jueves, 28 de junio de 2018


                      “POR QUÉ, POR QUÉ, POR QUÉ”




Una amiga que está pasando por una situación difícil, me decía que se sentía como en otra dimensión. Como si de pronto, sin venir a cuento, la hubiesen trasladado a un lugar diferente, con situaciones extraordinarias; nuevas y oscuras. 
Desde que me lo dijo, no me lo quito de la cabeza. 
A otra dimensión nos trasladamos cuando sufrimos la enfermedad de un ser querido, la pérdida. A otra dimensión, si somos víctimas de una agresión, de un robo, de un ataque traumático. A otra dimensión, si atropellamos a alguien con el coche, sin querer, sin siquiera ser culpables, si pasamos horas detenidos, interrogados, con la conciencia de haber hecho daño. A otra dimensión si tenemos que atender a un herido, si muere en nuestros brazos. A otra dimensión cuando encontramos la mirada de un ser que parece comprendernos, pero que pondría nuestra vida patas arriba, cuando nos sentimos amados después de haber sufrido el desprecio y la humillación. Dimensiones, miles de dimensiones que están esperándonos a la vuelta de la esquina. “Cuando veo mi imagen reflejada en un escaparate, me pregunto: ¿pero realmente esa soy yo?” Me confesaba una amiga que acababa de ser abandonada por su marido. “¿Soy yo esa, la misma que daba por hecho que todo lo que le tenía le pertenecía por derecho?” O aquella que un día quiso abandonar a su pareja, porque ya no podía soportar más peleas, ni incomprensiones; esa misma que hoy se desangra porque está a punto de perderla de verdad.  
Mientras contemplaba a un coro de marineros en la noche de la música de Concarneau, me di cuenta de que, en lo alto del castillo de la ciudad antigua, por encima del escenario, dos adolescentes sentados frente a frente, se miraban como sorprendidos. No se atrevían ni siquiera a abrazarse, pero lo deseaban. Lo comprendí nada más alzar la vista. Olvidé a los marineros y sus cánticos de piratas para contemplarlos, para empaparme de ese amor tan temprano que, estaba segura, se estrenaba aquella tarde. Primero ella lo besó a él, pero se separó al instante, como avergonzada, porque él no hizo ningún gesto, tan solo mirarla. Luego, al cabo del rato, fue él el que la besó a ella. Las caricias no hicieron acto de presencia hasta mucho más tarde. Había tanto miedo y sorpresa en sus gestos, que hasta que no se levantaron, no se atrevieron a abrazarse. Y a partir de ese momento ya no se volvieron a separar. 
Recuerdo que me rechazaron una novela adolescente porque la editorial aseguraba que los adolescentes actuales no son como los del setenta, pero pude comprobar que no es cierto, que las nuevas experiencias serán siempre las mismas, que causan el mismo miedo y asombro, por muy aceptado que esté el sexo, por muy avanzados que nos creamos. En lo alto de una muralla, dos casi niños abrazados, sin atreverse a mover un músculo por si el momento se deshacía, por si la dimensión volvía a cambiar, por si no era real y despertaban. “Ya se han complicado la vida esos dos”, dijo una amiga que también observaba la escena. “¿Por qué?” “Porque a partir de ahora, su vida no será más que un cúmulo de exigencias, un por qué no me has llamado, por qué me dejas sola, por qué estás tan serio, por qué miras a otro. “Por qué, por qué, por qué”. Dimensiones diferentes y todas ellas empañadas de frustraciones, anhelos, miedos. Hasta que un día todo cambia, y es entonces cuando nos damos cuenta de que la dimensión que acabamos de dejar era extraordinaria e irrepetible. Cerré los ojos y me llegó la imagen de un joven de veinte años en una silla de ruedas que contemplaba las nubes en la puerta de un centro de rehabilitación. Una moto, un frenazo, un cielo lleno de nubes en una tarde de invierno. Un salto a otra dimensión, y mientras…, “por qué, por qué, por qué.”