Este finde siempre lo había aprovechado para vestir la casa de Navidad, ponerla guapa, con velas y centros de hojas, con guirnaldas en los zócalos y estrellas en la puerta. Quizá este año no pueda, y por ese motivo me conformaré con dejar un cuento navideño colgando de mi blog. Un cuento dedicado a todos vosotros, los que me visitáis.
Es diciembre de hace muchos años.
Me han despertado plumas de pavo en mi almohada. Grito. Todavía no ha
llegado y ya tengo miedo. Es la abuela la que se encarga de esconderlo en la
galería hasta que llega el día del sacrificio. Micaela, la asistenta, y el pavo, se enfrentarán
en una dura pelea de la que saldrá victoriosa.
Tengo pánico porque los pavos de otros años se suelen escapar con
relativa frecuencia, me atacan, me arrinconan y me dan picotazos. Soy la pequeña
de la familia y a los primos les encanta asustarme dejando plumas negras por
todas partes.
Las Navidades las pasamos siempre en casa de los abuelos, en el
pueblo. Nos reunimos todos, los primos y los tíos. Llegamos a su casa el mismo
día que se canta la lotería. Nunca nos toca pero lo celebramos mucho, como si
nos hubiese tocado.
Nuestra llegada es el aviso de que hay que ir a buscar el pino. Un
paciente del abuelo lo regala año tras año. La abuela nos lleva al campo y nos
pide que elijamos uno, el más grande o el más tupido. El camino está lleno de
espinas, hojas secas, erizos que nos pinchan y destrozan la ropa. Hay que
cruzar un río, quizá sea un arroyo. La abuela se detiene y respira hondo porque
le encanta el olor a campo, dice que le recuerda a su padre. Mira a su
alrededor y arruga la nariz. Frente a nosotras está todo lo que podamos
necesitar para adornar la casa: bayas coloradas y brillantes, acebos, piñas y
castañas. Recogemos hojas secas para luego pintarlas de purpurina, a veces
dorada y a veces de plata, incluso a algunas hojas les pegamos algodón para que
parezca que ha nevado. Hay concurso de centros navideños y el que gane se lleva
una zambomba. Yo nunca gano porque me dedico a hacer pajaritas con papel brillante
pero nadie se da cuenta de que son los Reyes Magos rodeados de piñones, aunque
no importa demasiado, recojo piñones y bolas pequeñas, de esas que si las
hueles se te hincha la nariz. Llenamos la cesta de suficiente verde y rojo para
adornar todas las ventanas de la casa. Elegimos el pino y le pedimos al
paciente del abuelo que lo cargue en la furgoneta. Nunca ponemos abeto, quizá
porque no tiene abetos. Soñamos con adornar uno, algún día. También soñamos con
recibir una cesta de Navidad llena de lazos y adornos, de esas que tienen dentro
un jamón, longanizas, bombones y turrón de yema. Pero los pacientes del abuelo nunca
regalan cestas decoradas, sino tortas de almendras que hacen ellos mismos, o pinos
de su finca, o pavos de su granja.
Al regresar nos enteramos de que ha llegado el pavo. Estamos muy
nerviosos, dejamos las cestas y salimos
corriendo a verlo. Está en la galería, la abuela lo ha encerrado para que no
nos ataque, dice que los pavos tienen mal genio. Solo podemos verlo por una ventana no muy alta.
El de este año es diferente, tiene un aire triste. Ni siquiera se incorpora
cuando nos asomamos como hacen los de
otros años. Está pocho, como si todo le diese igual. El primo Pablo dice que tiene
cara de llamarse Cándido, porque tiene un cierto aire precario, como de venirse
abajo.
La abuela se enfada. “Nunca le deberías haber puesto nombre al pavo”,
le grita a Pablo. Y quizá tenga razón porque a partir de ese momento Cándido
nos persigue por la casa con su aire de desaliento, apunto de derrumbarse.
Gonzalo, que es el mayor, busca en su libro de sociales lo que le pueda
hacer ilusión. No soportamos sus aires lánguidos, su andar quejumbroso.
Cada día se hace más nuestro, lo llevamos a pasear por el campo a
escondidas, le atamos una cuerda y le presentamos a pavas de otros corrales, a
gallinas, a conejos. Es una buena idea porque va cogiendo ánimo. Pablo dice que
anoche, mientras dormía, lo vio reír. Dice que la sonrisa de los pavos es de
otra clases, como más hacia dentro. Debe
tener razón porque su plumaje negro se ha llenado de brillo. Cuando abrimos la
galería para sacarlo, o cuando lo hacemos correr por el campo, emite un sonido mezcla
como de catarro y anginas.
Nos hemos reunido en el trastero y hemos decidido que no queremos
que Cándido sirva de comida de Navidad. Gonzalo tiene un plan. Estamos
dispuestos a hacer lo que nos pida. Nadie quiere comerse a Cándido. Sería como
comerse a un amigo, nos explica. Tenemos que enseñarle a hacer algo que no
hagan los pavos habitualmente, algo que permita a los abuelos y a nuestros
padres perdonarle la vida y adoptarlo como mascota familiar. Gonzalo se compromete a enseñarla a decir algunas
palabras, como los loros. “Eso les impresionará.” Pero lo descartamos. No hay
tiempo. Pablo propone enseñarle a tocar la flauta. Dice que es muy sencillo,
que si aprende a soplar, lo que salga ya da lo mismo. Se empeña en que Cándido tiene cierto talento
para la música, que él lo ha notado. Nos turnamos para ensañarle a hablar, a
saltar, a tocar la flauta, cada hora le toca a uno.
Ha llegado el día del sacrificio y Cándido ha resultado ser un zoquete
para casi todo. Micaela, la asistenta, se lo lleva a rastras a la cocina. Corremos
tras ella pidiendo que no lo mate. Ha
entrado en la cocina y tiene su cuello agarrado con una mano y con la otra eleva
un cuchillo de hoja afilada.
De pronto, cuando está a punto de clavarlo, cuando parece que ya lo
ha hecho, Gritamos con todas nuestras fuerzas. ¡¡¡¡Nooo!!!! Se hace un silencio tenso en la cocina. La
familia se agolpa en la puerta, ha venido a ver qué ocurre.
¡¡¡¡A Cándido, noooo!!!
No se oye ni un murmullo. Cándido eleve el cuello y el abuelo se acerca
a él y se lo quita de las manos a
Micaela, dice que si se llama Cándido no se le puede sacrificar. Luego nos
guiña un ojo.
A la mañana siguiente come
pularda junto a Cándido, que ya es uno más. La abuela repite que jamás deberíamos
haberle puesto nombre y luego ríe, como si le pareciese muy ocurrente su
opinión.
No sabemos entonces que Cándido vivirá mucho y que será una buena
compañía para los abuelos, porque les acompañará en las frías tardes del
invierno, y juntos esperarán a que
vuelva la Navidad para regresar al campo a recoger bayas coloradas y brillantes,
acebos, piñas, castañas…