Siempre pensé que existe una edad para escribir. Que por muy buen escritor que uno sea necesita vivir, tropezar, descubrir y fracasar. Necesita conocer otros mundos, necesita dejar los garitos de la noche de juerga, los porros y el sexo. Necesita conocer precisamente lo que menos le interesa: los viejos, los caminos andados, la vida que se mueve tras los que no importan, los perdedores, los que miran hacia atrás y no ven nada. Qué hace de los hombres lo que acaban siendo.
Pensaba que para saber qué es exactamente lo que se cuece en el fondo del ser humano, sea joven o viejo, hay que haber vivido. Y es precisamente la edad la que nos enseña que hay muchos mundos, infinidad de ellos, caminos que nunca llegan a rozarse aunque transcurran de la mano, palabras que nunca llegan a oírse aunque se griten a los cuatro vientos. Porque hay puntos ciegos que jamás serán percibidos, que moriremos sin haber entendido casi nada de nuestra vida.
Este verano he tenido que reelaborar mis creencias, que desdecirme, recoger velas. Y, sobre todo, admitir que no existen fórmulas. Que algunos jóvenes pueden ser más maduros que algunos viejos, y que algunos viejos son más interesantes y están más vivos que algunos jóvenes.
Es verdad que un adolescente nos habla de sus noches locas y de su mundo pequeño y simple, y que al hacerlo puede ser bueno, interesante, y gustar, sobre todo a los que como él son jóvenes, viven esas mismas noches y esas mismas inseguridades e inquietudes. Pero hablar de una burocracia marchita, aburrida y mezquina, hablar del abandono y la falta de ganas de vivir, de la indiferencia, del aburrimiento cuando se tienen tan solo veintidós años, es sorprendente.
Siempre debemos estar dispuestos a corregir nuestras ideas. Y esta vez ha sido de la mano de Alberto Moravia con “Los indiferentes”. Me costaba creer que la novela fuese escrita cuando tenía solo veintidós años: la hondura de los personajes, el conocimiento de una sociedad que por su edad se le debería haber escapado, la sutileza de los diálogos, las acertadas descripciones, precisas como bisturí de cirujano. Sin ápice de palabrería, de ornamentación, solo lo justo, el hastío, y la decadencia. Precursor de otros grandes como Albert Camús, o Sartre. Todo está ahí porque debe estar. Si esa fue su primera novela, quiero leer otras, todas.
Estuvo cinco años postrado por una tuberculosis, no terminó sus estudios, consiguió la secundaria con esfuerzo, y la obra la escribió durante ese duro periodo de su vida. No es el primer escritor que ha realizado su mejor trabajo en la convalecencia de una enfermedad. Y eso sí confirma mi opinión. Todo lo que sucede tiene una consecuencia positiva que sin ella no habría sucedido, y precisamente cuando uno mira hacia atrás comprende por qué fue todo. Por eso pensaba que solo a partir de los treinta y cinco años o más, se podría escribir, por eso me equivoqué. Quizá sin su tuberculosis no hubiera escrito algo tan grande. Quizás el destino nos dirige a donde debemos ir, quizás nuestra vida sea un rompecabezas del que hay que alejarse para poder ver el dibujo que formó nuestra existencia. Quizás la edad no tenga nada que ver con la madurez. Quizás juzgamos muy a la ligera.