martes, 18 de agosto de 2009

DIARIO DE ABORDO




20 DE JUNIO

Hace ya muchos años pensaba que ser rica consistía en que tus padres te llevaran a Disneylandia, tener un “Mercedes”, y viajar en crucero. Mi amiga Maribel se marchó con su familia a recorrer el mundo en un barco. Cuando me enseñó las fotos y vi que su hermano y su padre llevaban una corbata de pajarita para la cena del capitán, pensé que eso no me pasaría a mí nunca, que esas cosas solo le podían pasar a la familia de Maribel y gente de esa que come langostinos y bebe champang.
Pero hoy, tantos años después, por fin salimos en crucero. Y es que actualmente hacer un crucero es algo que esta al alcance de cualquiera. Hay descuentos por mayores de cincuenta y cinco y por menores de catorce, por familia numerosa y por impares, por aniversarios y por graduaciones. Por contratar el viaje dos meses antes, o por viajar cerca de las bodegas. Todo tiene su pequeño ahorro.
El avión salía a las 11,45 y teníamos que estar en Barajas a las 8 en punto. Para facturar las maletas y esas cosas. El viaje lo hemos hecho con mi hermano y su mujer, que ha tenido la mala suerte de estropearse la rodilla unos días antes, un derrame sinovial de esos que te dejan hecha polvo. El seguro no cubre más que “el articulo mortis” y la UCI, le han explicado cuando ha ido a anular. Ella ha decidido que para pagar y quedarse en el sofá de casa, prefería ver el mar, y las noches blancas, y cenar con el capitán aunque sea con un vestido largo y una silla de ruedas.
Después de esperar veinte minutos en una cola interminable para facturar las maletas, un señor con chaqueta roja y cuaderno, nos pide que nos pongamos en otra cola porque estamos en la equivocada. Diez menos cuarto, volvemos a empezar.
Los asientos en el avión son tan estrechos que nuestras piernas chocan con el de delante, nos cuesta respirar, y vamos tiesos como palos. Pero lo peor todavía no ha llegado, lo más insoportable sucede cuando una chica muy mona nos permite desabrocharnos los cinturones y repantigarnos en el asiento. Veo con horror que el hombre de delante inclina su sillón hacia mi persona abarcando la totalidad del espacio disponible. A partir de ese momento viajo encajonada y estrecha durante cuatro horas y media. Trato de inclinar mi butaca pero es peor, porque entonces me siento no solo encajonada sino inerte, yerta, como sin vida. El hombre que tengo delante no se conforma con expandirse sino que de vez en cuando da un gran impulso a su incomodidad y abalanza su asiento contra el mío. Es como si me pegara un puñetazo. Gracias a los ejercicios de respiración que había llegado a dominar en mis clases de yoga, logro conservar la calma durante al menos veinte segundos. A fuerza de hiperventilar me sumo en una inconsciencia casi placentera. Ya casi no respiro. No tenemos derecho ni a un refresco, que para eso le sale tan barato, oiga. Olivia, una niña que viaja con sus padres, berrea nada más sentarse. Grita que está harta del viaje y que quiere llegar ya. Su queja se convierte en un lamento repetitivo y constante que destroza mis tímpanos. Todavía no hemos encontrado la pista de despegue cuando ha empezado con la letanía del yo quiero llegaaaar. El hombre de delante se pone nervioso y da unos cuantos impulsos más a su asiento. Emito un leve sonido de desespero y últimas voluntades, y me la cargo. ¿Y qué quiere que yo le haga?, me grita indignado. Yo también necesito espacio.
La azafata pregunta si queremos comprar algo para almorzar. Comprar, repite, por si alguien se había hecho ilusiones de un tentempié de cortesía. Pido un sándwich que parece de caviar por el precio, y de polo por la textura. Al morderlo dejó salir el agua de la descongelación. Olivia continúa gritando, el padre le pide con dulzura que comprenda, ella no comprende y le pega un bofetón, la madre le afea el acto a la niña, la niña llora y patalea. Olivia y sus padres se repiten incansablemente. No hay variación, no se produce la catarsis en su comportamiento. Todo es igual. El agua desciende por la comisura de mis labios mientras el viajero de delante me enviste de nuevo. Ya no siento mi cuerpo cuando una voz nos anuncia que nos abrochemos los cinturones e incorporemos el asiento. Vamos a aterrizar. Estoy paralizada. Da lo mismo que el hombre me haya dejado liberada al fin, ya no puedo moverme. Pienso que me quedaré así para siempre, un poco escorada a la derecha y bastante aplastada por la parte frontal. No siento las piernas, ni la boca, ni siquiera sé si soy yo la que se va de crucero como los ricos.


“Les deseamos que hayan tenido un excelente vuelo”.
Hemos llegado a Copenhague.
-¿Quieren ir directamente al barco o prefieren coger una excursión por la ciudad y los canales? 47 euros por barba.
-No, claro, mejor los canales. A ver ¿para qué he venido yo si no veo nada?
-Pues paguen la excursión y síganme despacioso -nos dice una chica morena y menuda que lleva una gorra azul, una chaqueta vaquera, y que parece mandar mucho.

1 comentario:

Lispector dijo...

Bienvenida Carmen!!!! Bueno supongo que tendremos que hacer como los orientales, pensar que todo ying tiene su yang,los dos lados de la misma moneda,las vacaciones maravillosas, pero no excentas de algunas cosas con las que no se contaban. En fin, que me alegra encontrarte de nuevo y sé que a pesar de todo la habrás pasado fenomenal,recibe un abrazo.