sábado, 5 de septiembre de 2020

MIEDO









Regresar a casa después de seis meses y sentir que el tiempo se ha parado. Pasear por las habitaciones y comprobar que el calendario del salón está abierto por el mes de marzo, que una flor que me regalaron en el teatro, está marchita, vencida hacia la izquierda, con el color granate de la muerte, que los geranios se han secado; tropezar con la lista de la compra preparada para el regreso, allá por marzo; tarjetas con ofertas de descuentos que vencen al final de mes; ropa de invierno colgada de mi armario; tarjetas para renovar; recetas para llevar a la farmacia sin falta; el portero enumerando los vecinos a los que se llevó el Covid, los que consiguieron salvarse, los que tienen secuelas, los que casi no se enteraron porque eran asintomáticos, el farmacéutico al que ya no volveré a ver, ni al de las lámparas, ¿se acuerda?, el que estaba al lado de la confitería. Y también... No quiero seguir escuchando. Salgo a la calle y no encuentro las tienda de siempre, han cerrado muchas, otras han cambiado de negocio. Los aparcamientos están medio vacíos, no hay casi gente esperando el autobús, y aquellos con los que me cruzo llevan puesta la mascarilla: distantes, recelosos, atemorizados. Una mujer habla por teléfono sentada en un banco, muy cerca de un anciano: se ha quitado la mascarilla y grita al auricular. No me atrevo a pedirle que se la coloque, que puede contagiarlo, me han dicho que aquellos que no la llevan son agresivos. Mi mundo se ha paralizado. Por un momento tengo la sensación de que nos hemos muerto y entramos a nuestra casa para recoger los enseres que dejamos antes de morir, como esos familiares que tienen que recoger los recuerdos del fallecido, repartirlos, venderlos, deshacerse de ellos, a no ser que tengan un valor económico Es tan triste que quiero salir de allí apresuradamente, o acostarme, cerrar los ojos y dormir para ver si al despertar me encuentro con la rosa fresca todavía, sentir en la mano los geranios, las maletas preparadas a punto de marcharme tan solo un fin de semana para celebrar el cumpleaños de una amiga, en la playa, con el jersey marinero que me compré solo para la comida en la isla, con los vaqueros y el sombrero de paja, ese que..., llévatelo, mujer, que en Tabarca hace mucho sol aunque sea marzo.
 Necesito despertar de esta pesadilla para poder pasar las paginas de mi calendario día a día, sin prisas, y bajar a por las medicinas mientras el farmacéutico me pide un montón de datos que faltan en las recetas. Pasar por la tienda de lámparas y preguntar si todavía hacen fotocopias. Quiero de nuevo mi 11 de marzo, como todos los 11 de marzo de mi vida, tan cotidianos, tan previsibles, quiero regresar encontrando la ropa de invierno en los armarios, porque sigue siendo invierno, y la nevera llena de verduras o fruta, con la lista de la compra en la encimera para que no falte nada a mi regreso. No quiero la casa que ahora recorro, donde se han secado las rosas y los geranios, la casa que ha perdido vecinos, la casa rodeada de tiendas que ya no existe o no son las mismas. Siento frio, como si se hubiese vuelto a borrar el paso de mi existencia por un pasillo oscuro, con el reloj detenido, con el calendario señalando la fecha de aquel día en el que me marché, sin imaginar que era para mucho tiempo, para no regresar a lo mismo. Quizá descubra al despertar que no he pasado el confinamiento en la playa, encerrada, con un jersey marinero y unos vaqueros, quizá me he muerto de verdad y ahora he regresado y me paseo por mi casa para ver cómo quedó todo al marcharme, como abandoné durante seis meses lo que había sido mi día a día. Cómo cede esa cuerda floja por la que transitamos ingenuos y confiados, cómo se desploma y te lanza al vacío sin siquiera haber sido capaz de darte cuenta. Ahora he regresado a ver todo lo que un ser humano abandona tras la muerte, para ver lo inútiles que son nuestras pertenencias, nuestros sueños, nuestros hasta mañana, nuestros vecinos parlanchines, nuestro farmacéutico meticuloso. He regresado para hacerme un aprueba médica y tengo miedo al contagio, al hospital, a los niños que se van a reunir en el colegio, a la mujer que habla por teléfono sin mascarilla. Tengo miedo a vivir en una casa en la que solo quedan recuerdos secos de un 11 de marzo ya lejano. Tengo miedo a nuestro políticos que sacan rédito de nuestro desmoronamiento, de los expertos que no tienen experiencia, ni se dejan aconsejar. Miedo a no saber, a pensar que ya no volveremos a ser los mismos. Miedo a no despertar de esta pesadilla o a despertar de nuevo ante el portero que me cuenta los que ya no están y los que están, pero ya nunca serán los mismos.

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