prospecto. Identifíquese con la naturaleza. Todo eso ponía.
Un grupo de gente en pie rodeaba a la profesora que nos hizo abrir las piernas y afianzarlas al suelo. Luego nos pidió que cerráramos los ojos y nos dejáramos ir. Balancearos, dejad que vuestro cuerpo fluya. Si os apetece levantar los brazos o las piernas, no lo impidáis con la mente. Ella es vuestra enemiga. Luego puso una música suave con sonido al fondo de pájaros y de agua, y nos pidió que nos abandonáramos. Yo me abandoné. Mi cuerpo se balanceaba y me fui olvidando de todo. Estaba bien, hasta que se me ocurrió abrir un ojo. Fue solo uno, pero nunca debí hacerlo. Creo que si no lo hubiese abierto, la sesión hubiera sido un éxito, y yo hubiera salido de allí relajada y feliz. Pero no, tuve que abrirlo.
Mi compañera de enfrente hacía el molinete con los brazos, la de la derecha soltaba sonidos extraños por la boca, y el de la izquierda se tiró al suelo, porque según nos explicó después, le llamaba la tierra, o la moqueta, no recuerdo bien. Me aturullé, me puse tensa, y se acabó la relajación. Me sentí mal. Inapropiada, apuntó Marta. Ella dice que tengo tendencia a sentirme inapropiada, como fuera de lugar en todas partes, y quizá tenga razón. Pero lo peor fue cuando cada uno explicó sus experiencias, que si he visto una luz de colores en los halógenos, que si he escuchado voces de otro mundo, que si una mano me empujaba.
Salí corriendo, Marta me siguió, quería que le explicara mis sensaciones, pero a mí se me había secado la garganta y no podía hablar. ¿Nunca más me vas a dirigir la palabra? preguntó angustiada. Pero es que no sabía qué decirle.
La verdad, después de todo, creo que va a ser mejor cogerme disgustos.

domingo, 8 de junio de 2008

LA FERIA DEL LIBRO


El domingo fui a dar una vuelta por la feria del libro. Me encantan los libros, no solo me gusta leerlos, eso es el último paso de una larga trayectoria que comienza con mirarlos. Toda una expectativa. Es una especie de fetichismo, los toco, los abro, leo su contraportada, y si nadie me viera, hasta creo que los olería. Prometen tanto. Si el libro es realmente bueno, dejará un poso en mí, incluso puede que hasta logre variar mis planteamientos vitales. Solo hay que abrirlos, dejarse llevar. Disfruto con su textura, los dibujos de sus tapas, la contraportada. Todo un mundo de expectativas se abre ante mí. Me gustan en las librerías, por supuesto, pero la feria del libro tiene un algo adicional, quizás sea la luz, el paseo, la primavera, sus colores. Dispuestos y alineados para abrirme puertas a mundos distintos, a otras circunstancias, épocas, lugares. Todo eso.
Pero siempre, todos los años, antes o después, llega la desilusión. Los micrófonos anuncian los autores que van afirmar. Observo una gran cola, gente que espera. Una paciencia infinita. ¿Quién firma?, pregunto. XXX, de gran hermano, me responde una señora que se protege del sol con una visera plateada. Ah, ¿pero es que escribe? Pues algo habrá escrito si firma libros, digo yo. Claro, claro. ¿Y usted lo va a comprar? Por supuesto. Pero si no sabe lo que ha escrito. Y qué más da, me contesta un poco mosca. Decido marcharme, salir de allí cuanto antes. He perdido la ilusión por los libros, su textura, sus tapas, su contenido. Me alejo del paseo de coches y me refugio en el estanque, junto a las barcas.
Pero no importa demasiado, estoy segura de que se me pasará y volveré. Me ocurre todos los años.


jueves, 29 de mayo de 2008

SIEMPRE NOS QUEDARÁ BENIDORM


Hace tiempo que lo sé. La edad, como todo, es una cuestión de perspectiva. Un día escuché a unos adolescentes en el autobús:
- La profesora de inglés debió ser guapa -dijo ella.
- ¿Pero qué edad tiene?- preguntó él.
-Treinta y cinco.
Lo descubrí en ese momento. La vejez empieza de quince a veinte años más del que la valora: Si tienes quince, no das un margen mayor de treinta. Y así lo tengo asumido desde aquel día. Hoy he ampliado mi percepción sobre el asunto. No solo depende del que la valore sino de la ciudad que acoja a los supuestos viejos. No es lo mismo ser mayor en Madrid, que en Benidorm. Será el sol, será el mar, serán las moscas. No lo sé, pero es muy diferente. En Benidorm sé es siempre más joven. Lo comprobé porque tuve una reunión de trabajo en invierno. Era un día cualquiera, entre semana. Fui a tomar un café a las cuatro de la tarde y me topé con una marcha bailonga, la del café descafeinado y la seducción al atardecer.
-Ya ve usted -me dijo el camarero-. Así se pasan la tarde, venga a bailar y sin consumir más que un descafeinado de máquina con agua del grifo. El otro día le robaron a uno un andador, pues que no se los dejen en la puerta sin cadenas, digo yo.
Y es que el local estaba lleno de jubilados desplegando su poder de seducción.
Me fijé en uno con el pelo teñido de negro y las patillas de blanco que se daba desplantes coordinados con una rubia floreada.
-Le llamamos Carlos Menem -me explicó el camarero-. Viene todas las tardes.
-No sabe usted lo que cambia todo en diez años–escuché explicarle una anciana a otra-. Yo a los setenta y cuatro jugaba al tenis
Salí de allí con otro ánimo. Será el sol, será el mediterráneo, será el viento de levante. Pero en Madrid los ancianos no se deja los andadores en la puerta de una discoteca, porque no.

martes, 20 de mayo de 2008

QUÉ MÁS DA


(imagen: Rafael Olbinski)


Ha sido un momento antes de acostarme cuando me he dado cuenta de que la mujer que se cepillaba los dientes en el cuarto de baño no era Esperanza. Y ha sido gracias a que se me ha ocurrido mirarle los pies. Porque hasta entonces; ni cuando ha bajado la basura a la calle, ni cuando ha llamado por teléfono a telepiza, ni siquiera cuando se ha puesto a hacer zapping, he sido capaz de sospechar nada.
Le he mirado los pies, y al hacerlo he recordado que esta mañana, un momento antes de salir para visitar a sus padres, ha tropezado con la puerta del armario ropero y se ha roto un dedo; el pequeño del pie izquierdo. Y he recordado también que ha gritado y que el dedo se le ha hinchado tanto que la he tenido que llevar a urgencias. El médico nos ha dicho que no importaba, que ese dedo no se escayola. Que le pondría una gasa y una pomada para que se le fuese el dolor. Y con unas sandalias para que no le rozaran los dedos, todo se arreglaría. Y lo cierto es que se ha debido arreglar porque no hemos vuelto a pensar en ello, tanto es así que se nos ha olvidado el incidente. Hemos paseado por el Retiro y hemos comido en casa de sus padres. Por la tarde hemos ido al cine. Y pienso si ha podido ser ahí cuando nos hemos despistado, o quizás no, quizás haya sido un rato después, a la salida del cine, cuando nos hemos sentado en una terraza del centro para tomar una coca cola.
-Esperanza, haz memoria, anda –le digo.
Pero ella sólo tiene claro una cosa, que no se llama Esperanza, sino Paquita.
Esperanza es rubia, se operó el pecho, y tiene silicona en los labios- le cuento a Paquita. Y ella asiente porque también los tiene y es rubia. Y al reírse se le pone una mueca rara en los labios como de pato, pero no digo nada porque observo que es igual a la de Esperanza. Le gusta mirar escaparates y leer revistas de moda, le digo. Pero Paquita dice que eso también le gusta a ella y que no es un dato distintivo.
Paquita dice que es curioso, pero que si yo no me llego a fijar en sus pies, ni siquiera se hubiera dado cuenta de que yo no soy Arturo, su marido. Dice que hasta los libros que hay en la biblioteca son los mismos. Y que tiene en su casa una alfombra y un sofá de la misma marca, y que también llaman a telepizza cuando tienen hambre, y toman leche enriquecida con calcio, y zumos con vitaminas y galletas de fibra.
Pero yo he dejado de escucharla porque me pone de muy mal humor que me confunda con Arturo, su marido. Le digo que eso es imposible, que no hay dos personas iguales. Y ella sonríe y acaricia mi cara mientras me dice que llevo el mismo peinado y la misma marca de jersey, y que me he afeitado el vello del cuerpo, como Arturo, y digo las mismas cosas, con el mismo tono. Pero que a lo mejor lo que pasa es que todos los hombres tienen un algo de Arturo.
No sé qué contestarle. Me encierro en mi cuarto porque necesito pensar. Y ella llama a la puerta con mucha suavidad y me dice que qué más da, que si total es lo mismo.
- No merece la pena pasar la noche dando vueltas y más vueltas a todo esto -me dice con suavidad- Y me acaricia como lo hace Esperanza, como a mí me gusta.
Y decido que tiene razón, que a lo mejor algún día de estos nos vamos al cine y me encuentro a Esperanza con algún Arturo, y que si no se le ha curado la herida del dedo pequeño, quizás la reconozca. Y que si no es así, si se le ha curado. Pues qué le vamos a hacer. En el fondo, qué más da, si ya somos todos iguales: Esperanza o Paquita, Arturo o yo.

sábado, 10 de mayo de 2008

VECINOS

(imagen:Rafel Olbinski)

Ayer descubrí que mis vecinos se apagan.
Fue por casualidad. Ellos subían las escaleras del metro mientras yo las bajaba. No me vieron. Se estaban apagando y empezaban a deshincharse. Me pegué un susto tremendo. Hasta ahora trataba de esconderme cuando los veía entrar en el portal porque cuando estábamos en el ascensor sonreían al unísono. Él soltaba alguna broma sosa y ella se reía mucho. Daban la sensación de ser una pareja compenetrada. Luego, cuando el ascensor se detenía en mi piso, ellos se inclinaban y se despedían de mí con unos movimientos de brazos iguales y sincronizados: pero ni siquiera eso; la sincronización me había hecho sospechar. No es que me gustaran sus gestos estudiados, ni su sonrisa falsa, ni su compenetración. De hecho les huía. Había algo absurdo en sus movimientos. Pero lo que no sospeché nunca es que cuando nadie los observaba tenían un sensor que les hacía apagarse, perder fuerza, energía, que también perdían el aire que los mantenía erguidos, y se plegaban hasta quedar reducidos a unas pelotitas.
Hoy los he vuelto a ver, estaban plegados y se han puesto en funcionamiento al ver que entraba en el portal. Él ha dicho algo gracioso y ella ha soltado una carcajada. He subido las escaleras a pie, muy deprisa, de dos en dos, y me he encerrado en casa.
Siento pánico. Ahora lo sé: estoy sola.

jueves, 8 de mayo de 2008

UNA BODA




El viernes fui a una boda. Era una boda civil porque unos días antes se les ocurrió poner andamios en la iglesia contratada y deslucía mucho la ceremonia. Pero eso no fue un inconveniente, el restaurante contratado para la cena se ofreció a hacer un simulacro la mar de creíble. Y lo hizo bien, es verdad. Uno hasta se olvidaba de que se encontraba ante el alcalde. Ahora los restaurantes tienen en cuenta esas cosas y se ocupan de todo. Y los alcaldes o los concejales, entrenados para el evento, adoptan un cierto aire de sacerdotes oficiantes.
Y es que ya no hace falta hacer el paripé para que te canten el Ave María y te lean la epístola de San Pablo a los Corintios. El alcalde se la sabe y la recita de corrido. Un cuarteto de cuerda entona el Ave María de Schubert y otras piezas pías. Luego el alcalde con cara de sacerdote anima a los novios a permanecer juntos en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad por todos los días de su vida, y los novios dicen que bueno, que qué se le va a hacer. Intercambian arras, anillos y oraciones. Y se dan la paz porque lo que un Alcalde ha unido que no lo separe el hombre.
La novia suele llevar velo por respeto a los camareros, supongo, los cuales esperan con la bandeja de canapés que termine la misa, digo el sermón. Y los amigos suben a un púlpito, digo estrado, a decir un discursito, algo parecido a la epístola a los efesios.
Todo muy entrañable. Por lo menos a mí me gusta.
¡Cómo han cambiado las cosas! dice mi tío Bruno, ateo donde los haya. Y pensar que a mí me obligaron a apostatar de mi fe por querer casarme por lo civil, dice nostálgico.
Decididamente luce más así, dónde se va a comparar. Como en la iglesia pero en ateo.
El viernes que viene me han invitado a una primera comunión por lo civil. Ya os contaré.

sábado, 12 de abril de 2008

PREMIOS LITERARIOS


Acabo de terminar mi novela y mientras descansa, o la dejo a algunos amigos para que me den su opinión, empiezo a recopilar datos para la nueva. Estoy imparable y eso se debe aprovechar. Comienzo con un borrador. Pretendo escribir algo sobre la escritura, los premios, las novelas vendibles y toda esa parafernalia en la que nos movemos los escritores.
Busco en Internet y encuentro una pagina que se titula “Cómo ganar premios literarios” Y leo el índice. Cómo ganarse al jurado. Es fácil. Porcentaje de ventas. Los plagios. Cómo recoger el premio y hacer relaciones para el futuro. Aprende de los ganadores…
Me siento una ingenua del tres al cuarto. Y eso que ya me extrañaba a mí que siempre se llevaran los premios los de la misma panda. Qué casualidad, pensaba. Presenta textos un montón de gente, no solo de España sino de Sudamérica, y solo merecen la pena los de siempre, los mismos. ¿Se escribe para premio o se da el premio a quién ya ganó otro? ¿Son tan buenos que no tienen parangón en el mundo latino? Así que, o en ese libro esta todo explicado, o es un timo.
Eso me recuerda a unos testigos de Jehová que una vez me pararon en medio de la calle y me ofrecieron un libro en el que me explicaban “Mire usted, todo eso de la vida eterna, y dónde vamos después de la muerte, y de dónde venimos… Todo, todo eso, esta resuelto en este libro” dijeron. Un librito de cien páginas. La piedra filosofal, el Santo Grial por tan solo diez euros. No lo compré estaba desganada de trascendencia y no lo compré. Ahora ya no sé ni a dónde voy ni qué pinto yo aquí, venga a escribir.
Pero lo de los concursos es otra cosa. Yo no me lo pierdo aunque… ¿Queee? ¿Ciento veintisiete euros la suscripción?
No, hombre, no se pase. Hasta para los timos existe un tope.

miércoles, 9 de abril de 2008

CAMINO DE LA SANTIDAD


imgen
(RAFAEL OLBINSKI)



El lunes fui a visitar a mi padre al cementerio. Hacía un montón de tiempo que no me pasaba por ahí. En mi familia no hay costumbre de visitar esos sitios, dicen que allí no hay nada y que no merece la pena. Pero a mí siempre me ha dado no sé qué el ver su lápida tan abandonada, sin una flor, ni una lavadita de vez en cuando.
Al llegar me he encontré con que al lado de mi padre, codo con codo, estaba la lápida de Ramón. Mi padre nunca se llevo demasiado bien con él porque dice que aprovechaba sus veraneos para quitarle pacientes. Los dos eran médicos y los únicos del pueblo. Supongo que él no lo hacía a mala idea, pero lo cierto es que se los quitaba aprovechando su ausencia, y lo hacía con sus sermones, con sus rezos.
Mi padre sufrió mucho por todo eso y tuvo que dejar de veranear. Éramos siete hermanos y no podía permitirse el lujo de perder trabajo. Siempre lo decía “Ramón se irá al cielo, y yo al infierno por la manía que le estoy cogiendo” Pero, sobre todo, lo decía al verlo en la iglesia ayudando a dar la comunión, con esa cara de entrega y de bondad y de darlo todo. No tenía hijos porque había hecho voto de castidad con su mujer.
Recuerdo las cenas de mi padre porque mientras tomaba su sopa de fideos desbarraba contra Ramón por lo de los pacientes y lo de la castidad. “Un hombre casado que hace voto de castidad ni es santo ni es nada”, repetía. Pero es que a mi padre siempre le costó mucho entender el más allá. Quizás porque estaba muy apegado a la tierra, y a sus hijos, y a la vida. Luego dejaba la cuchara en el plato, se limpiaba la boca con la servilleta, y se levantaba de la mesa. "Se me acabó el hambre", decía.
Y ahora no solo duerme el sueño eterno a su lado, sino que además tiene el nicho hecho unos zorros, mientras a Ramón se lo engalanan los penitentes todos los días.
Y es que Ramón ahora es beato. No beato de los que rezan a toda hora, de rodillas, en un banco de la iglesia, que eso también lo fue. Es beato de título. Quiero decir que está a punto de que el Papa lo canonice.
Primero se le nombra beato, y luego, si se porta bien y hace muchos milagros, de los que la iglesia comprueba y reconoce, pues se le nombra Santo, y se monta una fiesta tremenda. A partir de ahí, ya todo el mundo sabe que está en el cielo y que su vida fue un ejemplo.
De un tiempo a esta parte Ramón hace milagros y la gente se lo paga escribiendo al Papa y llenando su lápida de flores. Van a visitarle, y le rezan, y le dicen cosas preciosas.
No podía dejar de pensar que debía estar subidísimo, y mi padre, frito.
Me supo mal y se lo dije. “Papá, no podemos hacer nada. Aunque viniera todos los días a traerte flores y a limpiar la lápida, Ramón siempre tendría penitentes y tú no”. “En vida te quitó pacientes y en la muerte, penitentes”.
Y es que no se puede hacer nada cuando un hombre va camino de la santidad, caiga quien caiga.

miércoles, 2 de abril de 2008

LA CULPA



Se han acabado las vacaciones y tengo desgana posvacacional. No es que no me guste trabajar, es que hacer lo que te apetece en cada momento sin mirar el reloj descarga mucha adrenalina, y yo. Pues eso, que necesitaba descargarla.
He paseado por la playa, he tomado paella y he disfrutado de mis antiguas amigas. Soy una sentimental y no concibo pasar por mi tierra y no llamarlas.
El miércoles salí con Magda. Acaba de cambiarse de piso porque no puede pagar las letras del antiguo. La pensión compensatoria de su cónyuge divorciado no le da para tanto. Pero eso ahora ya no importa porque ahora su ex marido se ha convertido en su amante. Se separaron porque se metió otra por en medio, una tal Clara. Él dijo que se sintió comprendido por Clara, que Magda era una histérica, que montaba pollos por cualquier cosa. Dijo que si no llega a ser por Clara su vida hubiera sido un infierno. Clara era amiga de Magda y dijo que fue sin querer, que lo veía tan solo, que las cosas surgieron sin proponérselo. Magda le puso mil denuncias y se lo contó hasta al farmacéutico del barrio. Todos sabíamos por ella de la inmadurez de Ernesto, de su despreciable actitud, de lo vil y cruel que había sido.
Ahora han vuelto pero a escondidas. Y es que Magda se puso pechos y se quitó tripa, se puso silicona en los labios y se quitó celulitis. Ernesto se casó con la amante y ahora se la pega con su ex mujer. Se esconde en el coche cuando la ve llegar y le envía mensajes al móvil. Dice que la desea, que la quiere, que sueña con ella. Le dice cosas preciosas. Hasta le escribe poesías. Se ha vuelto poeta solo por sus pechos, por la silicona de los labios, por todo eso.
Ahora ella es la otra. Dice que le gusta, que no le importa, que mira tú por donde no sabía lo original que podría llegar a ser Ernesto de amante. Se ven en los cines, se ven en los moteles y se lo pasan estupendamente escondiéndose de todo el mundo. Él le dice que Clara es una histérica, que le monta pollos por cualquier cosa. Le dice que si no fuera por ella su vida sería un infierno.
El sábado no fui a ver a nadie. Tropecé con una procesión, la del silencio. Había miles de penitentes. Estaba Magda, estaba Clara, y también vi a Ernesto, llevaba el paso y sudaba. Ellas arrastraban la culpa con un cirio en la mano. Vestían de negro y se las veía tristes. Él vestía de nazareno y alzaba el paso con esfuerzo. Las gotas de sudor caían por su frente. Es por la Semana Santa, pensé.
El domingo me fui a la playa a bañarme y a tomar el sol. Y hoy lunes he regresado al trabajo, a la rutina, a lo de siempre. Pero con memos adrenalina. Eso sí.