He pensado en ir a visitar a Paquito. Hace mucho que no lo veo, y a lo
mejor ni siquiera se acuerda de mí. Imagino que debe haber cambiado mucho. Como
yo, que ya no rompo las suelas de los zapatos jugando al fútbol, ni me como las
uñas, ni llevo flequillo. Y además, se me ha oscurecido el pelo.
Nuestros
padres deseaban que fuésemos amigos pero nosotros no queríamos. Recuerdo su
mirada torva tras las gafas, esa mirada que ponía cada vez que mi padre se
empeñaba en invitarle a merendar. Y mi rabia cuando le sacaba unas galletas
largas con sabor a canela y azúcar que guardaba en una caja de latón para las
ocasiones.
Seguramente
fueron ellos, nuestros padres, los que tuvieron la culpa de que nos negásemos a
ser amigos.
Mi
padre siempre me lo decía. Me lo decía continuamente, pero sobre todo los
últimos viernes de cada mes. Ese día tenía miedo de volver a casa. No
importaban las notas que hubiese sacado porque sabía que me lo iba a repetir
una y otra vez: que Paquito, el del segundo derecha, el hijo de don Bartolomé,
había sido el primero de la clase, que había vuelto del colegio antes que los
demás niños para poder darle esa alegría a su padre. Y que le había pedido a don
Bartolomé que le comprara una enciclopedia de la tierra donde se hablara de la
fotosíntesis y del carbono y de volar, sobre todo de volar. Porque a Paquito lo
que más le gustaba en el mundo eran los aviones. Y por eso de mayor iba a ser
ingeniero aeronáutico, para diseñar aviones.
Jo, qué difícil debe ser eso, pensaba yo cuando
me lo contaba mi padre. Y volvía a pensarlo cada vez que veía el cielo dividido
por una estela, la que dejaba un avión
tan lejano que sólo podía dejar a su paso eso, una estela.
-Mira
hijo. Ha atravesado la barrera del
sonido –decía al escucharse un estallido.
Y
Paquito iba a lograr que todo eso continuara
sucediendo, o quizás mucho más. Que el hombre llegara a Marte, o diera vueltas y más vueltas por la galaxia
Andrómeda, o por todas, quién sabe. “Porque Paquito va a ser ingeniero. Mientras que
tú, hijo, tú sólo jugarás al fútbol”.
Recuerdo
el día que metí aquel gol que le dio el
triunfo a mi equipo. Porque a mí lo que mejor se me daba era jugar al fútbol, y
ese día metí un gol fantástico, el mejor gol del colegio. Por lo menos eso fue
lo que dijo el entrenador. Y gracias a eso el colegio se clasificó y
representamos a la provincia. Todo el mundo me felicitaba, y yo sólo tenía una
idea en la cabeza, volver a casa para
contárselo a mi padre.
No
he olvidado aquel día, último viernes de mes. Llegué a casa antes que Paquito,
subí las escaleras de dos en dos, me lancé
a su cuello y lo abracé. Abracé a mi padre como nunca lo había hecho. Él me
preguntó satisfecho si había sido el primero de la clase ya, si iba a diseñar
aviones, si por fin había superado a Paquito.
Me
acuerdo muy bien de aquel día. No le contesté. Me di la vuelta y bajé
lentamente las escaleras. Ya en la calle no sabía dónde ir y acabé en los billares, pero no
jugué, tan sólo estuve allí mucho tiempo. Fue Evaristo, el dueño, el que me
acompañó a casa porque se había hecho muy tarde. Me dijo que tenía que cerrar y
que no podía quedarme allí toda la noche, sentado en una banqueta y con la
cabeza apoyada en un póster de Maradona.
Luego me hice mayor,
probablemente fue cuando me dejaron de gustar esos palos de regaliz que vendía
un hombre sin dientes. O cuando dejé de coleccionar cromos de la selección y de
ponerles nombres de jugadores a los botones de nácar que me regalaba la abuela.
He terminado la carrera y ahora diseño aviones. Soy ingeniero aeronáutico, aunque
jamás miro al cielo cuando veo una estela que lo cruza, porque ya he visto
muchas, y porque cada vez me fijo menos en eso.
He dejado de vivir con mis
padres y me he ido del barrio. Han quitado los billares y han puesto una tienda
de chinos en la que venden de todo. Siempre pensé que quitarían esos billares,
y que no volvería a ver a Evaristo ni a Maradona. Tal vez porque me gustaba Evaristo,
y porque hubo demasiadas tardes en las que me refugiaba en los billares y me
apoyaba en ese póster para no volver a casa.
Y
he recordado a Paquito porque alguien me ha hablado de él y me ha contado que es
jugador de fútbol, que su padre siempre le animó a que lo hiciese, que le decía
que no estaba en forma y que debía entrenar hasta conseguirlo. Que Paquito
entrenó mucho y que al fin lo consiguió. Que ahora juega en un equipo de
tercera, y que siempre está en el banquillo.
He
pensado en ir a verle a su casa, frotar los zapatos en el felpudo, entrar, y
sentarme a su lado con una enciclopedia que hable de fotosíntesis, y de carbono,
y de volar. Porque supongo que todavía le sigue gustando, y porque es eso sólo
lo que quiero, sentarme a su lado, en el sofá y ojear la enciclopedia junto a
él.
Y
es que es ahora cuando me he enterado de que cada último viernes de mes, cuando
Paquito volvía a casa con las notas y le decía a don Bartolomé que quería ser
ingeniero,
él le preguntaba si al
fin
ya lo habían seleccionado para formar
parte del equipo de fútbol, como a mí y que gracias a eso el colegio se había
clasificado e iba a representar a la provincia.