domingo, 27 de octubre de 2019

LAS SONRISAS Y SU REVOLUCIÓN

                                   




Hace mucho tiempo que intento sonreír y hablar al mismo tiempo. Me paso las horas muertas ante el espejo intentando que me salga, pero es más difícil de lo que parece.
 Hay una locutora en TV, muy maja, que empieza los telediarios con una ilusión, unas ganas de contar, una pasión por la vida, que parece que nos va a anunciar que desaparece las multas de tráfico o que suben el salario mínimo a 2000 euros por barba. Tiemblo de emoción cada vez que empieza a hablar. Aunque lo que nos anuncia con tanta euforia, es el acercamiento de una Dana destructora y ruin o algo parecido. No sé, es una actitud suya, pero me la pega día tras día.
Mi prima Reme también lo hace. Quiero decir, que habla y sonríe al mismo tiempo. Pase lo que pase, aunque se acabe de romper una pierna. Lo comprobé el día, ya lejano, que me acerqué a su casa para darle el pésame por el fallecimiento de su marido. No es que no lo quisiera, es que sabe hablar así, como si no pasara nada, o como si lo que pasara no fuese lo suficientemente grave como para trasformar el semblante. Es como si te dijera: mira, oye, es que la vida es así y yo no soy una mema blanda que tenga que aguantar tus condescendencias.
Hay casos en los que las personas tienen fobia a que alguien las compadezca, vamos, que les sale un sarpullido solo de pensarlo.
Mi amiga Ana después de ser operada de un cáncer muy agresivo, al preguntarle cómo se encontraba, dijo: Yo, bien ¿y tú?
Son formas de ser, de llevar la vida, de enfrentarse  a ella, y aunque sea difícil de comprender, hay que estar al loro, porque puedes meter la pata con un mero parpadeo de ojos. Yo en esos casos, por si acaso, doy tres fuertes golpes en la espalda y me marcho.
Pero a lo que íbamos, la posibilidad de sonreír a todo trapo y además ser capaz de hablar sin que se tuerza el gesto, se está poniendo de moda.
Ahora con lo de la revolución de la sonrisas catalanas hay mucha gente a la que imitar. Las locutoras del independentismo lo dominan. Además, les hace mucha gracia que les digan que, a la postre, se están saltando la ley. Se han entrenado a conciencia. Hacen gestos despectivos, mueven la lengua, se cachondean de quien les diga lo que no les gusta y continúan sonriendo.
A los que no he logrado ver de cerca, es a los que queman contenedores y arrojan botella o adoquines a la policía, supongo que también sonreirán, es su revolución, la de las sonrisas, pero que ellos sonrían desde la distancia, bajo las capuchas, arrojando elementos contundentes, es de un dominio y de un control mental encomiable. Debería existir una especialidad olímpica para ellos y para los que lo permiten. “Tiro de jabalina a los representantes de la ley, especialidad ceguera total para no ver lo que no se quiere.”
 Si logro conseguir hablar y sonreír mientras echo sillas a un contenedor incendiado, o adoquines a un policía, me gradúo con el Cum Laude en desvergüenza.  
Dicen los libros de autoayuda y los vídeos de sanación, que si sonríes mucho, va y se te pasa el mosqueo, que sonreír te da un nuevo talante de concordia. También que consigues despertar el jolgorio en el otro, y que al final, por muy mal que estén las cosas, todo el mundo acaba tronchándose de risa y desdramatizando los acontecimientos.
Por de pronto, alguna prensa extranjera los comprende, les dan la razón. Se les ve tan inocentes, tan buenos tan víctimas.
Hay que sonreír, en serio,  ¿y luego?, luego ya da lo mismo lo que hagas. 


domingo, 13 de octubre de 2019

INFLUENCIAS AMERICANAS




Fui creciendo y lo primero que se me cansó fue la vista, por lo tanto cuando iba  de compras tenía que sacar las gafas de lo más recóndito del bolso para saber los precios o las características de los tejidos. Era incómodo, pero si no querías ir tanteando por los expositores, no tenías más remedio que llevarlas a mano. Ahora lo que debo llevar en el bolso no son solo las gafas de vista cansada, sino también las de bucear, un traje de neopreno, un traductor de idiomas y las normas de convivencia americanas para no dar el cante.
¿Por qué?
Pues porque yo tampoco lo comprendo, porque a pesar de que  el español es la segunda lengua más hablada del mundo, en una parada de bus de Madrid, descubrirás un cartel de Mango, empresa española donde las haya,  con sede social en Barcelona que rotula en inglés. Y al verlo tan críptico te intrigas. ¿Qué dirá la chica de los pantalones rotos?, ¿será una clave secreta que no quieren que nadie entienda  a la primera?, ¿será que quieren que mires el diccionario para que vayas aprendiendo el idioma casi sin darte cuenta? No se te ocurre pensar que es por puro esnobismo hasta que el traductor te da la respuesta: “No trates de ser perfecta, usa algo que te descomponga” una chorrada de mil pares de narices, seguramente inventada por el creativo de turno que no es de allende los mares sino de Puebla de Farnals, pongo por caso.
Si vas a una boda de españoles en España, cuya celebración es en Alcalá de Henares, te dan como pequeño obsequio una bolsita rotulada en ingles. Una frase de esas que si la pones en español nadie  entiende,  porque para regalar chuches nada mejor que no decir nada o decirlo en inglés que queda mucho más esotérico, como de física cuántica o por ahí.
Los tatuados también han tomado como lengua patria el ingles y escriben frases en sus bíceps de acero, que así, traducidas a pelo, no dicen nada, pero casi mejor porque la vida da muchas vueltas y si no dices nada, de nada te tienes que arrepentir.
No solo es el idioma lo que nos están imponiendo sino las costumbres, las formas de sorprendernos, los saltitos cuando se encuentran varias amigas, las “gracietas” que sueltan los héroes un poco antes de que parezcan que están rodeados y que van  a morir. Las normas sociales, por ejemplo. En España se consideraba que “los secretitos en reunión eran faltas de educación”, pero en las series americanas, lo más de lo más, es que en una reunión, uno de los miembros pida perdón al resto porque va  a hablar en privado con otro. Se van  a un apartado y aprovechan para echarse la bronca. Regresan ambos al grupo con sonrisas angelicales, porque ya no es de mala educación lo de los secretitos en reunión.
Ahora los hombres se arrodillan contritos ante la mujer que aman y delante de cuanta más gente mejor, para entregarle un anillo y pedirle matrimonio. El personal que los rodea aplaude hasta desgañitarse y ellos salen victoriosos y sin ápice de pudor de un partido de futbol, de un espectáculo nocturno o de un bautizo de buceo. Sí, la mar esconde carteles de “¿te quieres casar conmigo?” junto a bergantines hundidos, para sorprender a la ingenua y candorosa novia.
Nada de todo eso estaba en nuestro genoma. Ni nos moríamos porque nuestro novio nos pidiera matrimonio, ni esperábamos que lo hiciese de esa forma tan cursi, ni nos gustaba ser el centro del espectáculo con algo tan personal.
 Los nuestros, me refiero a los españoles o españolas de entonces, cuando la cosa se alargaba inútilmente, plantabas cara y preguntabas a boca jarro: ¿Pero tú de qué vas?, y el susodicho o susodicha, se ponía las pilas y salía huyendo como alma que lleva el diablo o te presentaba a la familia sin más tardar.
Porque las españolas no es que besaran de verdad, es que si veían a un hombre arrodillado en medio de una plaza de toros con un anillito, lo mandaban a freír espárragos por bocazas e indiscreto.
Pero de un tiempo a esta parte, vivimos con el traductor de google colgado al cinto,  en tu propio país con cara de enamorada sorprendida por si se le da al chico arrodillarse en medio de “Buscad al soldado Ryan” para dejar al personal flipado. ¡Qué bonito! dice algún americano. Y la novia llora, no se sabe si de vergüenza, de emoción o de pena porque no se lo ha pedido en lo más hondo del océano, cuando ya tenía las gafas de bucear con mira telescópica preparadas.
Mi madre le daba un pequeña patada a mi padre por debajo de la mesa cuando éste metía la pata. Mi padre contestaba a voz en grito. ¿Y ahora por qué me pisas? Pero eran otro tiempos. Los españoles teníamos nuestras costumbre y además nos gustaban.