miércoles, 22 de agosto de 2018

EL TÉCNICO DE OTIS


                                                          






El domingo, cuando subía de la playa en el ascensor interior de mi edificio, se paró en el primer piso. Bueno, eso lo supongo porque todavía desconozco en qué piso se detuvo. Íbamos cinco personas, más sillitas y sombrillas. Ocupábamos la totalidad del espacio disponible y, quizá por eso, tratamos de mantener la calma. Tocamos el botón de emergencia la mar de ilusionados, pero sonaba a zumbido de mosquito noctambulo, y en la pantalla frontal solo aparecía la imagen de un teléfono y unas letras que anunciaban; llamando, llamando, llamando. La pantalla por la que nos comunicábamos es la misma que cotidianamente nos alegra el ascenso está un poco desajustada, esa es la verdad. 
Nuestra angustia fue en aumento al comprobar que solo había un móvil y que nadie se sabía el teléfono de sus contactos de memoria. Por fin se recibió nuestra llamada de emergencia, pero la señal era tan débil que no había quién se entendiese. Nos pedían que gritáramos más, y nosotros nos descoyuntábamos intentando hacernos entender. Eso produjo en nuestro organismo aumento de calor y desesperanza. Llegamos a la conclusión entre todos, de que habían dicho que en 10 minutos vendría el técnico a sacarnos, a los diez minutos volvimos a llamar. De nuevo “Llamando, llamando, llamando”. Una imagen difusa y un sonido todavía más difuso, nos anunciaba que en 20 minutos vendría el técnico, pero más que un sonido de auxilio parecía un disco rayado que emite un robot, dron o cualquier invento cibernético que ni funciona ni funcionará jamás. Dada la total entrega y predisposición de los servicios de Otis para rescatarnos, decidimos llamar al 112. 
Sudábamos como pollos, pero eso sí, manteníamos esa falsa sonrisa de aquí no ha pasado nada, para evitar el arranque de histerismo de cualquier pasajero. Eso nos hubiera comido la moral definitivamente. Las toallas humedecidas, ya no por la ducha sino por el sudor, cayeron al suelo. Alguna voz exterior nos animaba a que no perdiéramos los nervios, y uno de los viajeros daba golpes a las puertas para ver si lograba abrirlas produciendo un traqueteo espeluznante. No se lo recriminamos, tan solo lo mirábamos con una amplia sonrisa. 
Ya habíamos perdido la fe en el técnico de Otis y sus sistemas de alarma, ya nos disponíamos a perder los nervios e insultar a todo lo que se moviese, cuando una ligera sirena de bomberos sonó en la lejanía. Esa señal fue suficiente para devolvernos la dosis de ilusión que necesitábamos para no liarnos a bofetadas contra el que daba golpes a la puerta. Continuábamos con la sonrisa cuando llegaron los bomberos. Preguntaron por nuestro estado de salud físico y mental. Volvimos a sonreír. Aporrearon las cabinas con material contundente, tanto que la cabina se tambaleaba de tal forma, que pensamos íbamos a caer por el foso. Nos alentaban, nos animaban, nos prometían, pero tardaron en sacarnos, pues se había atascado la puerta exterior, por lo menos eso fue lo que nos dijeron. De momento los escuchábamos por la derecha, de momento, por la izquierda. Resultaba esotérico imaginar a un bombero suspendido por el hueco del ascensor en  una zona en la que no había más que pared, mientras nos preparaba con susurros enternecedores para una maniobra complicada.
 A los 45 minutos se abrieron las puertas y solo recuerdo lo mucho que corrí para salvarme. Cogí otro ascensor hasta el piso 24 (supongo que la lógica en estos casos no funciona). Ni siquiera inhabilitaron el ascensor siniestrado. Mi familia subió en él dos minutos después, la mar de tranquilos y sin rastro de técnico ni bomberos. 
Me contaron cuando llamé a los bomberos para enterarme de si habían presentado una incidencia, que el ascensor que sube de la playa atraviesa un tramo de foso sin salida, equivalente a diez plantas, por lo que, si nos hubiésemos quedado en ese tramo, nos hubieran tenido que subir con poleas y el tiempo hubiese sido muy superior. 
Ya no cojo el ascensor, he cambiado mi curso de inglés por el de memorización de los teléfonos móviles de mi agenda, no me fio de las alarmas. Subo y bajo 24 pisos a pelo. Vivo en una desconfianza recalcitrante y me lío a gorrazos contra cualquier hombre con el que me cruce por la calle que se me antoje con cara de técnico de Otis. Dicen que me he quedado muy deteriorada, pero es que ¿acaso no es normal?  

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