jueves, 29 de mayo de 2008

SIEMPRE NOS QUEDARÁ BENIDORM


Hace tiempo que lo sé. La edad, como todo, es una cuestión de perspectiva. Un día escuché a unos adolescentes en el autobús:
- La profesora de inglés debió ser guapa -dijo ella.
- ¿Pero qué edad tiene?- preguntó él.
-Treinta y cinco.
Lo descubrí en ese momento. La vejez empieza de quince a veinte años más del que la valora: Si tienes quince, no das un margen mayor de treinta. Y así lo tengo asumido desde aquel día. Hoy he ampliado mi percepción sobre el asunto. No solo depende del que la valore sino de la ciudad que acoja a los supuestos viejos. No es lo mismo ser mayor en Madrid, que en Benidorm. Será el sol, será el mar, serán las moscas. No lo sé, pero es muy diferente. En Benidorm sé es siempre más joven. Lo comprobé porque tuve una reunión de trabajo en invierno. Era un día cualquiera, entre semana. Fui a tomar un café a las cuatro de la tarde y me topé con una marcha bailonga, la del café descafeinado y la seducción al atardecer.
-Ya ve usted -me dijo el camarero-. Así se pasan la tarde, venga a bailar y sin consumir más que un descafeinado de máquina con agua del grifo. El otro día le robaron a uno un andador, pues que no se los dejen en la puerta sin cadenas, digo yo.
Y es que el local estaba lleno de jubilados desplegando su poder de seducción.
Me fijé en uno con el pelo teñido de negro y las patillas de blanco que se daba desplantes coordinados con una rubia floreada.
-Le llamamos Carlos Menem -me explicó el camarero-. Viene todas las tardes.
-No sabe usted lo que cambia todo en diez años–escuché explicarle una anciana a otra-. Yo a los setenta y cuatro jugaba al tenis
Salí de allí con otro ánimo. Será el sol, será el mediterráneo, será el viento de levante. Pero en Madrid los ancianos no se deja los andadores en la puerta de una discoteca, porque no.

martes, 20 de mayo de 2008

QUÉ MÁS DA


(imagen: Rafael Olbinski)


Ha sido un momento antes de acostarme cuando me he dado cuenta de que la mujer que se cepillaba los dientes en el cuarto de baño no era Esperanza. Y ha sido gracias a que se me ha ocurrido mirarle los pies. Porque hasta entonces; ni cuando ha bajado la basura a la calle, ni cuando ha llamado por teléfono a telepiza, ni siquiera cuando se ha puesto a hacer zapping, he sido capaz de sospechar nada.
Le he mirado los pies, y al hacerlo he recordado que esta mañana, un momento antes de salir para visitar a sus padres, ha tropezado con la puerta del armario ropero y se ha roto un dedo; el pequeño del pie izquierdo. Y he recordado también que ha gritado y que el dedo se le ha hinchado tanto que la he tenido que llevar a urgencias. El médico nos ha dicho que no importaba, que ese dedo no se escayola. Que le pondría una gasa y una pomada para que se le fuese el dolor. Y con unas sandalias para que no le rozaran los dedos, todo se arreglaría. Y lo cierto es que se ha debido arreglar porque no hemos vuelto a pensar en ello, tanto es así que se nos ha olvidado el incidente. Hemos paseado por el Retiro y hemos comido en casa de sus padres. Por la tarde hemos ido al cine. Y pienso si ha podido ser ahí cuando nos hemos despistado, o quizás no, quizás haya sido un rato después, a la salida del cine, cuando nos hemos sentado en una terraza del centro para tomar una coca cola.
-Esperanza, haz memoria, anda –le digo.
Pero ella sólo tiene claro una cosa, que no se llama Esperanza, sino Paquita.
Esperanza es rubia, se operó el pecho, y tiene silicona en los labios- le cuento a Paquita. Y ella asiente porque también los tiene y es rubia. Y al reírse se le pone una mueca rara en los labios como de pato, pero no digo nada porque observo que es igual a la de Esperanza. Le gusta mirar escaparates y leer revistas de moda, le digo. Pero Paquita dice que eso también le gusta a ella y que no es un dato distintivo.
Paquita dice que es curioso, pero que si yo no me llego a fijar en sus pies, ni siquiera se hubiera dado cuenta de que yo no soy Arturo, su marido. Dice que hasta los libros que hay en la biblioteca son los mismos. Y que tiene en su casa una alfombra y un sofá de la misma marca, y que también llaman a telepizza cuando tienen hambre, y toman leche enriquecida con calcio, y zumos con vitaminas y galletas de fibra.
Pero yo he dejado de escucharla porque me pone de muy mal humor que me confunda con Arturo, su marido. Le digo que eso es imposible, que no hay dos personas iguales. Y ella sonríe y acaricia mi cara mientras me dice que llevo el mismo peinado y la misma marca de jersey, y que me he afeitado el vello del cuerpo, como Arturo, y digo las mismas cosas, con el mismo tono. Pero que a lo mejor lo que pasa es que todos los hombres tienen un algo de Arturo.
No sé qué contestarle. Me encierro en mi cuarto porque necesito pensar. Y ella llama a la puerta con mucha suavidad y me dice que qué más da, que si total es lo mismo.
- No merece la pena pasar la noche dando vueltas y más vueltas a todo esto -me dice con suavidad- Y me acaricia como lo hace Esperanza, como a mí me gusta.
Y decido que tiene razón, que a lo mejor algún día de estos nos vamos al cine y me encuentro a Esperanza con algún Arturo, y que si no se le ha curado la herida del dedo pequeño, quizás la reconozca. Y que si no es así, si se le ha curado. Pues qué le vamos a hacer. En el fondo, qué más da, si ya somos todos iguales: Esperanza o Paquita, Arturo o yo.

sábado, 10 de mayo de 2008

VECINOS

(imagen:Rafel Olbinski)

Ayer descubrí que mis vecinos se apagan.
Fue por casualidad. Ellos subían las escaleras del metro mientras yo las bajaba. No me vieron. Se estaban apagando y empezaban a deshincharse. Me pegué un susto tremendo. Hasta ahora trataba de esconderme cuando los veía entrar en el portal porque cuando estábamos en el ascensor sonreían al unísono. Él soltaba alguna broma sosa y ella se reía mucho. Daban la sensación de ser una pareja compenetrada. Luego, cuando el ascensor se detenía en mi piso, ellos se inclinaban y se despedían de mí con unos movimientos de brazos iguales y sincronizados: pero ni siquiera eso; la sincronización me había hecho sospechar. No es que me gustaran sus gestos estudiados, ni su sonrisa falsa, ni su compenetración. De hecho les huía. Había algo absurdo en sus movimientos. Pero lo que no sospeché nunca es que cuando nadie los observaba tenían un sensor que les hacía apagarse, perder fuerza, energía, que también perdían el aire que los mantenía erguidos, y se plegaban hasta quedar reducidos a unas pelotitas.
Hoy los he vuelto a ver, estaban plegados y se han puesto en funcionamiento al ver que entraba en el portal. Él ha dicho algo gracioso y ella ha soltado una carcajada. He subido las escaleras a pie, muy deprisa, de dos en dos, y me he encerrado en casa.
Siento pánico. Ahora lo sé: estoy sola.

jueves, 8 de mayo de 2008

UNA BODA




El viernes fui a una boda. Era una boda civil porque unos días antes se les ocurrió poner andamios en la iglesia contratada y deslucía mucho la ceremonia. Pero eso no fue un inconveniente, el restaurante contratado para la cena se ofreció a hacer un simulacro la mar de creíble. Y lo hizo bien, es verdad. Uno hasta se olvidaba de que se encontraba ante el alcalde. Ahora los restaurantes tienen en cuenta esas cosas y se ocupan de todo. Y los alcaldes o los concejales, entrenados para el evento, adoptan un cierto aire de sacerdotes oficiantes.
Y es que ya no hace falta hacer el paripé para que te canten el Ave María y te lean la epístola de San Pablo a los Corintios. El alcalde se la sabe y la recita de corrido. Un cuarteto de cuerda entona el Ave María de Schubert y otras piezas pías. Luego el alcalde con cara de sacerdote anima a los novios a permanecer juntos en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad por todos los días de su vida, y los novios dicen que bueno, que qué se le va a hacer. Intercambian arras, anillos y oraciones. Y se dan la paz porque lo que un Alcalde ha unido que no lo separe el hombre.
La novia suele llevar velo por respeto a los camareros, supongo, los cuales esperan con la bandeja de canapés que termine la misa, digo el sermón. Y los amigos suben a un púlpito, digo estrado, a decir un discursito, algo parecido a la epístola a los efesios.
Todo muy entrañable. Por lo menos a mí me gusta.
¡Cómo han cambiado las cosas! dice mi tío Bruno, ateo donde los haya. Y pensar que a mí me obligaron a apostatar de mi fe por querer casarme por lo civil, dice nostálgico.
Decididamente luce más así, dónde se va a comparar. Como en la iglesia pero en ateo.
El viernes que viene me han invitado a una primera comunión por lo civil. Ya os contaré.