viernes, 27 de febrero de 2009

NOMBRES RAROS


“Los jóvenes con nombres raros, propensos al delito” Ese era el titular que leí en un antiguo número del periódico “Qué”. No pude resistirme. Creo que ya he comentado mi desmesurada afición a la cultura periférica. Lo rescaté de la mesa de un compañero. ¿Te importa que me lo quede?, le pregunté. Oh, no, pero te advierto que es un número atrasado. Era cierto, el periódico correspondía al viernes treinta de enero de dos mil nueve. Lo leí ilusionada en el metro mientras regresaba a casa. “Los adolescentes con nombres de pila poco habituales son más propensos a cometer delitos por tener más dificultades en las relaciones sociales.” Nunca se me había ocurrido que la hostilidad tuviera que ver con el nombre de pila. Recordé a todos aquellos amigos en los que había confiado en la adolescencia, como Heliodoro o Melanio, los muy zorretes. Pensé también en todos los que me habrán puesto la zancadilla sin que yo fuera capaz de sospechar. Observé recelosa como un chaval con cara de llamarse Segismundo apoyaba su mochila en el asiento. Eso es que me quiere robar, pensé, y traté de protegerme tras un Alberto cualquiera.
Pero al llegar a casa recordé que mi portero se llama Aniceto, que fue adolescente, y que su trayectoria vital debía estar cargada de actos vandálicos, antecedentes penales, y propensiones delictivas. Me acordé que tenía las llaves de mi casa y que podría entrar a voluntad, como si se llamara Pedro, y lo que es peor, podría descuartizarme sin ninguna cortapisa.
Nada más llegar le pedí las llaves y le dije que él y yo sabíamos por qué. Se quedó un poco alelado pero me las entregó con solemnidad, como si no supiera que conocía su adolescencia delictiva, su nombre con pasado, sus despropósitos juveniles.
He cambiado las llaves de la puerta y duermo con un cutter por si acaso.
A veces me pregunto ¿No será que los ejecutivos de Enron, Lehman Brothers Aig y Madof, se llamaban Macedonio, Sabiniano y Procopio? ¿No será los contaminados productos de esta gente lo que ha ocasionado la falta de credibilidad de unos bancos a otros?
Ahora me he enganchado a la prensa. Busco denodadamente los nombres de pila de todos los que nos están dejando en el chasis, los grandes urdidores de ingenierías financieras, de pirámides de pacotilla. Pero parece que no, que se llaman Edward, Richar, Mark, Peter… Es decir, y para aclararnos: Eduardo, Ricardo, Marco, Pedro… Qué lío ¿y ahora cómo los desenmascaramos?

domingo, 8 de febrero de 2009

LA NOCHE


Hay un momento durante la noche, o quizá más bien en la madrugada, no sé exactamente cual, en la que los sonidos se apagan, en la que parece que el mundo se desconecta, como si una mano ajena lo desenchufara. Y entonces solo existe el silencio. Es un momento extraño, los trasnochadores ya se han marchado y los que madrugan todavía descansan. No sé si es largo o corto, ni siquiera sé si sucede siempre a la misma hora. Solo sé que lo descubrí en la infancia y que para mí siempre ha sido una incógnita. Me despertaba y de pronto sabía que estaba allí. Y al asomarme al balcón lo confirmaba. Las calles estaban absolutamente vacías y los semáforos se apagaban y se encendían en ámbar, de forma intermitente, como si parpadearan de soledad. Las puertas cerradas bajo la luz de la luna parecían encogerse, y las casas tenían el aspecto de estar vacías, deshabitadas.
Mientras escuchas esa quietud extrema, en ese instante, tomas conciencia de un sonido que hace extraña la ciudad. Parece proceder de lugares distintos. Es un sonido como de olas que te obliga a prestar atención, a estremecerte Y es tan solo entonces cuando lo oyes, con toda tu mente concentrada, como si te colocaras una caracola al oído. Es el sonido de la noche lo que te llega; rítmico, como una respiración sosegada, la respiración de un sueño, de miles de sueños. A veces se rompe con un ronquido o con varios, pero siempre regulares, constantes. Es el momento en el que se desenchufa el mundo y a cada uno, ya libre de afectación y engaño, abandona su máscara y sueña. Y así, desconectados del resto, cada uno entra en su propio yo, confuso e incompleto, en sus deseos incontrolables, en sus sueños frustrados, en sus recuerdos, en su aislamiento. Y mientras la confusión se hace imagen, solo queda un murmullo de silencio, de respiración uniforme, de ronquido constante.
Y cuando entonces volvía a la cama, mis piernas se contraían y mis brazos se enlazaban porque no encontraba descanso. Mientras afuera, en la calle, parpadeaban en ámbar los semáforos.

domingo, 1 de febrero de 2009

"PRINGAOS"






Existen determinadas actitudes que nos enseñaron, o tan solo nos mostraron, para que siguiéramos el ejemplo. Y poco a poco se convirtieron en algo tan inherente a nosotros que no podemos desprendernos de ellas. Son los valores. Van desde actitudes cotidianas, solo higiénicas o de urbanidad, hasta profundos principios. Yo, por ejemplo, no puedo tirar un papel a la calle, ni siquiera busco el momento de soledad para hacerlo Algo tan nimio como eso. Espero lo que sea necesario hasta encontrar una papelera. Sé que no es algo absolutamente execrable, ni delictivo, es simplemente que está en mí, alguien me lo debió afear en algún momento de mi vida, y se quedó para siempre, tan adentro.
En el viaje de fin de carrera ocurrió algo que me hizo pensar. Paseábamos por el centro de Viena cuando tropezamos con una pila enorme de periódicos y una cesta llena de dinero. Cada viandante recogía su periódico y dejaba las monedas. Algunos de mis compañeros alucinaban. Pero… ¿cómo pueden ser tan confiados? Posteriormente subimos al autobús. No había ningún cobrador que controlara si los viajeros llevaban o no billete, la gente subía y fichaba en unas máquinas que había al final del autobús, lejos de la mirada del conductor. Nos fijamos en que ni una sola persona de las que subió dejo de hacerlo. Era algo insólito para nosotros. Cuando yo estudiaba en EEUU, dijo uno, no había cuidadores en los exámenes, y no copiaba nadie, tío. Con los libros en el pupitre y nadie los sacaba. Pues menudos “pringaos”, apuntó otro.
Y eso son los valores, algo que hace que cuando invites a alguien a cenar a tu casa no arramble con la cubertería de plata, ni se lleve el perfume de tu cuarto de baño. Es lo que permite que puedas sentarte en una cafetería con un grupo de gente sin que te dejen el bolso vacío.
Si no fuera por los valores, no habría suficientes policía para controlar a todas y cada una de las personas. Confiamos en los valores de los que nos rodean. Por eso cuanto más valores ha sabido inculcar en sus ciudadanos, más civilizada es una sociedad
Una amiga me contó que había contactado con un mayorista para importar una determinada mercancía. Cuando ya tenían pactado el precio y se desplazo a su país para ultimar la operación, el proveedor había aumentado los precios. Pero oiga, le dijo. ¿Es que usted no tiene palabra? No, señora, yo no tengo palabra. No sé de qué me habla.
Por eso los valores, algo que va más allá de nosotros, nos ayudan a convivir, a respetarnos, a sentir una cierta confianza en lo que nos rodea, a estar tranquilos, a saber que el tío que acaba de entrar en el autobús no nos va a quitar el sitio solo porque es más fuerte, más alto, más joven y no hay vigilantes alrededor.
Sin embargo esto no es siempre así. Hay determinados personajes que no sabrían de lo que estoy hablando, no los han recibido, no tiene ni idea de qué va eso, y reaccionan como lo hizo mi compañero al enterarse de que no copiaban en los exámenes. Menudos “pringaos”.
Y eso hace que piensen que los demás somos tontos, o poco espabilados, o que no se nos ocurren sus fechorías. Nos desprecian por “pringaos”. No tienen ni idea, ni se pueden imaginar que somos tan listos o más que ellos, que se nos ocurren cosas como esas o peores, pero que a diferencia de ellos, los valores nos impiden actuar.
Y todo esto viene a cuento por todas esas malversaciones de fondos que van saliendo día a día en los periódicos, esas ingenierías financieras, que no son más que trapicheos opacos, no por la inteligencia con que fueron urdidos sino por lo sobornos. Esas fechorías que nos están dejando sin dinero, sin trabajo, sin expectativas de futuro. Cada vez más y más empobrecidos.
No somos más tontos, solo que recibimos valores, valores que a algunos les suenan a cantos de sirenas, a…“Pringaos”.