jueves, 25 de agosto de 2016

EL PROTOCOLO SANITARIO


 

                                              

 




 
 



imagen: Chema Madoz
 
 
 
 
La medicina ha debido cambiar mucho últimamente. Quiero decir, que si un médico va en coche y presencia un accidente, no se debe detener a socorrer a las víctimas si no son de su especialidad. “Se consideraría intrusismo”. De eso me enteré el otro día, en el ambulatorio para desplazados. Me lo contó una señora parlanchina que esperaba ser atendida. “No puede ser”, le dije incrédula “Existe el deber de auxilio”. “Nos pasó a mi marido y a mí. Vimos un accidente, le propuse que se detuviese para ver si había heridos y dijo que ya había gente para atenderle y que no era de su competencia". Por lo que se ve el hombre es urólogo y pensaba que el problema de los accidentados no debía rondar esos derroteros por lo que aceleró y se metió en la autopista de la playa tan campante.

 Recordé entonces que mi hermano, también médico, cuidados intensivos, para más datos, siempre me decía que lo peor que te puede pasar en la calle es tener un percance sanitario, un jamacuco, vamos. Según él, salen de todos los rincones, caminos, callejones y portales los más tontos a dar su opinión sobre lo que se le debe hacer al enfermo. Lo primero que hacen es concentrarse a su alrededor para quitarle el aire, y ya más tranquilos, dar opiniones contradictorias y absurdas. Como mi hermano no era urólogo, debía tener capacitación suficiente para intentar ayudar al lesionado y lo hizo. “Si llegan a hacerle lo que proponían lo desnucan y se lo cargan ahí mismo, sin bendiciones apostólicas ni nada por estilo”, me explicó dejándome un ligero regustillo a precariedad.

Entonces, me refiero a hace algunos años, si decías que eras médico y tratabas de ayudar, la gente se hacía a un lado y cumplía a rajatabla las ordenes que el facultativo tuviera a bien ordenar. De esa forma el enfermo salía mejor, o por lo menos, no rematado.

Ahora, por lo que se ve, las competencias están muy definidas, y si te caes redonda en la puerta de un Hospital General de la Seguridad Social, pongo por caso, y no pilla una furgoneta del Samur a mano, no puede atenderte nadie hasta que esta no llega. Y si tarda, pues el abanico de médicos y médicas,  enfermeros y enfermeras que pasan por su lado, se limitan  a hacer una porra a ver si aguantará el enfermo o no. Eso, por lo menos, fue lo que me estaba contando la señora parlanchina en el ambulatorio cuando se abrió una puerta y un médico empezó a nombrar a paciente, que se debían haber echado la siesta y no estaban para acudir a consulta. Cuando llevaba siete nombrados sin que nadie diese razón, se dirigió a nosotras y se quejó de la falta de seriedad de los pacientes. Como nosotras, además de pacientes, llevábamos más de tres cuartos de hora esperando a que nuestro facultativo asignado se dignara a aparecer por la consulta,  nos prestamos gustosas a llenar su vacío, pero dijo que no, que cada uno con lo suyo. Le explicamos que llevábamos mucho tiempo esperando y que no teníamos inconveniente en hacer un cambio de parejas sanitario y subrepticio. Al fin y al cabo no conocíamos a ninguno de los dos ya que pertenecíamos al ambulatorio de desplazados, que quizá no es el mismo que el de cojos o el de foráneos.  Pero le salió la vena corporativa y nos dijo indignado que ellos también tienen derecho a veinte minutos de asueto.

“Si todavía no ha llegado, ¿cómo va a necesitar asueto?" pregunté imbuida por mi corporativismo de paciente cabreada. “Lo siento”, dijo, y se metió en su despacho a barruntar la falta de responsabilidad de los enfermos.

Los teléfonos sonaban sin parar pero las chicas de recepción no los cogían. ¿Serán los pacientes del médico indignado?, pregunté. ¿Por qué no cogen el teléfono? Sí, sí que lo cogemos” dijeron, y continuaron a lo suyo y sin descolgar.

Por fin llegó nuestro asignado, una hora más tarde y sin darnos ninguna explicación, se metió en el despacho a llamar por el móvil con la puerta abierta, que ya ni de eso se cubría, le echó otros quince minutos a un familiar parloteo y quizá  también al Candy Crush.

 ¿Serán también normas que impone el protocolo sanitario?

domingo, 14 de agosto de 2016

LAS ADICCIONES SON CUESTIÓN DE EDAD


 

                                              

 

 

 

 

Tengo un vecino en la playa, es de Guadalajara y año tras año lo reencuentro en el ascensor el día uno de agosto. Tiene un cierto aire equino, pero eso no importa porque es un anciano culto y enormemente educado. Al abrirse las puertas sonríe suavemente, eleva su mano derecha, se quita la gorra de Asisa, y dice ceremonioso: “Celebro”.

El año pasado me dijo que no sabía cuánto tiempo iba a permanecer en la playa porque su suegra estaba muy mal y esperaban el óbito de un momento a otro. El óbito ni se produjo ni se espera en breve, a pesar de sus más de cien años.

Este verano las cosas ya no son iguales. Han cambiado los ascensores y nos han instalado una pequeña pantalla de TV que tras una musiquita suave e insinuante no deja de dar información incoherente, supongo que  para mitigar el calor, las conversaciones absurdas,  y el aburrimiento del ascenso y el descenso. Como ambos vivimos en el piso veinticinco, nos hemos hecho adictos a la información periférica que nos muestra la pantalla, igual que otros se han hecho a cazar Pokemóns (es cuestión de edad).

 La pequeña TV no solo nos informa de que Los caballos corren 40 km por hora y podrían llegar a correr 80, sino que explica con todo lujo de detalles cuántos huevos ponen las mariquitas, en qué año Rommel fue nombrado director de la Gestapo, que nacen un 50% menos de leones que antes, y hasta intercala máximas profundas para evitar que nos trivialicemos mientras subimos de la playa. Dice que la vida sino es para darla por los demás, no merece la pena ser vivida. Observo a mi vecino por el rabillo del ojo y veo como se le desprende una lágrima. Supongo que estará pensando en su suegra que no da la vida ni a los cien años. Le preguntó por el óbito para desdramatizar un poco, pero no responde porque está muy interesado en la nueva información. “Mira, qué casualidad”, me dice ilusionado. “Tal día como hoy en 1521 el imperio azteca es vencido por los españoles”. Es 14 de agosto y comprendo el calado de la información, por lo que le propongo volver a bajar y subir los veinticinco pisos en honor a nuestros ancestros conquistadores. “Celebro”, me contesta con su sonrisa equina y su gorra ladeada, e iniciamos el descenso.

viernes, 5 de agosto de 2016

LAS COSAS


 

                                                             

 

 

Siempre me han obsesionado las cosas, entendiendo por cosas las pertenencias personales. Quizá sea porque cuando murió mi abuelo me pasaron inmediatamente a su habitación. Fue un poco traumático, la verdad, porque ni siquiera me habían comprado mis propios muebles  y tenía que compartir su escritorio, su sillón en el que dormitaba por las tardes,  sus libros, su olor. Sobre todo, su olor. Era un poco como si no se hubiese muerto del todo, como si deambulara de aquí para allá en una dimensión que yo percibía pero no era capaz de ver.

Día tras día se iban llevando sus muebles, su sillón, sus gafas. Cada tarde, cuando volvía del colegio, encontraba un nuevo hueco en mi habitación y una nueva posibilidad de poner lo mío; mis juguetes, mis cuentos, mis lápices de colores. A pesar de ilusionarme con los nuevos espacios, siempre acababa topándome de golpe con algo que se parecía mucho a la melancolía.

Una mañana encontré a mi madre arrastrando un baúl por el pasillo, dijo que era para vaciar el armario del abuelo y meter su ropa, dijo también que se lo iba a enviar  a mi tío, a Madrid.

Cuando regresé del colegio, el baúl ya no se encontraba en la puerta, su armario estaba vacío. Creo que fue aquella noche cuando tuve el sueño. Se trataba del abuelo, deambulaba por el pasillo de la casa en calzones, buscaba su ropa. No le quise decir que se la habían llevado a Madrid para mi tío, porque no quería que se diese cuenta de que ya no la iba a necesitar nunca más. No sabía cómo explicarle que se había muerto y que las camisas no le iban a servir, ni los libros, ni siquiera su sillón

Desde entonces, cada vez que alguien fallece en mi familia, sueño que regresa a por sus cosas y que yo disimulo para no tener que explicarle que es que se ha muerto y que ya para qué.

 Quizá es por eso que cada día me gustan menos las compras, las rebajas, los recuerdos de los viajes, las figuritas o los abalorios. Y cuando llegan las ofertas o me entero de que tal o cual persona se ha corrompido por tener cien trajes de Armani en su armario, o me enseñan su mansión llena de comedores y salones incapaces de albergar la confortable sala de estar en la que se lee o se comparte lo pequeño, lo imagino en el futuro, por los pasillos de su mansión, buscando las trescientas camisas de diferentes colores, o la colección de coches, tan atareados ellos en sus cosas,  y es entonces cuando recuerdo al abuelo y su baúl, y las rebajas, y las mansiones enormes en las que parece que vivas en un hotel.

Es posible que todo este agobio que me producen las cosas se deba a que me trasladaron demasiado pronto, o demasiado deprisa, o demasiado niña, a la habitación de mi abuelo.