Fui
creciendo y lo primero que se me cansó fue la vista, por lo tanto cuando
iba de compras tenía que sacar las gafas
de lo más recóndito del bolso para saber los precios o las características de los
tejidos. Era incómodo, pero si no querías ir tanteando por los expositores, no
tenías más remedio que llevarlas a mano. Ahora lo que debo llevar en el bolso
no son solo las gafas de vista cansada, sino también las de bucear, un traje de
neopreno, un traductor de idiomas y las normas de convivencia americanas para
no dar el cante.
¿Por
qué?
Pues
porque yo tampoco lo comprendo, porque a pesar de que el español es la segunda lengua más hablada
del mundo, en una parada de bus de Madrid, descubrirás un cartel de Mango,
empresa española donde las haya, con
sede social en Barcelona que rotula en inglés. Y al verlo tan críptico te
intrigas. ¿Qué dirá la chica de los pantalones rotos?, ¿será una clave secreta
que no quieren que nadie entienda a la
primera?, ¿será que quieren que mires el diccionario para que vayas aprendiendo
el idioma casi sin darte cuenta? No se te ocurre pensar que es por puro
esnobismo hasta que el traductor te da la respuesta: “No trates de ser perfecta, usa algo que te descomponga” una chorrada
de mil pares de narices, seguramente inventada por el creativo de turno que no
es de allende los mares sino de Puebla de Farnals, pongo por caso.
Si
vas a una boda de españoles en España, cuya celebración es en Alcalá de Henares,
te dan como pequeño obsequio una bolsita rotulada en ingles. Una frase de esas
que si la pones en español nadie entiende, porque para regalar chuches nada mejor que no
decir nada o decirlo en inglés que queda mucho más esotérico, como de física
cuántica o por ahí.
Los
tatuados también han tomado como lengua patria el ingles y escriben frases en
sus bíceps de acero, que así, traducidas a pelo, no dicen nada, pero casi mejor
porque la vida da muchas vueltas y si no dices nada, de nada te tienes que
arrepentir.
No
solo es el idioma lo que nos están imponiendo sino las costumbres, las formas
de sorprendernos, los saltitos cuando se encuentran varias amigas, las
“gracietas” que sueltan los héroes un poco antes de que parezcan que están rodeados
y que van a morir. Las normas sociales,
por ejemplo. En España se consideraba que “los secretitos en reunión eran faltas
de educación”, pero en las series americanas, lo más de lo más, es que en una
reunión, uno de los miembros pida perdón al resto porque va a hablar en privado con otro. Se van a un apartado y aprovechan para echarse la
bronca. Regresan ambos al grupo con sonrisas angelicales, porque ya no es de
mala educación lo de los secretitos en reunión.
Ahora
los hombres se arrodillan contritos ante la mujer que aman y delante de cuanta
más gente mejor, para entregarle un anillo y pedirle matrimonio. El personal
que los rodea aplaude hasta desgañitarse y ellos salen victoriosos y sin ápice
de pudor de un partido de futbol, de un espectáculo nocturno o de un bautizo de
buceo. Sí, la mar esconde carteles de “¿te quieres casar conmigo?” junto a
bergantines hundidos, para sorprender a la ingenua y candorosa novia.
Nada
de todo eso estaba en nuestro genoma. Ni nos moríamos porque nuestro novio nos
pidiera matrimonio, ni esperábamos que lo hiciese de esa forma tan cursi, ni
nos gustaba ser el centro del espectáculo con algo tan personal.
Los nuestros, me refiero a los españoles o
españolas de entonces, cuando la cosa se alargaba inútilmente, plantabas cara y
preguntabas a boca jarro: ¿Pero tú de qué vas?, y el susodicho o susodicha, se
ponía las pilas y salía huyendo como alma que lleva el diablo o te presentaba a
la familia sin más tardar.
Porque
las españolas no es que besaran de verdad, es que si veían a un hombre
arrodillado en medio de una plaza de toros con un anillito, lo mandaban a freír
espárragos por bocazas e indiscreto.
Pero
de un tiempo a esta parte, vivimos con el traductor de google colgado al cinto,
en tu propio país con cara de enamorada
sorprendida por si se le da al chico arrodillarse en medio de “Buscad al
soldado Ryan” para dejar al personal flipado. ¡Qué bonito! dice algún
americano. Y la novia llora, no se sabe si de vergüenza, de emoción o de pena
porque no se lo ha pedido en lo más hondo del océano, cuando ya tenía las gafas
de bucear con mira telescópica preparadas.
Mi
madre le daba un pequeña patada a mi padre por debajo de la mesa cuando éste
metía la pata. Mi padre contestaba a voz en grito. ¿Y ahora por qué me pisas?
Pero eran otro tiempos. Los españoles teníamos nuestras costumbre y además nos
gustaban.
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