jueves, 28 de enero de 2010

LOS PELMAZOS











Mi madre tenía una rara cualidad; sabía escuchar. En cuanto salía a la calle era tomada al asalto por cualquier pelmazo y ya no había quién enderezara su destino inicial. A mí toda esa actitud tan condescendiente con los rollos ajenos, me llevaba de cabeza. Pero lo cierto es que no tenía más remedio que soportarlo.
Nunca pude olvidar el castigo que me impuso por romper a llorar justo a la hora y cuarto de pararse a hablar con la tía Concepción. La tía Concepción era una mujer mayor y encorvada, que se ayudaba para andar con un bastón cuyo mango representaba la cabeza de un perro, creo que un buldog. Tenía las piernas torcidas hacia adentro, como si hubiera montado a caballo toda su vida. Quizá era por eso por lo que tenía que sostenerse con el buldog. Pero lo que más la definía eran los dientes. Los tenía movible, un poco adaptables a la conversación. Si reía se le disparaban hacia fuera, y si estaba triste se encogían hacia dentro, en grupo, como si se protegieran mutuamente de tanta desdicha.
Aquella mañana nos la encontramos nada más salir de casa, dos calles más allá. Habíamos decidido ir a la playa, y yo llevaba ya inflado el flotador para no tener que perder tiempo en la arena. Había quedado con Marga y Sonia, mis compañeras de clase. Mi madre llevaba un vestido floreado, sin mangas que resaltaba su piel morena, y unas zapatillas de esparto con cintas de colores. Su pelo era rojizo y rizado, y yo me sentía orgullosa de ir cogida de su mano. Mi madre era una mujer muy guapa y a mí me encantaba observar como la gente la miraban al pasar. Pero, sobre todo, lo que más me gustaba de ella eran sus andares ligeros, como si a cada dos o tres pasos echara una pequeña voladita y luego sonriera por ello.
El día era espléndido y yo estaba contenta. Salió de un callejón oscuro, ni siquiera nos dio tiempo a esquivarla. Era la tía Concepción, hermana de mi abuela. Aquel día compaginaba el bastón con cabeza de buldog con un bombón helado. Cada vez que se metía el bombón en la boca y lo chupaba, se tambaleaba el bastón pero eso no era lo importante, lo importante era que los dientes movibles se desplazaban con soltura hacia fuera y hacia dentro, dependiendo de la entrada o salida del helado. Tenía la impresión de que en cualquier momento iban desprenderse, que caerían sin remedio a la acera mezclados con placas de chocolate y vainilla.
Ella, ajena a mis pensamientos, se puso a hablar con mi madre, y de cuando en cuando le caían lágrimas por las mejillas que con dificultad por el bastón, el helado, y el bolso, lograba secarse con un pañuelo de puntillas. Yo, al principio, soporté bien el encuentro pues estaba fascinada por sus incisivos, caninos, y premolares, intermitentemente desplazados de dentro afuera, y viceversa. En el siguiente chupeteo los pierde, pensaba ilusionada. Pero no, eran de una flexibilidad extraordinaria.
Los minutos iban transcurriendo inexorablemente, y yo embelesada con el traqueteo canino, logré olvidar la playa por unos segundos, pero cuando los segundos se convirtieron en minutos, y luego en cuartos, y más adelante en medias, abandoné su dentadura y me concentré en la conversación, quería saber si declinaba de una vez, si se despediría de mi madre y lograríamos llegar a tiempo a la playa. Pero no, ella hablaba del tío Esteban, su marido. Por lo visto se trataba de ponerle piedrecillas alrededor del pene. No tenía entonces muy claro que era eso del pene, hasta que explicó concienzudamente la forma de orinar del tío Esteban. Orinaba con un colador por si se desprendía alguna piedrecilla, hija, que eso no es bueno. Deduje entonces que el pene, al tener que ver con la orina, era algo íntimo, de cuarto de baño cerrado con pestillo, por lo que traté de que no se notara que estaba escuchando.
El tiempo continuaba pasando sin que mi madre diera síntomas de cansancio. El bombón helado, ya casi consumido, salía y entraba por sus inestables dientes como si no pasaran las horas para él. Ni siquiera el hielo se deshacía. Era un bombón muy especial. El bastón soportaba la escueta estructura de la tía Concepción. Lo peor hubiera sido que se quedara estéril, le explicaba a mi madre mientras continuaba secándose esas lagrimas de cocodrilo que caían por sus mejillas. Mi madre, sorprendida, le preguntó si todavía tenía intención de tener hijos. Imaginé a la tía Concepción embarazada y se me cayó el alma a los pies. El tío Esteban tenía ochenta y dos años y ni mi madre ni yo, aunque nunca lo llegamos a comentar abiertamente, entendíamos ese afán paternal que las piedrecillas podrían dar al traste. No es por eso, hija, explicó ella. Pero tú ya sabes que para los hombres ser estéril es lo peor. Ellos no pueden soportarlo, antes se matarían. No sabía lo que significaba ser estéril, pero la imagen del tío Esteban matándose con un colador, me repugnaba por mucho que se encerrara en el cuarto de baño para hacerlo. Mi madre asintió, y yo ya desenganchada de los asuntos de esterilidad y pene del tío Esteban, me di cuenta de que la mañana se estaba echado encima y que no iba a disfrutar mucho tiempo de la playa. Pensé que Sonia y Marga ya estarían a punto de regresar a casa. Empecé a apoyarme en una y otra pierna, para dar claros síntomas de cansancio, para ver si se daba cuenta de mi enfado. Pero no, ella continuaba repitiendo una y otra vez la historia de las piedrecillas, mientras yo observaba, ya sin mucho interés, las plaquitas de chocolate que se le habían quedado pegadas a los labios.
Y pasó una hora. Ya era la una del medio día y todavía estaba preocupadísima por todo ese asunto de la esterilidad, por las piedras, por el colador, y por el orinal. Mi madre asentía comprensiva y yo de pronto, sin poderlo evitar, me puse a llorar. No es que fuera muy llorona. No era de esas que pierde los nervios con facilidad. No, no fue eso. Debió ser algo que salió de muy adentro. Supongo que fue la sensación de injusticia en su grado más puro, la falta de consideración de una incontinente verbal, de una aburrida anciana dispuesta a ser el centro de la creación. La fuerza del destino, la falta de respeto de los mayores, de todas esas tías Concepción que te hablan y te hablan sin tener en cuenta tu tiempo, tus ilusiones y tus necesidades. Fue todo junto, una acumulación de insoportable egoísmo. Quizás por eso aquella mañana, mientras el sol pegaba con fuerza y miraba el flotador inútil colgando de mi hombro, sentí la pena más enorme y la frustración más desgarrada que una niña pueda sentir. Había perdido interés por las piernas, me importaba un pimiento los dientes movedizos y ese bombón helado que no se terminaba nunca. Estaba harta de las piedras del pene del tío Esteban, y continué llorando con desconsuelo, desesperada. Fue entonces cuando la tía Concepción se dio cuenta de mi desamparo, y precipitadamente se despidió de mi madre. Pobre niña, dijo la muy cínica. Se ve que tenía ilusión por ir a la playa. Si hasta lleva el flotador ya hinchado colgando de su hombro. Mi madre balbuceó una disculpa, y me pellizcó en el brazo. Pero yo ya no podía dejar de llorar, era como si todo el dolor del mundo se hubiera concentrado en mi cuerpo, como si de pronto fuera consciente de algo muy serio que no entendía, que no entendería nunca. Yo lloraba amargamente y ella, para consolarme, me ofreció el palito de ese bombón helado ya extinto, pelado y lleno de babas. Ten, nena, para que juegues. Lo tiré al suelo con indignación, y mi madre me volvió a pellizcar.
Volvimos a casa deprisa. Me madre me empujaba furiosa. Luego pasó lo de siempre, estuve castigada sin ir a la playa durante tres días. Porque eres una maleducada, porque no sabes comportarte, porque debes aprender a escuchar, que hay mucha pena en el mundo, hija. Pero no me importó. Nunca más volvería a salir con mi madre, ni escucharía las historias de nadie.
Ahora llevo un despertador en el bolsillo, no sé si es por ese trauma infantil o porque he llegado a la conclusión de que el que es exhaustivo, lo va a ser durante una, dos, tres, o miles de horas, que al final habrá que dejarlo con la palabra en la boca si no quieres acabar durmiendo en una acera, derrengada. Así que en cuanto suena la alarma, me despido con una mentira muy gorda. Lo que primero me venga a la cabeza. Cualquier excusa me sirve.
Me acuso de decir mentiras, padre. Pero solo a los pelmazos. Otra vez, hija. ¿Pero es que no te vas a enmendar nunca? Pues qué quiere que le diga, creo que ya no tengo solución, los pelmazos me producen urticaria.
Le he contado a los de telefónica que mi marido no está ni se le espera, que me ha dejado por otra y no volverá a casa; al frutero, que he dejado a mi madre paralítica, sola y sin ayuda y debo regresar cuanto antes; al compañero de la cuarta planta, que me espera el jefe para una reunión importantísima.
No sé, padre, que necesito quitarme a los pelmazos de encimas, que la gente se explaya conmigo, que lo heredé de mi madre, y que yo sé por experiencia que es mejor engañarles desde el primer momento, y que si no lo resuelvo pronto me pongo a llorar como aquel día del flotador y la playa, sin consuelo.
Está bien rezaré todos los padrenuestros que usted me imponga, pero no me pida que abandone la mentira, porque luego es mucho peor. Créame, hombre de Dios, créame.

3 comentarios:

Lispector dijo...

Me ha encantado ,Carmen y me siento de la más identificada, creo que lamentablemente todos hemos experimentado esa sensación de injusticia cuando das con alguien que te roba sin piedad tu tiempo y tu paciencia -cual vampiro-, sin importarle para nada las necesidades o lo problemas que en ese momento pueda tener el otro. Muy buen tema, yo creo que incluso se podría escribir hasta una novela. Un beso, se te quiere,
Daniela.

carmen dijo...

Ay, Daniela lloraremos juntas por los vampiros y vampiras verbales.
Un beso muy fuerte.

leo dijo...

Ay, Carmen. Me ha gustado muchísimo. Vampiros fuera. Uhhhhhhhhhh.
MIl besos.