jueves, 28 de febrero de 2008

VOLAR

(imagen MARGARITA DIAZ LEAL)


Todo empezó un lunes de mayo. Me asomé al balcón y vi que era de día y de noche, es decir, las dos cosas a la vez. Un sol inmenso ocupaba la derecha del cielo, y un cuarto creciente tenue y plateado iluminaba la izquierda. Pensé aprovecharlo para echar una voladita de las que a mí me gustan. Me levanté y subí a la barandilla para lanzarme. Entonces pasó el padre de Miguelito volando, pero no como lo hacían los demás, a braza o a crawl, no. Él volaba sentado en un sillón de orejas, la mar de confortable. La verdad es que en ese momento me pareció alto y fuerte, y diferente a los otros, los que volaban a braza o a crawl, por ejemplo. Y fue entonces cuando sucedió. Al pasar por la barandilla en donde yo ya estaba dispuesta para saltar, me ofreció un ladito en su sillón con un gesto de la cabeza, y me animé. La verdad es que entonces pensaba que no tenía nada que perder pues siempre quedaba la posibilidad de volver a mi balcón volando a braza.
El sillón era amplio y cabíamos los dos sin estrecheces. El llevaba un mando a distancia que manejaba con seguridad, y yo me deje guiar. Volamos por encima de la Albufereta, por la autopista de Valencia, y por fin, nos adentramos en el mar por el cabo de las Huertas. No hablaba pero tenía una mirada preguntona, y yo se lo conté todo. Era como si mi vida hubiera dejado de tener secretos. Le conté que mi matrimonio no andaba muy bien, que Antonio era muy bruto y que no me hacía ni caso. Que yo tenía ganas como de dejarlo todo pero que me sentía mayor y sin ánimo, o sólo algo mayor. Él seguía dirigiendo el sillón con su mando a distancia y preguntando con la mirada mientras volábamos por encima del mar, que estaba muy azul. Algunas gaviotas volaban alto moviendo sus enormes alas y dando graznidos. Al pasar nos miraban, y la brisa salada se me metía en los ojos, mientras le contaba que Antonio, mi marido, trabajaba mucho y que casi lo prefería, porque cuando estaba en casa, lo único que hacía era decirme que era una inútil y que no servía para nada. Viajaba bastante y yo me tenía que ocupar de todo, del niño, de la casa, del trabajo y de darle clase, y que eso no era plan.
Volábamos por encima de Menorca cuando comenzó a sonar una música suave y repetitiva, “El Bolero” de Ravel. Yo llevaba el ritmo con los pies, cuando observé cómo daba la vuelta al sillón e iniciaba el regreso. Le miré a los ojos, y como seguían siendo preguntones, le conté también cosas de mi infancia. Luego me dejó en el balcón y nos despedimos hasta el día siguiente. Bueno, no me dijo, ni sí ni no, pero yo supe enseguida que volvería, porque en ese sillón se sabía todo, aunque nadie te lo dijera.
De pronto se mezcló el sonido de los timbales con la voz ronca de Antonio, mientras yo veía cómo el padre de Miguelito se alejaba con su sillón verde y su mando a distancia. Intenté quedarme un poquito más pero la intensidad de la música aumentaba y Antonio me gritó:
-¿Quieres apagar eso de una vez?
“El Bolero” de Ravel se había quedado dentro de mí y lo escuchaba en todas partes; en la cocina mientras echaba los Frottis de Kellogs a la leche, en el baño mientras me enjabonaba, y hasta en el ascensor dónde descubrí al observarme en el espejo, que mi mirada reflejaba un brillo de mar y sal, muy delator.
Fue al acercar a mi hijo Raúl a la parada, cuando lo vi de nuevo. Y así, en la parada, parecía menos fuerte o quizás menos intrépido pero le noté enseguida que no quería comprometerse, porque ésas son cosas que las mujeres nos tomamos muy en serio, pero para ellos no es más que una voladita sin consecuencias. Yo no le dije nada pero lo miré con rencor y me alejé dejando a Raúl con la madre de otro niño, para que no creyera que me importaba su desprecio, y que a mí también se me había olvidado lo nuestro.
Por la noche me acosté antes de lo normal.
-Pero ¿no quieres ver la televisión? -me dijo Antonio al ver que me dirigía a la cama a las diez menos cinco.
-No, es que estoy muy cansada.
Sólo pensaba en el balcón, y no estaba segura de cómo estarían las cosas en aquel cielo en el que era la mitad de día y la mitad de noche. Cuando abrí los ojos vi que un puntito verde en el horizonte se acercaba a gran velocidad.
Él llegó puntual y me recogió en su sillón verde sin hacer alusión al desprecio de la mañana, pero yo estaba enfurruñada. Al principio volamos en silencio como si no hubiera sucedido nada, pero mi actitud le acabó enfadando y me preguntó sin preguntarme, que qué era lo que me pasaba. Yo seguí en silencio. “Es que las mujeres todo os lo tomáis por la tremenda”, me dijo con los ojos, como lo decía él todo. “Os creéis que por dar un vuelo por aquí y otro por allá, tenemos que comprometernos para toda la vida”. Y continuó diciendo que si todo lo estropeamos con esa idea de infinitud que se asienta en vuestras neuronas, con lo bien que todo resulta dejándose llevar sin compromisos ni promesas. Yo me estaba poniendo de tan mal humor que salté del sillón verde y me dirigí hasta mi balcón volando a mariposa. Pero él, al ver que me iba tan enfadada, me siguió y dejó un confetti rojo en el bolsillo de mi falda. En él había escrito mucho. “Que si no seas tonta, que si yo te quiero pero no puedo dejarlo todo por ti, que si ¿por qué estropear una historia tan bonita, con un compromiso que no va a ningún lado? ¿Es que crees que volaríamos mejor si estuviéramos comprometidos?, pues no, sería más cotidiano y perdería ese no sé qué que nos hace tan felices. Ese estar rompiendo las normas tan a lo grande. Cerré el confetti y lo volví a guardar en mi bolsillo. Él me sonrió con una sonrisa preciosa y yo hice una pirueta en el aire y me colé en su sillón de nuevo para abrazarle mucho y para seguir volando por encima del mar.
Aquel día no interrumpió nuestro vuelo el Bolero de Ravel sino un locutor ronco que nos avisaba de que iba a hacer mucho frío. El padre de Miguelito me dijo con la mirada que me abrigara no fuera a coger un catarro, y yo agarré mi confetti y me estiré.
Pasé el día escondiéndome de Antonio porque se me salían las gaviotas por los ojos y temía que se diera cuenta. Escondí el confetti en la sortija y me fui a preparar el desayuno.
A partir de entonces nuestros encuentros se han repetido bastante y Antonio ha empezado a preocuparse porque dice que cada vez estoy más ida y que parezco una marmota, pero a mí me da lo mismo lo que piense porque ya no quiero hacer nada más que volar y volar por encima del mar.
En la parada nos miramos como diciendo. Lo de ayer fue estupendo ¿verdad? Pero no nos hablamos, porque no queremos que nadie sepa lo nuestro. Sólo cuando él tiene muchas ganas, cierra los ojos en un gesto dulce y yo busco un lugar apartado, esté donde este. Porque todo me ha empezado a traer al fresco, y si me echan del trabajo o se me quedan algas enredadas en el pelo, pues también me da lo mismo, porque siempre me cabe la posibilidad de esperar en el balcón a que él me recoja en su sillón verde.

No hay comentarios: