El otro día un señor me preguntó si sabía
dónde se encontraba la embajada americana. Como vivo desubicada permanentemente,
me hizo ilusión saberlo. Empecé con minuciosas explicaciones, pero el tío me
soltó de pronto: Pues si se acerca por allí, la contratarán como artista de Hollywood.
Me quedé un poco, ¿cómo diría yo? traspuesta. Reaccioné la mar de ilusionada debido
a mi edad y lo invisible que me he vuelto desde hace tiempo. Casi me lo como a
besos, pero como mi marido, perdón, pareja de hecho desde hace cuarenta años,
estaba presente, me contuve. Al final, el rocambolesco piropo solo consiguió
que cada vez que tomo patatas fritas, choricito o buñuelos de viento, aparezca la
cabeza de mi pareja de hecho por la puerta, y me diga: Como sigas así, no te
contratarán en Hollywood.
Una desgracia, en serio. Lo que debería haber
hecho cuando el galante caballero me soltó el piropo, era denunciarlo por acoso
sexual, y a mi pareja de hecho, por acoso psicológico en lo endocrino.
Y es
que los piropos nunca son inocentes. Por uno u otro lado siempre acaba
perdiendo la mujer.
A
nosotras nunca se nos permitió decir piropos. Siempre imaginé que si en vez de
decir eso de “Hermoso wipi llevabas, llorona, que la Virgen te creí”, hubiéramos
dicho: “Hermosa chupa llevabas, quejumbroso, que San José te creí”, nos hubiera
caído encima, no ya la Santa Sede en su conjunto, sino el sambenito de buscona recalcitrante
de por vida. Y es que la sociedad nunca fue justa con las mujeres. Sobre todo
para las de mi generación, que esperábamos pacientemente sábado tras sábado que
nos llamara el elegido, mientras aporreábamos el teléfono para que sonara. Cuánto
grito desgarrado a aquel aparato macabro, cuánta espera inútil, cuánto
escarnio. Resultaba tan desolador tener siempre que esperar a que el susodicho
tuviese a bien llamarte, que me leí “El segundo sexo” de Simone de Beauvoir de
cabo a rabo una inútil tarde de sábado. Cuando llegué al capítulo en el que
menciona que la labor de la mujer se limita a perpetuar el presente, se me
levantaron los pelos y me hice feminista acérrima.
Ahora
todo eso ha pasado, ya creía que se habían acabado los piropos hasta que me fui
de compras con mi hija. Entonces quise uno para mí. Uno de esos piropos
enrevesados como los que soltaba “el catedro” de civil, o bonitos, como el de
compararte con la Virgen.
A
casa no he vuelto nunca borracha porque mi madre me daba vino con agua en las
comidas para que me acostumbrara al alcohol y ningún macho me emborrachara con
pérfidas intenciones. Era tan hedionda la mezcla de agua con vino peleón que perdí
la ilusión por el alcohol y no hubo caso.
Cuando
saqué la ley de renta a un empleado de banca, porque quería abrir una cuenta
vivienda y el pobre no sabía qué era eso. Me miró fijamente a los ojos y me
dijo: Y tú te lees estas cosas...
Hemos
cambiado, hemos evolucionado y agradezco al movimiento feminista lo mucho que
ha luchado por ello, pero todo lo que se convierta en grotesco acaba con los
logros, y ahora mismo, gracias a las nuevas perspectivas de... “con vulva o sin
vulva”, estamos viviendo un verdadero esperpento.
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