Son difíciles de distinguir las agresiones del “amigo”; las
perdonas, las pasas por alto, las minimizas, sientes una difusa incomodidad,
pero no sabes detectarlas. Te sientes inadecuado
en su presencia, como si te olieran los pies o tuvieras rodales de sudor debajo
del brazo, pero no sabes darle un nombre a ese malestar. Recibes una puya tras
otra, doble intención. “Es una broma, mujer.” Y vas soportando, día tras día.
Hasta que de pronto dices: “Basta.” No sabes a ciencia cierta qué ha provocado
ese abracadabra tan espontaneo porque la ofensa es parecida a las de siempre, pero
lo has dicho con tanta fuerza y has expulsado tanto aire de tus pulmones que
sabes que se acabó de verdad.
Y aunque al principio te quedas como
vacío y extraño, poco a poco notas que la habitación se agranda y que el parque
donde paseas tiene más arboles o más bancos. Tus pulmones se vuelven esponjosos,
notas subir y bajar el diafragma. Y hueles a verano, y a menta, y a rebujito de
El Rocio, y a tantas cosas que te gustan. Y es entonces, en ese instante, cuando te das cuenta de que el espacio que se
ha abierto a tu alrededor es inmenso, que el universo se ha expandido aunque
nadie se haya dado cuenta, y de que te sientes tan ligero que hasta podrías pilotar
el Meteosat por la órbita geoestacionaria y mirarlo todo desde el cielo.
Y ese amigo que crecía tres palmos cada vez
que te corregía, “por tu bien, mujer.” O esa amiga que no paraba de hablar de sí
misma o de su dinero o de sus importantes reuniones, ya no están, se marcharon
por fin como sombras macabras dejando una
esplendida expansión en el cosmos y a tu alrededor.
1 comentario:
Qué buen texto. Me siento identificada.
Publicar un comentario