sábado, 16 de marzo de 2024

QUERER ES PODER

                                  


 

 

 

 

 

Quiero hacer el camino de Santiago, pero de verdad: dormir en un albergue, extraviarme por los caminos, llenarme de ampollas e ir sola en busca de flechas amarilla para no perderme. Todo eso quiero, pero mis circunstancias son peliagudas: tengo 85 años, ciática y rotura de cadera por tres partes. El fémur jodido y los pies con descuelgue de metatarsianos. Pero eso no tiene la más mínima importancia porque por las noches escucho podcasts de sanación de mi maestro; Salustiano Vapartiko, que me dicen que todo está en mi mente, que la realidad no existe, que si quiero pensar que soy una ágil deportista y logro que eso forme parte de mi cerebro, es decir, lo interiorizo, pues me salen piernas musculosas, fémur de escandalo, nervios de acero y metatarsianos alineados.

Decido iniciar el camino y voy llenando la mochila como un autentico peregrino, que si mudas, que si vaselina para las yagas, que si frutos secos para obtener energía… En fin, todo eso. Agarro la mochila y salgo a la calle. El portero me ayuda a cargarla en el taxi, me dice que no debo llevar tanto peso. Y eso que todavía no sabe que me largo a Roncesvalles para iniciar la marcha a lo Carlomagno.

 Durante el camino hago meditación trascendental y yoga nidra como me aconseja Salustiano. Respiro hondo, contengo la respiración y expulso. Los vecinos de asiento me piden que practique el yoga en silencio, que no moleste al personal, pero hago caso omiso porque el camino tiene sus reglas y yo las cumplo.

La llegada a Roncesvalles es un poco difícil pues el haber mantenido la postura del loto durante el trayecto ha dejado mis piernas, cómo diría yo: entumecidas  contraídas, apelmazadas. No puedo desenroscarla y el vecino tiene que ayudarme porque si no, el que no sale del autobús es él.

El albergue ocupa el sótano de una iglesia donde en su día enterraron peregrinos de mi edad o mayores. La sala se encuentra plagada de literas, de ronquidos, de exhalaciones e inhalaciones. No hay ninguna litera libre en la parte de abajo y debo subirme trepando hasta la de arriba. Una vez lograda la escalada, me dejo caer. Me duelen las rodillas, pero no lo pienso quejarme porque mi maestro Salustiano dice que no hay que pensar en el dolor, que no existe, que las cosas las imaginamos.

Me quedó dormida.

Despierto a media noche. La sala está a reventar de peregrinos con las tripas desestructuradas, y los sonidos de diversos tipos inundan el local. Me levanto y pongo mi pie en la litera de abajo, pero caigo en el ojo del de abajo y me la cargo. Cojo mi mochila y me voy a la ducha. El agua está fría pero mi Maestro Salustiano Vapartiko dice que el agua está como yo imagino que está, por lo que grito desgarradoramente, y un peregrino malhumorado me dice que me calle y que vuelva  al geriátrico de donde no debí salir nunca. Le amenazo con una maldición gitana, le digo que por muchos kilómetros que haga, el camino no le va a servir porque no tiene grandeza de corazón, ni humildad de peregrino, ni huevos para enfrentarse a una anciana ante un tribunal. También le digo que el santo se la va  a guardar.  Él se contiene y me ayuda  a salir de mi estado hierático por congelación. Una vez recompuesta y con la estructura ósea en mi estado primigenio, desayuno nueces y algún dátil que le he quitado a mi vecino de litera. Me pongo las zapatillas, la vaselina, los calcetines y un pañuelo en la cabeza. Salgo a la penumbra de la noche. Es mejor andar de noche que de día, dice mi maestro. Me pierdo y llueve. Me meto dentro de un charco que me engulle como arenas movedizas.  No veo la flecha amarilla, pero como mi maestro dice que siempre estamos donde debemos estar, abrazo a un señor que se encuentra cargando el maletero de su coche. Me santiguo como si fuese el mismo apóstol Santiago y regreso a mi casa cargada de indulgencias plenarias y de las otras.


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