
En cuanto me dejaron pasear por la playa y me acerqué a la orilla del mar a mojarme los pies, me pillaron. Y no me pillaron tan solo una vez, sino varias. El primer día, porque estaba fuera de hora e insertada por escasos minutos en el horario de los niños. El segundo día, porque, aunque corría a calzón quitado para llegar a casa en tiempo y hora, se me pasaron los segundos. Esta vez la amenaza fue multarme. Y el tercer día, que cumplí las normas horarias a rajatabla, había corrido tanto para llegar a tiempo, que perdí el monedero en la orilla del mar. Lo tenía el agente de todos los días, el que me amenazaba, porque, señora, si este monedero es suyo, usted no es de aquí, sino de allá, y se ha saltado el confinamiento para acercarse a la costa, dijo alzando el DNI por encima de mi cabeza. Soy de Madrid y equidistante, confesé al fin. El tío, ilusionadísimo por haberme pillado, esperaba justificación inmediata. Tengo pruebas irrefutables de que estoy aquí desde el 11 de marzo, balbucee con la culpa colgada de mi mascarilla como una araña venenosa. Menos mal que tenía un ticket de compra de varios paquetes de papel higiénico de Alicante con fecha 11 de marzo y el justificante bancario de ese ticket en mi móvil. Me llamó insolidaria por lo del papel higiénico y me devolvió el DNI.
Ha pasado tiempo, el agente ya no me persigue, nos conocemos, nos saludamos y me informa sobre las vicisitudes de las diferentes desescaladas. Él tampoco sabe lo que va a pasar al día siguiente, si pondrán palos en la playa para separar los espacios, si dibujarán cuadraditos en la arena o si habrá que pedir hora como en el super. Nos llevamos bien, él no sabe qué puede suceder mañana, yo tampoco. Sonríe y me anima a que mire la página del Ayuntamiento por si allí aclaran algo, y yo me despido de él y me alejo con mi mascarilla PPc23x... o algo por el estilo.
Es difícil concentrarse en una novela, sobre todo en tiempos de epidemia, cuando las noticias se suceden sin descanso. Un meteorito del tamaño de una furgoneta se acercó a la tierra a 31 mil Km/h en pleno confinamiento. Tres pingüinos se pasearon por una calle de Ciudad del cabo. Jabalíes a mogollón por Cáceres y por Badajoz. Un cocodrilo llegó a Valladolid en fase 1. Cabras, osos y ciervos invaden zonas urbanas en fase 2. En el cielo de todo el mundo se escuchan estremecedores sonidos similares a las trompetas del Apocalipsis en la fase
3. La NASA lo explica la mar de bien y las llama “cielomoto”, y dice que eso nos pasa por lo callados que estamos todos en el confinamiento y lo agudo que se nos ha quedado el oído. Una garrapata de Crimea-Congo ha aterrizado en Salamanca...
Es difícil vivir esta realidad tan confusa y además saber cuándo tienes que aplaudir, cuándo cantar el Resistiré y cuándo se acabará este virus tan letal para unos y tan suave para otros. Y no me estoy refiriendo al Covid19, que también, sino al odio, la visceralidad, los insultos entre periodistas, parlamentarios, vecinos y twitteros. Un precedente que trajo malos resultados a nuestros abuelos.
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