La carga de feminismo que me acompaña desde la universidad se me acaba de desmoronar por completo este año.
Devoraba libros de Simone de Beauvoir en el que se hablaba del trabajo de la mujer como “la perpetuación del presente” Era lo más claustrofóbico que había escuchado nunca. Solo de pensarlo se me erizaban los pelos y se me quitaba el sueño.
Hannah Arent, daba un significado a lo que ella llamaba “laborar”: trabajo improductivo por el que se satisfacen las necesidades vitales. No deja huella tras de sí.
Es el trabajo del que las mujeres lo sabemos todo, son las labores domésticas, quitar el polvo hoy para volver a empezar mañana. Este trabajo que es una lucha contra la invasión de la naturaleza, contra la degradación.
Y hoy, después de tantos años, tantas lecturas, y tanto feminismo.
Hoy, que me he convertido en Rey Mago de mi nieta, le he comprado una fregona chiquitita, un cubo, y un delantal como el de su madre.
¡Qué vergüenza!, he pensado, pero... ¡Cuánto le va a gustar!
Y es que antes de leer a Simone de Beauvoir y a Hanna Arent, yo tenía un cuarto de juguetes lleno de planchas, muñecos llorones, delantales y escobas. Porque lo que yo hacía, lo que me encantaba hacer, era imitar a mis mayores, y de ellos lo que más me ilusionaban no eran las metralletas, ni las pistolas de los aguerridos vaqueros del lejano oeste, sino la vida plácida de la mujer cuidando a los suyos. De mi madre, de mis tías. Ese pasar la vida perpetuando el presente para que no se notase el deterioro. Ese acoger a las personas mayores de las familias para que no se sintieran tan solas, ese jugar con los niños y atenderlos sin prisas.
No es que no me gustaran otras cosas; adoraba los teatros, los de guiñol y los otros, los de obras dramáticas, con decorados y luces entre bambalinas. Organizaba espectáculos y vendía entradas. Yo era la actriz, la acomodadora, la que vendía palomitas, y el héroe.
Mi mundo estaba a rebosar de fantasías. Pero nunca abandoné los juegos con muñecos, la simulación de los bizcochos al horno, y los recortables. Supongo que iba quemando etapas como todo el mundo, y un día tiré a la basura a la adorada muñeca pelirroja para contestar las notas que me enviaba mi vecino del cuarto derecha. Pero eso ya fue otra historia.
Y ahora, al pensar en mi nieta, en lo que podría hacerla feliz, he recordado las tardes pasadas imitando a mi madre, curando a mis muñecos, decorando la mesa, cocinando tartas de mentira. Y he querido que ella pasé los buenos ratos que yo pasé antes de convertirme en trabajadora, y escritora, y lectora acérrima, y en un maremágnum de cosas.
Y es que ese trabajo de cuidar a los otros, de perpetuar el presente, lo veo ahora como una auténtica heroicidad, la heroicidad de nuestras madres y de las madres de nuestras madres. Ese “laborar” con tanto cariño, con tanta paciencia, nos hacía saber que siempre las ibas a encontrar al volver del colegio, saber que los ancianos, los parientes con problemas, los que no encontraban un lugar en la vida, lo iban a encontrar en la familia, porque una mujer “laboraba” para ellos.
Supongo que fueron los estereotipos, los desprecios que la sociedad inflingía a las mujeres por realizar una labor no remunerada, el abandono, y la falta de compresión hacia ellas, lo que nos hizo a nosotras, esa nueva generación, levantarnos en armas, salir a ganarnos la vida como ellos, traer dinero a casa para ser libres, respetadas, luchar por encontrar un lugar en el mundo.
Claro que demostramos que éramos libres, y autosuficientes, y capaces. ¿Pero era eso exactamente lo que querían “todas”? ¿No se ha resentido la sociedad por haber subvalorado a esas mujeres dignas de todo respeto? ¿No estamos un poco más solos, más abandonados, un poco más frágiles?
Las injusticias siempre acaban por pasar factura. Me reafirmaré en que mientras la sociedad no recompense la labor de las mujeres, no debemos dar un paso atrás ni para coger impulso, que conste. Pero yo, por de pronto, le he comprado a la niña una fregona y un delantal.