Una
de las actividades que más me atraen en Navidad es acudir a un centro comercial
para descubrir los últimos inventos en juguetería. Fue mi madre la que me inculcó
esa costumbre en fechas navideñas. Nos gustaba acercarnos a las jugueterías para
preguntar por el último grito de la temporada. Recuerdo a un oso que hablaba.
Apretabas su barriga, y el tío te contaba; lugar de nacimiento, quienes eran
sus padres, su primera pierna rota y su último partido de beisbol. Era del
estado de Illinois y arrastraba ciertas cargas emocionales que arrancaba lagrimas
al más forjado. Resultaba un poco cansino, pero muy entrañable. Le pedimos al
vendedor que nos librara del parloteo del oso, y este nos preguntó si queríamos
escuchar a los ornitorrincos. Si son más concretos, sí. dijo mi madre. El
vendedor enchufó a unas aves que emitía sonidos guturales y gritos
espeluznantes. No entiendo, dije. Claro, señora, es que les están hablando en
el idioma de los ornitorrincos. Jugábamos todos a la fantasía. Conocíamos las
reglas y las acatábamos. Para no dar más conversación a los especímenes que
poblaban la tienda, nos dirigimos a una pequeña casa encantada. Al abrir la
puerta se escuchaban alaridos lastimeros de fantasmas y aleteo de murciélagos que
parecían vivir en un periodo de apareamiento intensivo. Nos dirigíamos después a
ver el espectáculo de Cortylandia, con los muñecos en movimiento y los saludos mecánicos.
Y así, ya cargadas de Navidad, regresábamos a casa.
Han
pasado muchos años de aquello. Mi madre ya no está con nosotros, ni tengo hijos
pequeños para enseñarles murciélagos enamorados. Mis nietos solo quieren juegos
de ordenador o de la Play. Si intentara abrir la puerta del porche de una casa
encantada, desaparecerían inmediatamente porque no tienen la paciencia de
escuchar el chirrido de una puerta al abrirse lentamente. Sus deseos son
inmediatos y fugaces. Todo es diferente, y lo es porque los niños se comunican
menos, juegan menos, y se esfuerzan menos.
A los mayores nos está pasando algo parecido, ya no hablamos ni con osos
ni con amigos más que por WhatsApp, y da lo mismo lo que sientas porque lo vas
a solventar con un emoticón más o menos acertado. Mi teléfono fijo no suena
jamás. Ni siquiera lo hizo el día de fin de año. Me llegaron mensajes, muchos,
y la mayoría repetidos, graciosos al principio, cansinos después de tanto insistir.
La
verdad es que ahora los amigos te quieren más, muchísimo, una barbaridad, o por
lo menos eso te cuentan, aunque no sepas quienes son. Sin ir más lejos, la
compañera de Acuagym me mandó un mensaje diciéndome que soy su amiga del alma y
que me quiere lo que no está escrito. Yo, la verdad, no recuerdo haber hablado
con ella más que dos brazadas seguidas y porque se metía en mi calle. Pero le envié un emoticón de esos que mandan besos
con la boca colorada de tanto querer. Como no se los tengo que dar “in situ”, me
da igual. Tengo muchos más amigos que antes, dónde se va a comparar. Sobre todo
en facebook. Ellos saben en todo momento dónde me encuentro, qué me gusta, la
canción que me pone triste y lo lustrosa que se mantiene mi tía Macarena con 91
años. Pero yo prefería aquellos cuatro
amigos que me llamaban para salir, charlar y reírnos de verdad, sin emoticones,
a mandíbula batiente. Y también prefería a aquellos malditos osos que hablaban del
estado de Illinois y de sus problemas. Y a los ornitorrincos, a los que no
había quién les entendiera porque tenían un idioma propio y autóctono que trataban de trasmitirte.
Ayer
me topé en la juguetería con un mago que quería venderme un juego de magia. Me
hizo ilusión porque me acordé de mi infancia y la famosa “Magia Borras”, de la
paciencia que exigía para poder conseguir algún truco, de cómo te debías esforzar
practicando para lograr esconder una moneda en la manga. El vendedor me explicó
que no, que eso ya no se llevaba, que menudo esfuerzo inútil, que ahora no hacia falta ensayar. Metió un
cartoncito cuyo dibujo era una mujer, lo partió en dos y apareció la mujer
mutilada, lo volvió a unir y salió
indemne. Me preguntó si quería conocer el truco, pero no quise. No quiero
conocer trucos de magia para hacer amigos que te quieran en un abrir y cerrar
de ojos, ni conocer ornitorrincos que hablan otro idioma sin esforzarme para comprenderlos,
ni felicitaciones envasadas, ni amistados de cartón piedra. No quiero microscopios
para contemplar arañas de plástico, ni mujeres que se parten en dos y se
recomponen sin ningún esfuerzo
Quiero
ver arañas de verdad, quiero amigos a los que tardas en conocer tanto que cuando
te vienes a dar cuenta se te han metido en el corazón para siempre. Quiero
pasarme las horas escuchando historias de gente, aunque sean del estado de
Illinois. Quiero ensayar muchas horas para lograr sacar una moneda de mi manga sin que los demás lo noten. Quiero tiempo para
que lo mío, por lo menos lo mío, no sea obsolescente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario