domingo, 31 de enero de 2010

LOCUTORA


No escucho la radio todo lo que me gustaría. Siempre voy con prisas, y por las mañanas solo oigo las noticias. Por eso no conozco los buenos programas, y me pasa como con la televisión, que al no verla a menudo, no sé dónde quedarme. Y la olvido por un libro o cualquier otra cosa. Luego, cuando me hablan de programas famosos o personajes emblemáticos, pongo cara de haba y me da rabia. Y es que como he dicho, excepto con las noticias, me pierdo. Esta mañana tenía una emisora encendida, y mientras me arreglaba, la estaba escuchando. He cogido el programa empezado pero, o estaba la locutora en un mal día o no había por donde cogerla.
Una señora contaba que su hijo drogadicto acababa de ser encontrado por su hermano en una situación lamentable, y que lo había arreglado y llevado a un Hostal para que cuando la madre lo viera no se pegara el susto. Estaba desesperada. Hacía años que tenía esa adicción y su familia ya no podía más. Lo habían intentado todo. La pobre mujer estaba deshecha y pedía ayuda a una psicóloga que habían llevado al programa, supongo que para eso, para dar consejos o ayuda, no sé. La locutora ha interrumpido a la señora para decirle que lo sentía mucho pero que tenían que ir a la publicidad y que ya hablarían en otro momento. Me he quedado de piedra. No puede ser que la deje en ese estado. Luego lo retomará. Pues de eso nada. Ha hablado de otras cosas y ha pasado a publicidad. Un poco más tarde, ha llamado a un señor para ver si estaban de acuerdo en su pueblo en que pusieran un cementerio radioactivo, pero la que ha cogido el teléfono era una señora que he dicho que su marido estaba muerto y de cuerpo presente. Lloraba mucho y no podía contenerse. La locutora le ha pedido perdón porque según ha contado se llama al azar y en directo, y esas cosas pueden pasar, ¿sabe usted? Vale. Pero no ha debido enterarse de que no es que fuera viuda, sino que acababa de serlo y se ha enrollado con los efectos radioactivos. Está vez tenía todo el tiempo del mundo por lo que se ve, y no se vislumbraban anuncios en el horizonte porque la mujer no se la podía quitar de encima. No se atrevía a colgar a la impertinente pero contestaba a boleo, y le pedía que si no era mucha molestia, llamara en otra ocasión. Pero ella arre que erre con los dichosos residuos radioactivos y la contaminación.
Luego ha dicho que en breve iba a hablar un escritor famoso, colaborador del programa, y que comprendía a doña “tatatán”, que le había dicho que no lo soportaba, y que si no apagaba la radio era porque estaba invalida, pero que menudo bodrio de tío, el dichoso escritor. La locutora sin cortarse un pelo ha continuado contando como la oyente había puesto a parir a su colaborador, y casi le daba la razón a la señora. Que, mire usted, que yo la comprendo, pero hay que aceptar a todo el mundo, y que el escritor tenía mucha audiencia, y que no podía evitar su presencia en la radio, aunque se peleara con ella y todo eso. Ya no he escuchado más porque tenía prisa, pero he configurado la emisora en mi radio. A partir de ahora ya no me pierdo ni un programa de semejante locutora. Quiero saber si ha tenido un mal día, si la han echado con cajas destempladas por tamaño fiasco, o sigue siendo un icono nacional pese a todo. Qué país.

jueves, 28 de enero de 2010

LOS PELMAZOS











Mi madre tenía una rara cualidad; sabía escuchar. En cuanto salía a la calle era tomada al asalto por cualquier pelmazo y ya no había quién enderezara su destino inicial. A mí toda esa actitud tan condescendiente con los rollos ajenos, me llevaba de cabeza. Pero lo cierto es que no tenía más remedio que soportarlo.
Nunca pude olvidar el castigo que me impuso por romper a llorar justo a la hora y cuarto de pararse a hablar con la tía Concepción. La tía Concepción era una mujer mayor y encorvada, que se ayudaba para andar con un bastón cuyo mango representaba la cabeza de un perro, creo que un buldog. Tenía las piernas torcidas hacia adentro, como si hubiera montado a caballo toda su vida. Quizá era por eso por lo que tenía que sostenerse con el buldog. Pero lo que más la definía eran los dientes. Los tenía movible, un poco adaptables a la conversación. Si reía se le disparaban hacia fuera, y si estaba triste se encogían hacia dentro, en grupo, como si se protegieran mutuamente de tanta desdicha.
Aquella mañana nos la encontramos nada más salir de casa, dos calles más allá. Habíamos decidido ir a la playa, y yo llevaba ya inflado el flotador para no tener que perder tiempo en la arena. Había quedado con Marga y Sonia, mis compañeras de clase. Mi madre llevaba un vestido floreado, sin mangas que resaltaba su piel morena, y unas zapatillas de esparto con cintas de colores. Su pelo era rojizo y rizado, y yo me sentía orgullosa de ir cogida de su mano. Mi madre era una mujer muy guapa y a mí me encantaba observar como la gente la miraban al pasar. Pero, sobre todo, lo que más me gustaba de ella eran sus andares ligeros, como si a cada dos o tres pasos echara una pequeña voladita y luego sonriera por ello.
El día era espléndido y yo estaba contenta. Salió de un callejón oscuro, ni siquiera nos dio tiempo a esquivarla. Era la tía Concepción, hermana de mi abuela. Aquel día compaginaba el bastón con cabeza de buldog con un bombón helado. Cada vez que se metía el bombón en la boca y lo chupaba, se tambaleaba el bastón pero eso no era lo importante, lo importante era que los dientes movibles se desplazaban con soltura hacia fuera y hacia dentro, dependiendo de la entrada o salida del helado. Tenía la impresión de que en cualquier momento iban desprenderse, que caerían sin remedio a la acera mezclados con placas de chocolate y vainilla.
Ella, ajena a mis pensamientos, se puso a hablar con mi madre, y de cuando en cuando le caían lágrimas por las mejillas que con dificultad por el bastón, el helado, y el bolso, lograba secarse con un pañuelo de puntillas. Yo, al principio, soporté bien el encuentro pues estaba fascinada por sus incisivos, caninos, y premolares, intermitentemente desplazados de dentro afuera, y viceversa. En el siguiente chupeteo los pierde, pensaba ilusionada. Pero no, eran de una flexibilidad extraordinaria.
Los minutos iban transcurriendo inexorablemente, y yo embelesada con el traqueteo canino, logré olvidar la playa por unos segundos, pero cuando los segundos se convirtieron en minutos, y luego en cuartos, y más adelante en medias, abandoné su dentadura y me concentré en la conversación, quería saber si declinaba de una vez, si se despediría de mi madre y lograríamos llegar a tiempo a la playa. Pero no, ella hablaba del tío Esteban, su marido. Por lo visto se trataba de ponerle piedrecillas alrededor del pene. No tenía entonces muy claro que era eso del pene, hasta que explicó concienzudamente la forma de orinar del tío Esteban. Orinaba con un colador por si se desprendía alguna piedrecilla, hija, que eso no es bueno. Deduje entonces que el pene, al tener que ver con la orina, era algo íntimo, de cuarto de baño cerrado con pestillo, por lo que traté de que no se notara que estaba escuchando.
El tiempo continuaba pasando sin que mi madre diera síntomas de cansancio. El bombón helado, ya casi consumido, salía y entraba por sus inestables dientes como si no pasaran las horas para él. Ni siquiera el hielo se deshacía. Era un bombón muy especial. El bastón soportaba la escueta estructura de la tía Concepción. Lo peor hubiera sido que se quedara estéril, le explicaba a mi madre mientras continuaba secándose esas lagrimas de cocodrilo que caían por sus mejillas. Mi madre, sorprendida, le preguntó si todavía tenía intención de tener hijos. Imaginé a la tía Concepción embarazada y se me cayó el alma a los pies. El tío Esteban tenía ochenta y dos años y ni mi madre ni yo, aunque nunca lo llegamos a comentar abiertamente, entendíamos ese afán paternal que las piedrecillas podrían dar al traste. No es por eso, hija, explicó ella. Pero tú ya sabes que para los hombres ser estéril es lo peor. Ellos no pueden soportarlo, antes se matarían. No sabía lo que significaba ser estéril, pero la imagen del tío Esteban matándose con un colador, me repugnaba por mucho que se encerrara en el cuarto de baño para hacerlo. Mi madre asintió, y yo ya desenganchada de los asuntos de esterilidad y pene del tío Esteban, me di cuenta de que la mañana se estaba echado encima y que no iba a disfrutar mucho tiempo de la playa. Pensé que Sonia y Marga ya estarían a punto de regresar a casa. Empecé a apoyarme en una y otra pierna, para dar claros síntomas de cansancio, para ver si se daba cuenta de mi enfado. Pero no, ella continuaba repitiendo una y otra vez la historia de las piedrecillas, mientras yo observaba, ya sin mucho interés, las plaquitas de chocolate que se le habían quedado pegadas a los labios.
Y pasó una hora. Ya era la una del medio día y todavía estaba preocupadísima por todo ese asunto de la esterilidad, por las piedras, por el colador, y por el orinal. Mi madre asentía comprensiva y yo de pronto, sin poderlo evitar, me puse a llorar. No es que fuera muy llorona. No era de esas que pierde los nervios con facilidad. No, no fue eso. Debió ser algo que salió de muy adentro. Supongo que fue la sensación de injusticia en su grado más puro, la falta de consideración de una incontinente verbal, de una aburrida anciana dispuesta a ser el centro de la creación. La fuerza del destino, la falta de respeto de los mayores, de todas esas tías Concepción que te hablan y te hablan sin tener en cuenta tu tiempo, tus ilusiones y tus necesidades. Fue todo junto, una acumulación de insoportable egoísmo. Quizás por eso aquella mañana, mientras el sol pegaba con fuerza y miraba el flotador inútil colgando de mi hombro, sentí la pena más enorme y la frustración más desgarrada que una niña pueda sentir. Había perdido interés por las piernas, me importaba un pimiento los dientes movedizos y ese bombón helado que no se terminaba nunca. Estaba harta de las piedras del pene del tío Esteban, y continué llorando con desconsuelo, desesperada. Fue entonces cuando la tía Concepción se dio cuenta de mi desamparo, y precipitadamente se despidió de mi madre. Pobre niña, dijo la muy cínica. Se ve que tenía ilusión por ir a la playa. Si hasta lleva el flotador ya hinchado colgando de su hombro. Mi madre balbuceó una disculpa, y me pellizcó en el brazo. Pero yo ya no podía dejar de llorar, era como si todo el dolor del mundo se hubiera concentrado en mi cuerpo, como si de pronto fuera consciente de algo muy serio que no entendía, que no entendería nunca. Yo lloraba amargamente y ella, para consolarme, me ofreció el palito de ese bombón helado ya extinto, pelado y lleno de babas. Ten, nena, para que juegues. Lo tiré al suelo con indignación, y mi madre me volvió a pellizcar.
Volvimos a casa deprisa. Me madre me empujaba furiosa. Luego pasó lo de siempre, estuve castigada sin ir a la playa durante tres días. Porque eres una maleducada, porque no sabes comportarte, porque debes aprender a escuchar, que hay mucha pena en el mundo, hija. Pero no me importó. Nunca más volvería a salir con mi madre, ni escucharía las historias de nadie.
Ahora llevo un despertador en el bolsillo, no sé si es por ese trauma infantil o porque he llegado a la conclusión de que el que es exhaustivo, lo va a ser durante una, dos, tres, o miles de horas, que al final habrá que dejarlo con la palabra en la boca si no quieres acabar durmiendo en una acera, derrengada. Así que en cuanto suena la alarma, me despido con una mentira muy gorda. Lo que primero me venga a la cabeza. Cualquier excusa me sirve.
Me acuso de decir mentiras, padre. Pero solo a los pelmazos. Otra vez, hija. ¿Pero es que no te vas a enmendar nunca? Pues qué quiere que le diga, creo que ya no tengo solución, los pelmazos me producen urticaria.
Le he contado a los de telefónica que mi marido no está ni se le espera, que me ha dejado por otra y no volverá a casa; al frutero, que he dejado a mi madre paralítica, sola y sin ayuda y debo regresar cuanto antes; al compañero de la cuarta planta, que me espera el jefe para una reunión importantísima.
No sé, padre, que necesito quitarme a los pelmazos de encimas, que la gente se explaya conmigo, que lo heredé de mi madre, y que yo sé por experiencia que es mejor engañarles desde el primer momento, y que si no lo resuelvo pronto me pongo a llorar como aquel día del flotador y la playa, sin consuelo.
Está bien rezaré todos los padrenuestros que usted me imponga, pero no me pida que abandone la mentira, porque luego es mucho peor. Créame, hombre de Dios, créame.

domingo, 24 de enero de 2010

RELACIONES HUMANAS


Acabo de terminar de leer una novela de Amélie Nothomb. La descubrí hace tiempo en “La Metafísica de los tubos”. Estas Navidades le pedí otra a Papá Noel. Y como el tío a veces va a su bola, no me la trajo y me la tuve que comprar. El caso es que como el deseo quedó grabado, el día de mi cumple me llegó otra. Por lo que en poco tiempo he leído tres. Me encanta descubrir autores que me gustan porque así sé dónde buscar. No soy de las que se leen tochos de quinientas páginas así porque sí. Ni de las que se fijan en los más vendidos. Ni en las recomendaciones de la librería. Si Belén Esteban es el icono nacional ¿por qué me va a importar a mí lo que lee la mayoría? Prefiero descubrir autores, husmear en las librerías, y arriesgarme. Primero leo la trama en la contraportada, luego leo el principio para ver el tono, y por último, la forma de contar. Amélie es concreta, va al grano, no quiere impresionar a nadie, tan solo contar su historia. Y como todos los escritores, tiene sus obsesiones. Esas obsesiones son las que le obligan a escribir. Quizás otros lectores lo vean de forma diferente. Cuando una obra sale del ordenador de su autor y la entrega a la editorial, la está abandonando a su suerte. Está arriesgando otros puntos de vista que quizá no tengan nada qué ver con lo que él quiso decir, porque están en la mente del lector y no en la suya. Por eso hablo de mi opinión, simplemente. Me parece que a Amélie le preocupan las relaciones humanas. Los papeles que cada uno interpreta en los encuentros, ya sean amorosos, filiales, laborales, o de amistad. No es en absoluto una escritora exhaustiva, no nos cuenta la forma que tiene de freír huevos la vecina del quinto, no se regodea en la llovizna pasajera de una tarde de primavera, ni se fija en la forma de andar de un escarabajo pelotero. Por eso me atrajo, y quizás también por eso no me defrauda. No imita a Carver, ni a Richard Ford. No habla como lo hacen los americanos, no sitúa su narración en parajes extraños para impresionar al lector. No tengo nada contra los exhaustivos, son muy valorados, pero agradezco a los que van al grano, sin más, los que no pretenden impresionarnos con su “florido prensil” sino contarnos una historia y dejarnos con miles de preguntas en la cabeza. En una ocasión escuché que un buen escritor es aquel que al terminar de leerlo ha dejado una nueva duda en tu cerebro, y un mal escritor es aquel que te la resuelve. Amélie es una buena escritora, analiza las relaciones humanas; verdugo y víctima, manipulación, entrega incondicional, jefa de grupo, líder de pacotilla. Las dos últimas novelas que he leído tratan de eso. “Antichrista” Trata de la amistad de dos adolescentes “no es más que un doloroso camino de manipulación, abusos y humillaciones en las que Christa es el verdugo y Blanche la víctima”. Cuántas relaciones humanas se establecen bajo estos espantosos parámetros. Estamos muy solos, es cierto. Necesitamos que los otros nos apoyen, nos valoren, por supuesto. ¿Pero a qué precio?

lunes, 4 de enero de 2010

PELILLOS A LA MAR





Mi portero roba. Para ser exactos, falsifica talones. El problema es que no es listo y los va a cobrar al banco que hay cerca de casa, o sea al de la robada o falsificada, porque lo suyo es falsificar talones. Me enteré tres meses después de que sucediera. No tengo mucha relación con los vecinos, por eso me extrañó que se me acercara la vecina del decimo mientras paseaba a su perro. Me habló del tiempo, me hablo de lo mayores que se están haciendo mis hijos, y al final entró de lleno en el asunto. Te lo tengo que contar, dijo de pronto. Entonces me contó que si se había ofrecido para pintar su casa, y que un día la llamaron del banco para decirle que había un señor queriendo cobrar un cheque suyo. Venga cuanto antes que trataremos de retenerlo, le dijeron. Dice que al entrar en el banco y verlo, deseó que no fuera él. Pero era. Fue muy desagradable porque la presidenta, la vicepresidenta, y el administrador le habían pedido que lo olvidara, que mejor pelillos a la mar. Él dijo que se lo había encontrado en la escalera ya firmado, y que tuvo un mal pensamiento. Dijo también que la cantidad ya estaba puesta. Pero un grafólogo confirmó que esa letra era de él. Había firmado un talón por 2.500 euros.
Lo primero que hice nada más enterarme fue quitarle mis llaves y dejárselas a la vecina de enfrente. Luego hablé con la presidenta y le dije que no tenía ningún derecho a ocultar una cosa así a los vecinos. Él recibe nuestros correos, tiene nuestras llaves, nuestras firmas y autorizaciones. En una palabra; es el que cuida de la finca, qué narices.
Tan enfadada me vio que convocó una junta extraordinaria. Nunca había visto a tanto vecino junto y con tantas representaciones de los ausentes. Pero lo que no me esperaba era que estuvieran todos confabulados para poner a caldo a la robada y comprender al pobre portero, que un error lo tiene cualquiera, mire usted.
Fue una gran sorpresa para mí. No entendía nada. La reunión se desarrolló según los cauces más surrealistas que uno pueda imaginar. Que cómo se atrevió ella a pedirle al portero que le pintase la casa, que si el portero no está para esos menesteres, que si ella lo había amenazado con denunciarle si no dejaba su puesto, que si eso era extorsionarle. Menuda era. Ella nos miraba perpleja, sin comprender nada, y a punto de pedir perdón. Se procedió a las votaciones. ¿Tienen que ser públicas? preguntó uno. Pues yo no estoy dispuesto a indemnizar su despido, dijo otro.
La robada, o falsificada, o como quiera que se la llame, no sabía cómo justificar las agresiones que sufrió por parte del portero, del administrador, y de los vecinos para que olvidara esa tontería. Se votó y ganó el portero. Continuaría ocupándose de nuestras llaves, nuestro correo, nuestras autorizaciones Era necesario darle una nueva oportunidad.
Ahora los vecinos nos hallamos divididos en dos bandos, los cuatro que votamos a favor de cambiar de portero y defender a la vecina, y el resto.
Fue el fiscal y el banco los que denunciaron los hechos porque la pobre robada ya no se atrevía ni a rechistar.
Ahora, cuando nos encontramos en la portería o en el ascensor los cuatros disidentes con el resto de vecinos, somos objeto de escarnio y desprecio. Yo le quité la llave a la vecina de enfrente porque ella, a su vez, le entregó la suya al portero en señal de máxima confianza y admiración. Y yo estoy en un sin vivir porque si escuchó ruidos en mi casa, no puedo evitar pensar si será él u otro vecino cualquiera que quiere vengarse.
Y es que analizando la cuestión con detenimiento, he llegado a la conclusión de que en el fondo somos el reflejo de lo que tenemos. Y en un país en el que un contertulio de intereconomía es Mario Conde, el presidente de la CEOE ha dejado en la estacada a 1.500 pasajeros, se venden sellos inexistentes, Camacho (Gescartera) tima 100.000 millones de euros a 4.000 clientes y le rebajan la fianza de 3 millones a 1,5 millones, y como dice que no puede pagar, se la vuelven a rebajar a 300 millones. Eurobank estafa 135 millones de euros, Ava 84,1 millones, y así hasta ciento. ¿Cómo se me ocurre a mí pedirle responsabilidades a mi pobre portero? Con lo simpáticos y listísimos que son los ladrones.

viernes, 1 de enero de 2010

En la taberna del Mar está sentado un viejo,
la blanquecina cabeza decaída,
enfrentado al periódico porque nadie le hace compañía.

Conoce el menosprecio que los ojos tienen por su cuerpo,
sabe que el tiempo pasó sin gozo alguno,
que ya no puede dar el antiguo frescor de la belleza que tuvo.

Es viejo, lo sabe muy bien, es viejo, se da cuenta,
es viejo, y lo nota cada vez que llora,
es viejo, y tiene tiempo, demasiado tiempo para verlo.
Era, era cuando, era ayer, todavía.

Y se acuerda del ¡seny!, el embustero
como el ¡seny! le preparó este infierno,
cuando a cada deseo le oponía: ¡mañana tendrás tiempo todavía!.

Y hace memoria del placer que frenó,
de cada alba de gozo que se negó,
de cada hora perdida que ahora escarnece su cuerpo labrado.

En la taberna del Mar está sentado un viejo,
que, de tanto recordar, tanto soñar,
se ha quedado dormido en la mesa.

(Konstantinos Kavafis - Lluis Llach)



A la taverna del Mar hi seu un vell
amb el cap blanquinós, deixat anar;
té el diari al davant perquè ningú no li fa companyia.

Sap el menyspreu que els ulls tenen pel seu cos,
sap que el temps ha passat sense cap goig,
que ja no pot donar l’antiga frescor d’aquella bellesa que tenia.

És vell, prou que ho sap; és vell, prou que ho nota.
És vell, prou que ho sent cada instant que plora.
És vell, i té temps, massa temps per a veure-ho.
Era, era quan era ahir encara.

I se’n recorda del seny, el mentider,
com el seny que li va fer aquest infern
quan a cada desig li deia "demà tindràs temps encara".

I fa memòria del plaer que va frenar,
cada albada de goig que es va negar,
cada estona perduda que ara li fa escarni del cos llaurat pels anys.

És vell, prou que ho sap; és vell, prou que ho nota...

A la taverna del Mar hi seu un vell
que, de tant recordar, tant somniar,
s’ha quedat adormit damunt la taula.