viernes, 26 de abril de 2024

PÉRDIDAS

                                               

 

 

 

 



 

 

 

 

 

La primera vez que  vi a Rigoberta estaba dando vueltas alrededor de un banco del paseo. Buscaba algo, se la veía desesperada. Al preguntarle, me contó que había perdido una bolsa granate donde había guardado las agujas de hacer punto. Traté de hacer memoria con ella, repasar cuándo fue la última vez que recordó tener la bolsa en la mano.

De pronto me agarró por los hombros y me contó que el problema iba mucho más allá del simple recuerdo. Dijo que su marido le estaba haciendo luz de gas, que quería volverla loca, ingresarle en un sanatorio de esos, y declararla incapaz. O a lo mejor no, dijo. A lo mejor es que las cosas que pierdo se van a otra dimensión y allí se quedan para siempre, esperando a que algún día vaya yo también y nos reencontremos.

Perdí un mantel de flores una noche, después de que se marcharan los invitados, perdí unas gafas de presbicia, un sábado que dejé la lectura a medias para ir a beber agua. Perdí unos pendientes de perlas nada más sacarlos del joyero, y perdí una merienda para mis amigas de las cartas. Lloré mucho aunque mis  amigas se marcharon quitando importancia al hecho, pero no regresaron jamás, desaparecieron con sus adioses y sus bromas. Perdí a mis hermanos una nochebuena llena de confetis y zambombas, perdí a mis padres al salir del colegio. Perdí una tarde  de agosto tumbada en la playa, perdí la camiseta de baloncesto con el número 7, y la orla de graduada.

Todo eso me contó, pero estaba segura de que aquello que había perdido estaba con el carrito de la merienda, con los calcetines que se tragó la lavadora, con la ropa interior, con los pendientes de perlas, con el novio de los veinte años, con la bolsa granate.

En la otra dimensión, me explicó, deben estar todos aquellos objetos, me contó compungida. Ahí debe estar Antonio, un chico muy guapo, delgado y con gafas de concha con el que salía a los diecisiete años. Quería ser ingeniero o arquitecto, no me acuerdo. Pues un día dejó de venir, lo busqué por todas partes y había desaparecido. No sabía dónde buscarlo porque me di cuenta entonces de lo poco que hablaba de sí mismo, y de su familia, y de su trabajo. Y si alguna vez me habló de ello, tampoco me acuerdo porque también perdí las palabras, como tantas otras cosas.

Siento tanto miedo a perder, que no me atrevo a sacar los garbanzos para el cocido por si desparecen y me quedo sin ingredientes, o el cepillo del pelo, o el champú, o el olor a pólvora de las mascletás de junio, o las risas de por las tardes.

Ya solo espera partir hacia esa dimensión donde encontrará, piensa ella, todo aquello que fue suyo y alguien le fue quitando poco a poco, casi sin darse cuenta, con el tiempo.

jueves, 21 de marzo de 2024

CON LA IA HEMOS TOPADO.




Con la IA. hemos topado. Ahora es posible, según me cuenta, que una Inteligencia artificial te haga las ilustraciones de los libros, y de forma muy brillante, no vayas a creerte. 
Me lo dijo Graciela, una escritora de poesía para niños. Dice que le pidió a su hijo que le buscara a alguien para ilustrar un poema infantil que había escrito sobre el amor entre una jirafa y un león. Y parece ser que su hijo, ni corto ni perezoso, abrió el ordenador y se lo pidió a una inteligencia artificial que él conoce mucho. Cuando vio los dibujos se quedó con la boca abierta. Dice que eran muy divertidos y que su hijo le propuso que, ya de paso, fuese la Inteligencia Artificial la que le hiciese la poesía. Al principio ella se quedó en plan: “Oye, tú que te has creído”, ¿es que piensas que una IA va a ser más creativa que yo?, pues estaríamos buenos. El caso es que mientras ella juraba en arameo, la IA le hizo una poseía infantil fantástica. Si los dibujos le habían encantado, la poesía la enfureció. 
Era mucho mejor que la que yo había escrito, me explicó. ¿A dónde vamos a llegar?, exclamaba. 
Me supo tan mal verla mancillada, que le conté que eso ya ocurría desde Homero, desengáñate. 
Anda ya, me soltó. 
Que sí, mujer, que existen sospechas de que las obras de Shakespeare las escribiera un tal Christofer Marlow; las de Moliera, Corneille y las de Alejandro Dumas 76 fantasmas literarios. 
La vi tan intrigada por mi diatriba que continué: El más famoso fantasma de Dumas padre, fue Augusto Maquet que colaboró en “El Conde de Montecristo” y “Los tres mosqueteros”. 
No me lo creo. 
Bueno, eso dicen.
Menudo timo, apunta. 
Pues no, le explico, es como ahora. Eligen a un famoso, le proponen que escriba un libro, el tío se pega el susto del siglo, pero la editorial le dice que no se preocupe, que se lo escribirán los lectores de la casa, que luego lo firmará él y aquí paz y después gloria. 
¿En serio? 
Pues sí, lo confirmó en la tele un youtuber que arregla coches y había sido objeto de la proposición. 
Y ¿cómo se ha sabido lo de Dumas?  Pues porque Maquet hacía la investigación histórica, elaboraba el primer borrador, luego se lo entregaba a Dumas para que aumentara farfulla y adornara. Esas cosas, ya sabes. El problema es que lo acabó denunciando. Dicen que Alejandro Dumas, padre, le preguntó a Alejandro Dumas, hijo si había leído la última novela que él había escrito, y el hijo le preguntó: Y tú, padre ¿la has leído?


sábado, 16 de marzo de 2024

QUERER ES PODER

                                  


 

 

 

 

 

Quiero hacer el camino de Santiago, pero de verdad: dormir en un albergue, extraviarme por los caminos, llenarme de ampollas e ir sola en busca de flechas amarilla para no perderme. Todo eso quiero, pero mis circunstancias son peliagudas: tengo 85 años, ciática y rotura de cadera por tres partes. El fémur jodido y los pies con descuelgue de metatarsianos. Pero eso no tiene la más mínima importancia porque por las noches escucho podcasts de sanación de mi maestro; Salustiano Vapartiko, que me dicen que todo está en mi mente, que la realidad no existe, que si quiero pensar que soy una ágil deportista y logro que eso forme parte de mi cerebro, es decir, lo interiorizo, pues me salen piernas musculosas, fémur de escandalo, nervios de acero y metatarsianos alineados.

Decido iniciar el camino y voy llenando la mochila como un autentico peregrino, que si mudas, que si vaselina para las yagas, que si frutos secos para obtener energía… En fin, todo eso. Agarro la mochila y salgo a la calle. El portero me ayuda a cargarla en el taxi, me dice que no debo llevar tanto peso. Y eso que todavía no sabe que me largo a Roncesvalles para iniciar la marcha a lo Carlomagno.

 Durante el camino hago meditación trascendental y yoga nidra como me aconseja Salustiano. Respiro hondo, contengo la respiración y expulso. Los vecinos de asiento me piden que practique el yoga en silencio, que no moleste al personal, pero hago caso omiso porque el camino tiene sus reglas y yo las cumplo.

La llegada a Roncesvalles es un poco difícil pues el haber mantenido la postura del loto durante el trayecto ha dejado mis piernas, cómo diría yo: entumecidas  contraídas, apelmazadas. No puedo desenroscarla y el vecino tiene que ayudarme porque si no, el que no sale del autobús es él.

El albergue ocupa el sótano de una iglesia donde en su día enterraron peregrinos de mi edad o mayores. La sala se encuentra plagada de literas, de ronquidos, de exhalaciones e inhalaciones. No hay ninguna litera libre en la parte de abajo y debo subirme trepando hasta la de arriba. Una vez lograda la escalada, me dejo caer. Me duelen las rodillas, pero no lo pienso quejarme porque mi maestro Salustiano dice que no hay que pensar en el dolor, que no existe, que las cosas las imaginamos.

Me quedó dormida.

Despierto a media noche. La sala está a reventar de peregrinos con las tripas desestructuradas, y los sonidos de diversos tipos inundan el local. Me levanto y pongo mi pie en la litera de abajo, pero caigo en el ojo del de abajo y me la cargo. Cojo mi mochila y me voy a la ducha. El agua está fría pero mi Maestro Salustiano Vapartiko dice que el agua está como yo imagino que está, por lo que grito desgarradoramente, y un peregrino malhumorado me dice que me calle y que vuelva  al geriátrico de donde no debí salir nunca. Le amenazo con una maldición gitana, le digo que por muchos kilómetros que haga, el camino no le va a servir porque no tiene grandeza de corazón, ni humildad de peregrino, ni huevos para enfrentarse a una anciana ante un tribunal. También le digo que el santo se la va  a guardar.  Él se contiene y me ayuda  a salir de mi estado hierático por congelación. Una vez recompuesta y con la estructura ósea en mi estado primigenio, desayuno nueces y algún dátil que le he quitado a mi vecino de litera. Me pongo las zapatillas, la vaselina, los calcetines y un pañuelo en la cabeza. Salgo a la penumbra de la noche. Es mejor andar de noche que de día, dice mi maestro. Me pierdo y llueve. Me meto dentro de un charco que me engulle como arenas movedizas.  No veo la flecha amarilla, pero como mi maestro dice que siempre estamos donde debemos estar, abrazo a un señor que se encuentra cargando el maletero de su coche. Me santiguo como si fuese el mismo apóstol Santiago y regreso a mi casa cargada de indulgencias plenarias y de las otras.


domingo, 10 de marzo de 2024

EXCUSAS

                                              


 

 

 

Lo veo junto al estanque del Retiro. Es un hombre de mediana edad, pelo oscuro y chaleco tirando a beis. Lleve una poblada barba y habla por teléfono mientras pasea, no puedo evitar escucharlo. “Lo siento, pero ahora no puedo, estoy en Móstoles”, dice.

Me alejo sutilmente para que no piense que me meto en su vida. Miro hacia los alrededores para estar segura de dónde me encuentro. Dudo de mi ubicación. Dicen que las alteraciones cognitivas comienzan al no poder situarte en el espacio/ tiempo, al sentirte perdida en medio de la calle, y yo parezco tener una disonancia extemporal y galopante. Trato de salir de Móstoles lo más rápidamente posible. Me dirijo a las puertas del Retiro, subo al primer autobús que se detiene en la parada. Necesito relajarme. Me tambaleo como consecuencia de mi deterioro y acabo sentándome al lado de una señora que practica inglés por el método Duolingo. Le suena el móvil e interrumpe su clase. Habla un momento y le dice a su interlocutor/ra que no puede seguir con la conversación porque está llegando a Segovia y debe apearse. Miro a través de la ventanilla y observo que nos encontramos frente al Corte Inglés de Goya. Ella no se levanta ni solicita parada. Continua con su clase de inglés. De pronto me pregunta: “I am Spaish and you?  Le contesto para no hacerle el feo “I get off at Segovia”.

Me mira con indignación, la pregunta no debía ir dirigida hacia mí y se siente espiada. Me dice que no me meta en su vida, que bastante tiene con aprender inglés, e inmediatamente se levanta para colocarse dos plazas por delante.

Todavía no he acabado de digerir su desabrida actitud cuando se abren las puertas y veo entrar el señor que se paseaba por Móstoles. Decido bajar inmediatamente. Me siento tan poco coherente que pido que me pongan la rampa para inválidos. El conductor y varios pasajeros me increpan por gamberra. Salgo disparada para coger un taxi y regreso a casa confundida. Cierro la puerta al entrar, doy varias vueltas al cerrojo, me asomo a la mirilla y veo un descansillo lleno de ausencias.

 De pronto escucho sonar el teléfono de casa. Estoy asustada  y decido no cogerlo, pero el timbre insiste y, ante la inminencia de encontrarme de pronto en Móstoles o en Segovia, lo cojo. Escucho una voz conocida, pero vete tú a saber si es una simulación de IA o un asesino en serie. Parece ser que ahora hay muchas personas que se meten en tu casa con el aspecto de familiares y te despluman. Le digo que ahora no puedo hablar que estoy a punto de entrar en un túnel sin cobertura. Pero si te estoy llamando al fijo, dice la voz. Cuelgo y me meto en la cama. El teléfono vuelve a sonar, pero no lo cojo. ¿Cómo lo voy acoger si no sé ni siquiera dónde me encuentro?