miércoles, 3 de febrero de 2021

CONFINADA

                                           

 

 

 

 

Me han confinado, llevo confinada desde el 11 de enero, unos días después de que asaltaran el capitolio, unos días antes de la gran nevada, antes de los terremotos de Granada, los meteoritos del cielo, las explosiones de gas. Más o menos por ahí. Me dijeron que iba a ser para dos semanas, mujer, que no es para tanto. Pero cada vez que se acerca el fin de las dos semanas, recibo un msn en mi móvil para decirme que continuo confinada y además  “sine díe” que da más canguelo.

Me siento como un hamster. Paseo por la avenida de Bruselas de arriba abajo y de abajo a arriba. Si ya estoy que me salgo de furiosa, me lanzo hasta la calle Cartagena, y por Avenida de América, pegada a la M30, regreso a mi jaula.

Llevo la cabeza baja, como los presos, descubro miles de porquerías abandonadas por el suelo y jamás recogidas por los servicios de limpieza.  Ayer encontré una caja de Optalidones del siglo de oro, que quise llevarme a casa como colección de arte efímero, pero tenía tanta porquería adherida que me dio no sé qué. Hay miles de  árboles caídos; por la nevada, algunos; porque nadie los recoge, otros.

Luego regresé a casa. La policía me vigilaba al llegar a la fuente.

No puedo cruzar a la Farmacia de enfrente de mi calle porque ellos no están confinados, ni siquiera el Burguer King de la esquina. Son gente libre. El Madrid del este. Los saludo desde lejos y continuo dando vueltas por mi jaula. No tengo rueda para subirme y hacer ejercicio, pero da la mismo, subo y bajo de un banco y me hago la ilusión de que es una rueda.

Supongo que cuando me abran la jaula ya no querré salir. Dicen que eso suele pasar, que se han hecho pruebas con simios y que se quedan dentro, se sienten bien enjaulados, como seguros.  Se llama el síndrome de ...¿Estocolmo? No, ese es el que se queda cuando los carceleros te pegan menos, como pasa con los etarras, que como ya no atacan, los subimos al parlamento, les pagamos un sueldo y les pasamos la mano por la espalda. Dicen que al final se les quiere. Debe ser eso.

Pero el síndrome que nos ataca en la jaula es otro, el síndrome de aquí ya no me mueve nadie. Me preocupa pasar el resto de mi existencia buscando cajas de Optalidones por los confines de mi jaula, subiendo y bajando los bancos del paseo y  mirando con anhelo a la farmacia de enfrente.

El día menos pensado cruzo el semáforo y salgo corriendo. Lo malo es si me pillan y me ponen todas las multas que no han sido capaces de poner a los festeros, a los dueños de las discotecas, a los gamberros que hacen botellones y demás familia. Para mí que están esperando que algún inocente, “un lirio”, se salte los límites para descargar en él todo el peso de la ley y servir como ejemplo.

Cuando ya estoy decidida a cruzar la calle, escucho el pitido de una ambulancia del Samur, se detiene en un portal y me contengo, no vaya a ser.

Mira que si el coronavirus muere entre horribles estertores ante una caja de optalidones. Es que no lo han probado. Alrededor del Club Santiago, muy pegado  a la av de América, entre los matorrales y la basura, está la solución a la pandemia, los cultivos ancestrales de chamanes y antiguos dioses griegos. Todo es escarbar.


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