
Una cualidad que tienen los agresores
psicológicos es que no se cortan para soltarte alguna inconveniencia. Nunca tuve
muy claro si nacieron así, si es que alguien les dijo que resultaban graciosísimos,
o lo aprendieron en el duro devenir de la existencia.
Como esa especia se caracteriza
porque suelen pillar desprevenida a la víctima; mientras reaccionas, comprendes
la magnitud del insulto, tratas de contestar de forma elegante para no liarte a
bofetadas, y asimilas “el vapuleo”, el agresor ya se ha marchado dejándote hecha
un guiñapo.
Suelen ser cordiales, sacan su
aguijón sin previo aviso, sin siquiera un leve movimiento de cejas que avise del
inminente disparo a quemarropa. No hay tiempo para la reacción, y logran que
pases una buena parte de tu valioso tiempo buscando la respuesta inteligente
para dejar noqueado al agresor. Te conformas
con una, la guay, pero esa, cuando por fin ha hecho un huequecito en tu mente, ha
transcurrido tanto tiempo que ya ni pega.
No es que seas lenta en respuesta,
es que no estás preparada para la guerra de guerrillas.
Tengo una tía a la que
inexplicablemente la familia quiere y admira, a pesar de saber todos que los va a poner “a caer de un burro”
en cuanto crucen con ella dos palabras,
les hace gracia o se les sube el síndrome de Estocolmo al flequillo, no lo sé,
pero en cuanto se acercan a darle un abrazo, reciben la correspondiente
bofetada.
Yo, en cuanto la veo aparecer, me
coloco la faca en la liga y la espero. Pero se me deben afilar los diente, el semblante,
la mirada, y vete tú a saber qué, pero me quedo con ganas de atacar, porque no
me insulta. Una vez me dijeron que se me ponía cara de tigresa a punto de embestida,
y que quizá por eso lo dejaba estar.
Ya sé que ante ese tipo de personas hay que mantener la calma y la elegancia, pero
mi padre que era un visceral de la vida, aseguraba que cuando alguien te
insulta, se abre la veda, que a partir de
ese momento puedes responder todo lo que te apetezca. A mi madre se la llevaban
los demonios. “Pero, hombre, ¿cómo enseñas eso a la niña? ¿No te das cuenta de
que pierdes la razón porque tus respuestas son desproporcionadas?
Y la verdad es que lo eran.
En una boda se acercó una prima que
tenía por costumbre llamarle gordo (afrenta que desataba en él los más bajos instintos
que ser humano pudiese albergar). Dicen que en cuanto le dijo: “Cada día estás más
gordo” Él la miró fijamente a los ojos y le contestó: “Pues que sepas que tú eres
una maleducada, y una birria completa, y lo fuiste siempre” Tuvieron que venir
algunos familiares a poner calma y su prima salió gloriosa de aquel trance, ya
que se deshizo en lamentos y victimismos trasnochados. Mi madre le regañó, y él
hizo huelga de hambre durante una temporadita. Bueno, para qué exagerar, unas horas.
No puedo evitar recordar a mi
padre siempre que alguien me suelta alguna impertinencia. Hasta me compré un
libro sobre asertividad que decía que además de aprender a decir no, las
respuestas a las agresiones deben ser comedidas y ajustadas al ataque.
Lo que me sigo preguntando
todavía, es por qué los bajitos se vanaglorian en llamar gigantes a los altos,
los gordos en insultar a los delgados, los zafios a los educados, los incultos a
los cultos, los chabacanos a los
elegantes, los que suspenden todas en llamar empollones a los que sacan
sobresalientes…, mientras los agredidos callan y soportan estoicamente. Seguramente
por no hacer sangre, o a lo mejor por
pena.
Aunque si lo piensa uno bien, un
poco de lastimita, si dan, la verdad.
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