La verdad, no entiendo la denodada obsesión de nuestras
leyes para que ni se nos ocurra montar en un coche sin cinturón de seguridad, cuando en los autobuses nos vamos jugando la vida a cada paso.
La ley exige que hasta cuando subas en taxi te pongas el
cinturón de seguridad. De los niños ya ni hablamos, que si sillita para recién
nacido, para dos años, para cuatro. Si
quieres montar a varios niños en tu coche, tienes que tener un abanico de
sillas de diferentes tamaños y modelos para que no te crujan con una multa.
¿Pero qué pasa cuando subimos a un autobús? ¿Acaso hemos entrado en otra
dimensión? ¿Es en ese momento cuando las leyes de seguridad vial se vuelven
permisivas y laxas?
No sé si tengo mala suerte pero en cuanto entro en el autobús
siento que mi vida, mis músculos, mis huesos y mis dientes peligran. Los
frenazos, los acelerones y las curvas ceñidas se suceden sin descanso. No hablo
de los piques y los malos modos con los que se despachan los conductores. Los
viejecitos se agarran a lo que pueden, los niños, inmersos en esa masa informe
de gente que va de acá para allá tratando de mantener el equilibrio, se quedan
sin respiración.
Jamás he visto a un policía llamar la atención a un
conductor de autobús, ni a un vigilante.
Los vigilantes hablan con el conductor mientras los
ancianos vuelan por los aires a su espalda.
Es por eso por lo que me pregunto ¿Es necesario que nos
protejamos en el taxi y no en el autobús? ¿necesitamos seguridad en el
transporte o no? Y si la necesitamos, ¿cuando van a poner multas por esa
desaforada forma de conducir?
¿Acaso nos odian?, ¿odian también a los niños y los
ancianos? ¿Están de muy mal humor o disfrutan rompiendo caderas?
“Ponga una reclamación”, me dijo el conductor un día en
que me di de bruces contra el cuadro de mandos y peligraron mis dientes.
“Pues que quiere que le diga, con este traqueteo no me
sale la letra con redondilla”.
Lo dicho; ni tanto ni tan calvo.
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