sábado, 31 de agosto de 2024

EL HOMBRE QUE AMABA A LAS NEVERAS

 

 

 

 



 

 

Me acerco a la sección de electrodomésticos para mirar las dimensiones de una nueva nevera. La antigua encaja perfectamente con los muebles que tengo, pero tiene veintitrés años y la pobre todavía tira. Sé que cualquier día nos dirá adiós y nosotros tendremos que desmontar los muebles en la que está integrada. Da pena, porque a los mayores se nos hace un mundo cambiar mobiliario. Bueno, mobiliario y cualquier otra cosa. Siempre me acuerdo de mi tía Asunta, que al morir nos encontramos con 40 pares de zapatos inservibles, la mayoría con la deformación que sus juanetes habían dejado en el cuero. Juré que yo jamás conservaría recuerdos, pero aquí estoy, venga a hacer montoncitos; este por si voy a una boda y me nombran madrina, este para estar por casa, esta camiseta por si vuelvo a jugar al baloncesto y me colocan de pivot. La mayoría de la ropa que conservo es para estar por casa. Imagino a mis deudos echando al contenedor el “Hola” de la boda de Rainiero de Mónaco que heredé de mi madre, y se me abren las carnes. La vida es así. Prometes que no harás jamás una cosa y te falta tiempo para seguir el patrón de conducta de tus ancestros. El caso es, a lo que íbamos, que también prometí que no divagaría y ya me he ido por los cerros de Úbeda. El caso es que le pregunto al dependiente por las dimensiones y el rendimiento de una nevera Liebherr. Es un hombre correcto, impecable, hecho a su sección de electrodomésticos, tiende a mimetizarse con ellos, pero sobre todo, ama a las neveras y no lo puede ocultar. Sonríe y se entristece en segundos, no sé cómo interpretarlo. Le explico que esa nevera suelta agua en ocasiones. Cambia el semblante y bajando la voz me explica que con las temperaturas que han sufrido este verano, han tenido que pasar un infierno. Dice que las neveras necesitan reponerse después de pasar de tres a cuarenta grados. Imagínese usted en semejante circunstancia. Recuerdo cuando pasé las fiebres tifoideas y se me ponen los pelos tiesos. ¿Acaso no lo comprenden ustedes?, dice perdiendo la compostura. No llora, pero está afectado, se le nota enseguida. Dice que lo que no se puede hacer con una Liebherr es abrirla y cerrarla continuamente, que eso la descontrola, la enferma, la desazona. Habla como un doctor en la UCI, harto de ver llegar pacientes por el poco cuidado de sus allegados. A parir de ese momento suavizo mi lenguaje como si estuviese en un duelo. Le explico que eso no le da derecho a echar agua por los orificios. Bajo la cabeza y le hablo de lo maravillosa que es, de lo que se esfuerza en mantener la calma y el termostato. Asiente, esta vez en su versión sonriente. Lo malo es que no cabe entre mis muebles de cocina panelados.  ¿O sea que usted prefiere adaptar una persona a un traje  que al revés? No, no, claro. Levanta la cabeza y me pregunta si la encarga. No me atrevo a decir que no. Incluso no tengo claro de si las neveras actuales requieren un permiso especial para adquirirlas; un certificado de buena conducta de los compradores. Me la traen el viernes, todavía no se ha roto la mía de hace veintitrés años, no dan las medidas, no sé qué hacer con ella, pero buscaré la solución. Sufren tanto.